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Yo no pienso marcharme de Madrid jamás (porque no tengo dónde ir)
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Yo no pienso marcharme de Madrid jamás (porque no tengo dónde ir)

Hoy, todas las madrugadas, millones de madrileños suenan con dejar de serlo. Nunca tanta gente había soñado con dejar la capital de una vez por todas, pero yo no soy uno

Foto: Una chica pasa bajo el Viaducto de Segovia. (CC/Juan Sebastián Gil Cabo)
Una chica pasa bajo el Viaducto de Segovia. (CC/Juan Sebastián Gil Cabo)

Quedar hoy con alguien en Madrid es quedar con alguien que está a punto de marcharse de Madrid o que sueña con marcharse de Madrid, como si la condición indispensable para vivir en la capital fuese el compromiso de querer escapar de ella. Siempre se ha fantaseado con dejar la capital porque solía ser sinónimo de hacer borrón y cuenta nueva, pero tengo la sensación que nunca antes tanta gente había compartido ese mismo sueño al cerrar los ojos cada noche. Hoy, todas las madrugadas, millones de madrileños sueñan con dejar de serlo.

Me recuerda a aquella huida de 2008, cuando mis amigos del barrio o mis compañeros de la universidad hacían planes para emigrar mientras yo me quedaba en Móstoles guardando el fuerte. Si aquella fuga fue económica, esta es emocional, en sintonía con las epifanías vividas durante la pandemia, ese acontecimiento histórico que hemos necesitado olvidar para que sus consecuencias anímicas se cuelen en nuestro subconsciente. La gente está despechada con Madrid, a la que le damos mucho, pero a cambio ella no nos devuelve todo.

La gente no se marcha, vuelve, y para eso hace falta haber estado en otro sitio antes

Mi ambición, quince años después, es la misma que entonces. La de ser el último madrileño vivo en una ciudad de más de tres millones de cadáveres, el guardián de los jardines vacíos que nadie ha sabido apreciar más que yo. No tengo ningún sitio donde ir, de todas formas. No tengo pueblo, no tengo familiares que puedan albergarme en sus hogares, no tengo raíces o mejor dicho, mis raíces son Madrid (y Móstoles), una excepción en un país donde todo el mundo viene de alguna parte. La gente no se marcha, simplemente vuelve, y para volver tiene que haber existido un paraíso original que pueda ser idealizado. Estoy atrapado en Madrid, sin ningún sitio donde ir, así que me autoconvenzo imaginando un futuro en el que solo quede yo.

Algunos compañeros me han deslizado a propósito del artículo sobre la gente que se marcha de Madrid que todos los bonitos relatos de felicidad reencontrada en el pueblo no son más que las viejas historias de fracaso y retorno con el rabo entre las piernas, debidamente adornadas en el siglo XXI por el bucolismo de lo neorrural. Pero como me decía el profesor Fernando Rubiera, ya no se percibe como un fracaso porque el éxito no se mide de la misma manera. Hoy Toledo, Zaragoza o Valencia están llenas de personas exitosas que sentían que su vida era un fracaso. Vivimos en la era de los triunfadores infelices.

placeholder Las casas a la malicia de la calle Segovia. (CC/Augusto Gomes)
Las casas a la malicia de la calle Segovia. (CC/Augusto Gomes)

Para ellos Madrid se ha convertido en una metonimia de todo lo que va mal. Si Madrid es el mundo y algo va mal en el mundo o en uno mismo, también va mal en Madrid, tan fuerte es la identificación de la ciudad con sus habitantes. La prisa, la fatiga, el trabajo, el capitalismo, la devaluación de los servicios públicos o la crispación política ocurren en todas partes, pero en la capital más y de manera más gravosa; pero algo parecido ocurre con todo lo positivo, que parece aún mejor. La gente se marcha para refugiarse de ese apocalipsis zombi que tarde o temprano llegará a todos los rincones. O simplemente se ocultan de sí mismos esperando que sus problemas, como los zombis, tarden en dar con ellos.

