Arquitectura y diseño

Manual de instrucciones para ser feliz en una ciudad moderna

Por Vidal Romero

© Anish Kapoor

Desde los griegos, la búsqueda de la felicidad ha sido una de las grandes obsesiones de la humanidad. Su fórmula es todavía un misterio, aunque podría estar en raro equilibrio entre dos tipos de necesidades: las materiales y las espirituales. Pero, ¿puede la ciudad influir de algún modo en esa felicidad? Charles Montgomery intenta responder a esta pregunta en ‘Ciudad feliz’, un libro en el que se entrecruzan el activismo, la psicología y el diseño urbano.

E n el año 2030, más del 70% de la población mundial vivirá en ciudades. Esas ciudades, sin embargo, serán muy distintas a las que conocieron nuestros antepasados, y que Lewis Mumford definió como un organismo vivo, “el lugar donde se sitúan el templo, el mercado, el tribunal y la academia”, y donde “los beneficios de la civilización son multiplicados y acrecentados”. Antes bien, estas ciudades contemporáneas funcionan como una acumulación de formas suburbiales: casas adosadas en hilera, bloques aislados rodeados de jardines privados, urbanizaciones cerradas con chalets unifamiliares, piscinas y pistas deportivas, que se expanden por el territorio como manchas de aceite, seccionadas por autopistas, salpicadas con centros comerciales y polígonos industriales.

La mayoría de las personas que viven en esta “ciudad dispersa” no tienen apenas relación con la población a la que supuestamente pertenecen. Salvo que trabajen en el casco histórico, su existencia transcurre lejos de los monumentos y los edificios famosos de esa ciudad, en una rutina de viajes al trabajo y al gimnasio, al colegio de los niños y al centro comercial, cuyo único denominador común es la necesidad de utilizar siempre el coche. El resultado es una masa de población que vive sin conciencia geográfica, porque no existen grandes diferencias entre un PAU a las afueras de Madrid, una urbanización en el Aljarafe sevillano o un pueblo dormitorio de Valencia. Una población que habita en lo que el antropólogo Marc Augé definía como “no lugares”: espacios intercambiables, en los que el ser humano permanece anónimo. O, como decía de manera más castiza Jorge Dioni López en La España de las piscinas, espacios donde gobierna el “sálvese quien pueda”.

El autor canadiense Charles Montgomery. / EMMA AVERY

La vida en la ciudad dispersa es también una fuente de infelicidad. En su libro, Charles Montgomery describe el caso de Randy Strausser, que aprovechando el desplome del mercado inmobiliario compró una casa estilo rancho en Stockton, un suburbio a 200 kilómetros de San Francisco. Strausser y su mujer se mudaron allí con la idea de educar a sus hijos en un entorno seguro, deseaban disfrutar de un jardín y de aire libre. La realidad, en cambio, es que ambos pasan un mínimo de cuatro horas en el coche cada día, sorteando atascos y embotellamientos, y cuando llegan a su casa están demasiado cansados e irritados como para trabajar en el jardín, salir a dar un paseo o hacer planes con unos vecinos a los que, de todas formas, apenas conocen. En cuanto a sus hijos, como los padres estaban lejos, crecieron al cobijo de la televisión y el microondas. La hija mayor está sumida en una rutina similar a la de sus padres; el hijo menor, tras varios robos y escarceos con las drogas, ingresó en una banda y terminó “de visita” en un centro penitenciario.

Muchos de los habitantes de la ciudad dispersa, que en EEUU representa a casi tres cuartas partes de la población, reconocen sentirse alienados y aislados

La historia de los Strausser puede parecer dramática, pero no es excepcional. Muchos de los habitantes de la ciudad dispersa, que en Estados Unidos incluye a casi tres cuartas partes de la población, reconocen como propios esos sentimientos de alienación y aislamiento, y Stockton no es el sitio en el que esa transformación urbana se ha producido de una manera más radical. En 1986, el arquitecto Rem Koolhaas describía Atlanta como un lugar que “no tiene los síntomas clásicos de una ciudad; no es densa; es una alfombra de ocupación dispersa y fina (…), su falta de forma básica está generada por el sistema de autopistas, unas ramas que atraviesan la ciudad y conectan con una única autopista perimétrica”. Treinta años más tarde, Montgomery habla de una ciudad que multiplica de forma periódica sus anillos perimetrales, que construye autopistas de hasta doce carriles, y que sin embargo vive en un continuo embotellamiento: la ciudad dispersa expulsa a sus habitantes a distancias cada vez mayores, pero luego los reclama a la hora del trabajo.

Paseo urbano High Line, Nueva York.
Espacios públicos y diseño urbano en Copenhague.