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No es casualidad que los sueños de retorno aparezcan en septiembre. Durante el verano volvemos al pueblo o la ciudad origen, es decir, al pasado, en un paréntesis vital que alivia las fatigas diarias. A veces confundimos el espacio con el tiempo y lo que nos gusta del lugar donde crecimos no es el dónde sino el cuándo, esos días de canícula en los que la exigencia de la ultraproductividad decae que nos envían al pasado. Septiembre es como tirarse de cabeza a una piscina helada, así que uno ansía salir cuanto antes y cubrirse con la toalla del sol de la tarde en un campo de Castilla.

Los paletos no establecemos jerarquías entre lo bonito y lo feo, nos gusta todo

No tengo ningún deseo de marcharme porque Madrid es el único orden de las cosas que conozco. Soy el paleto definitivo, que no ha vivido nada más y, por lo tanto, no puede comparar. Como los paletos, no establezco ninguna jerarquía entre lo bonito y lo feo. Entre el Madrid de postal de los Austrias y los barrios desconchados, con sus aceras cada día más desgastadas, los restaurantes mexicanos aspiracionales y las sinfonías de toldos verdes. Me siento en casa en lo cutre, en un domingo por la noche en Malasaña o un martes por la mañana en el Barrio de las Letras. Me siento en casa en el parque de San Isidro que permite a los descastados de Carabanchel observar desde lejos una ciudad que siempre vemos demasiado de cerca, como la veían los inmigrantes que llegaban a Madrid desde Toledo.

A mí me ocurre con el campo como a los Carolina Durante en 'Urbanitas'. Que cuando llevo cuatro días en el "puto" campo, "ya estoy deseando volver, la madre naturaleza para un rato está muy bien, pero echo de menos los tubos de escape, la gente, mi piel reseca (y a ti)". Tras más de una semana al otro lado de la M-40 empiezo a descomponerme, a echar de menos todos los defectos de Madrid. Es lo que tiene el amor, ese sentimiento de adaptación evolutiva que nos permite tolerar todo lo intolerable de los demás. Tienen razón los que dicen que en realidad no es verdad que solo en Madrid ocurran cosas, pero por eso mismo, tampoco es cierto que en otros lugares no pueda pasar nada malo.

placeholder Madrid visto desde el parque de San Isidro. (CC/Asqueladd)
Madrid visto desde el parque de San Isidro. (CC/Asqueladd)

Hace dos años, en lo más crudo de la pandemia, escribía que Madrid estaba desapareciendo, que se había convertido en una carcasa, una simulación de sí misma. Hace cuatro anunciaba que renunciaba al timo de Neomadrid. Hoy me parece que nunca ha vuelto a ser lo que era, sino que se ha convertido en una versión histriónica de sí misma extrañamente adictiva.

Por eso seré feliz cuando todos os hayáis marchado y me quede yo solo como en el relato de Richard Matheson, con toda la ciudad para mí. Una leyenda en la ciudad vacía del poema de Benedetti en la que "solo estamos los otros y por eso se siente la presencia de las plazas, los jardines y fuentes, los parques y glorietas". El Madrid ideal con el que todos soñamos, sin coches, ni prisas, ni trabajo, no deja de ser otra versión del apocalipsis, de la muerte, el único momento en el que todo es perfecto.

Quedar hoy con alguien en Madrid es quedar con alguien que está a punto de marcharse de Madrid o que sueña con marcharse de Madrid, como si la condición indispensable para vivir en la capital fuese el compromiso de querer escapar de ella. Siempre se ha fantaseado con dejar la capital porque solía ser sinónimo de hacer borrón y cuenta nueva, pero tengo la sensación que nunca antes tanta gente había compartido ese mismo sueño al cerrar los ojos cada noche. Hoy, todas las madrugadas, millones de madrileños sueñan con dejar de serlo.

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