Frente a este caos de formas difusas y ciborgs humanos, para los que el coche es una extensión de su cuerpo, Montgomery busca ejemplos de ciudades que han convertido el bienestar de sus ciudadanos en una auténtica cruzada. Es el caso de Copenhague, que durante los últimos 60 años, y bajo la mirada del arquitecto Jan Gehl, ha impulsado fórmulas para limitar la presencia de vehículos en muchas de sus calles, hasta convertirla en un paraíso para los peatones y los ciclistas. También de Vancouver, donde se ha promovido un urbanismo que combina bloques en altura con manzanas de casas bajas, edificios en los que conviven viviendas y comercios, y áreas verdes de diferentes tamaños. O el de Nueva York, donde el proyecto High Line ha transformado las vías elevadas de un ferrocarril, que se encontraba en desuso, en un parque de varios kilómetros de longitud que sirve de refugio a paseantes y deportistas, pero también a la fauna y la flora autóctona, que había desaparecido de muchas otras zonas de la ciudad. Lo que tienen en común todas estas iniciativas es que buscan favorecer las relaciones entre sus habitantes: crean un marco para la convivencia y la comunicación, un escenario que permite a los ciudadanos implicarse en la vida pública de una manera más activa.

Baremos cuestionables

Para armar el andamiaje de Ciudad feliz, su autor utiliza tres tipos de apoyos. Por un lado están los teóricos del urbanismo: Gehl es una presencia constante en el libro, igual que la omnipresente Jane Jacobs, cuyo Muerte y vida de las grandes ciudades ha influido de manera notable en movimientos sociales de todo el mundo. Y también se citan las ideas de estudiosos como David Harvey, Henri Lefebvre o Richard Sennett, un auténtico póker del activismo urbano. Por otro lado, las personas que luchan a pie de calle por cambiar sus ciudades: el visionario alcalde de Bogotá, Enrique Peñalosa, que ha transformado su ciudad mediante líneas rápidas de transporte público, espacios reservados para las bicicletas y un rediseño de las calles que cede el protagonismo al peatón; el de Seúl, Lee Myung-bak, que demolió una autopista para recuperar el trazado de un río y dotar de espacios verdes a una de las ciudades con mayor densidad de población del mundo; o los vecinos de la pequeña población de Sellwood, en Portland, que ocuparon espacios públicos y cruces de carreteras para construir equipamientos a espaldas (y con la oposición) de las autoridades.

Cheonggyecheon en el centro de Seúl

Más discutible resulta la última pata en la que se asienta Montgomery. La “ciencia de la felicidad”, a la que confía en gran medida el éxito de su misión, y de la que a veces habla con un irritante tono evangelizador, es un conjunto de prácticas y teorías en las que se confunden la psicología, la antropología y la medicina, y que en realidad carece de una base científica sólida. Algunos de los experimentos descritos en el libro obtienen sus conclusiones a partir de encuestas y estudios de campo; otros miden la sudoración o la producción de dopamina en voluntarios dispuestos a pasear por la ciudad con electrodos en la cabeza. Los resultados son vagos y poco concluyentes (en ciertas ocasiones casi podrían servir para defender una propuesta y su contraria), y en demasiadas ocasiones parecen diseñados para confirmar sesgos previos. Además, al utilizar el concepto de felicidad como vara de medir la calidad del diseño urbano, Montogmery olvida que la ciudad es también el escenario habitual de tensiones y conflictos, y que gracias a estos conflictos se han producido muchos avances sociales.

París

Otros problemas del libro tienen que ver con su falta de actualidad. Aunque se haya traducido ahora, Ciudad feliz se publicó en 2015, y desde entonces las ciudades se han visto sometidas a nuevas tensiones. La pandemia provocó un éxodo de población hacia los suburbios y el campo, alimentado por el miedo y las nuevas rutinas del teletrabajo, pero también una conciencia social acerca de la necesidad de disponer de un mayor número de servicios y de zonas verdes. Una conciencia que ha producido movimientos tan positivos como el de la “ciudad de los 15 minutos”, promovido por el urbanista Carlos Moreno en París, y tan negativos como el de la “gentrificación verde”: el aumento de precios en aquellas zonas de la ciudad que están cerca de parques urbanos (algo que ha sucedido, por ejemplo, alrededor del High Line). La presión turística también ha ocasionado una gentrificación salvaje en muchas ciudades, en las que los hoteles y los apartamentos turísticos expulsan a sus vecinos de los cascos históricos, y el tejido social y comercial se sustituye por otro, en el que abundan las franquicias y los comercios impersonales: un tejido que el arquitecto Josep María Montaner asimila a una nueva definición del “no lugar”, ya que “no crea ni identidad ni relación, solo soledad y similitud”.

A pesar de sus defectos, Ciudad feliz tiene también muchas virtudes: explica cómo hemos llegado hasta la situación actual, reúne en un solo volumen muchas de las teorías que intentan revertir esa situación y demuestra, con ejemplos prácticos, las ventajas de cambiar los hábitos de transporte y de consumo cotidianos. Como explica Montgomery en la introducción del libro, “el efecto psicológico más importante de la ciudad es la forma en que regula nuestras relaciones con los demás”, y es más sencillo que se produzcan esas relaciones mientras recorremos la ciudad a pie o en bicicleta.