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Si naciste entre 1985 y 1994, viviste dos crisis y vas a ser un viejo inaguantable
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Héctor G. Barnés

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Si naciste entre 1985 y 1994, viviste dos crisis y vas a ser un viejo inaguantable

Quizá el principal sentimiento compartido de nuestra generación no sea la decepción, el miedo al futuro o la incertidumbre, sino el resentimiento

Foto: Unos jóvenes juegan en la playa. (Reuters/Louiza Vradi)
Unos jóvenes juegan en la playa. (Reuters/Louiza Vradi)
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A la abuela se la escuchaba en silencio porque la guerra y la hambruna impresionaban. A papá un poco menos, porque eso de correr delante de los grises empezó a oler a cerrado hace décadas. A nosotros, cuando dentro de unas décadas empecemos a sacar en las cenas de Navidad que vivimos dos crisis y que nadie nos dio lo que nos merecíamos, no nos va a hacer caso ni el dispositivo espía que lo sabe todo sobre nosotros. Otra vez no, por favor. Ya es agotador en 2023, cómo no va a serlo en 2053.

Cada día lo tengo más claro. Los así llamados millennials, o los que nacimos entre 1985 y 1994, por poner unas fechas, hemos vivido dos crisis y nos vamos a convertir en los viejos más plastas de la historia. No solo pesados, sino egoístas, intolerantes, nostálgicos y resentidos. Que lo hemos tenido mal, es posible; que nos creíamos que la vida iba a ser otra cosa, tal vez; que arrastraremos los efectos de las crisis toda nuestra carrera laboral, es así. Que utilizamos todo esto para justificar un peligroso rencor intergeneracional hacia los que nos suceden parece cada día más evidente.

"Tenéis rencor, no queréis que a las generaciones más jóvenes les vaya bien"

Si no lo cree, no hay más que echar un vistazo a muchas de las reacciones a la propuesta de la herencia universal de Yolanda Díaz y que bien podrían resumirse en un "¿qué hay de lo mío?" Algunas de ellas se centraban en que las ayudas de los sucesivos gobiernos nunca han llegado a los pobres millennials, un ángulo ciego de las políticas sociales entre los opíparos boomers y los consentidos centennials. Que nadie se acuerda de ellos, de nosotros.

Lo contaba en un artículo reciente: no hay mayor resentimiento que el que siente la generación de las dos crisis. Primero fue hacia sus padres, que podría tener cierto sentido al haber hipotecado parte de su futuro en forma de deuda y burbuja, pero ahora también hacia los jóvenes, sus hermanos pequeños. Como Saturno devorando a sus hijos, pero sin hijos. Quizá el principal sentimiento compartido de nuestra generación no sea la decepción, el miedo al futuro o la incertidumbre, sino el resentimiento. O tal vez este resentimiento sea la consecuencia lógica de la decepción.

"Tenéis rencor, no queréis que a las generaciones más jóvenes les vaya bien", me respondía una compañera centennial cuando le preguntaba por su visión de nuestra quinta, confirmando lo que ya sospechaba. Que hemos desarrollado un sentimiento de sospecha hacia los jóvenes como una forma de protegernos psicológicamente ante unos cambios sociales que no entendemos o no estamos dispuestos a entender y, de paso, justificar nuestro fracaso a la hora de cambiar las cosas.

Hemos tomado lo peor del discurso de la generación de nuestros padres, ese "no se llega a ningún sitio sin sufrir" y se lo hemos metido por el gaznate a los jóvenes: "El discurso de siempre, pero con gafas de pasta". Veo alarmado entre treintañeros y primeros cuarentones un sentimiento de "si yo he comido mierda, tú también". Somos los primeros en calificarlos como generación de cristal, nosotros, que fuimos los primeros en venirnos abajo. Quizá porque pensamos que lo que nos diferencia de ellos es esa experiencia iniciática de las dos crisis; como si ellos no hubiesen nacido en una crisis perpetua. No han vivido una guerra (sorpresa, nosotros tampoco).

Las empresas tienen a trabajadores de 35 en las mismas posiciones que los de 25

Gran parte de esas tensiones se originan dentro de las empresas, cuando empezamos a coincidir con chavales hábiles, más abiertos de mente y con menos prejuicios que en poco tiempo se ponían a esa misma altura (salarial) que a nosotros nos había costado tanto alcanzar. Las empresas están llenas de trabajadores de 30 a 35 años que ocupan las mismas posiciones que los recién llegados de 25. ¿Un drama? También, un caldo de cultivo de odio soterrado.

Esta frustración se debe, supongo, a que somos la segunda generación que tuvo expectativas y la primera que fracasó estrepitosamente al intentar alcanzarlas. A la generación X, los del Kronen, no les fue tan mal a pesar de su descreimiento. Nosotros nos caímos con todo el equipo y sobre todo, encontramos refugio en nuestra propia autocomplacencia. Como si las crisis económicas las hubiesen inventado para nosotros. Que nadie le pregunte a su padre dónde estaba en 1993, porque tal vez era en el paro.

Siempre hay un joven para echarle la culpa

La psicóloga Jean Twenge acaba de publicar Generations: The Real Differences Between Gen Z, Millennials, Gen X, Boomers, and Silents. En el libro no solo analiza las diferencias entre todas esas generaciones, sino que mantiene la tesis de que "la guerra intergeneracional está en su punto más álgido desde los años sesenta". Por una parte, explica, por los cambios tecnológicos, que en su opinión son los que marcan la principal diferencia entre generaciones.

placeholder Un millennial contándole sus penas a un centennial.
Un millennial contándole sus penas a un centennial.

Por otra parte, por la evolución de lo que considera una cultura colectiva (la de los boomers, que podría ser la de la transición española: los que corrieron delante de los grises) a otra individualista. Todas las que han venido después. La generación X fue tal vez la primera a la que se le dijo que persiguiese sus sueños y su vocación, pero a pesar de su apatía, no tuvo que vivir una crisis tan profunda como la de los millennials. Gran parte de este rencor viene no solo de esas expectativas frustradas, sino sobre todo de un individualismo que lleva a depositar en los demás la culpa de nuestros fracasos.

Otra cuestión es que nos haya ido tan rematadamente mal a todos. Twenge critica también en su libro el estereotipo del millennial arruinado: no a tantos les ha ido tan mal, tan solo tienen esa sensación. La psicóloga lo achaca al papel de las redes sociales y los medios de comunicación, donde es más fácil quejarse que decir que te va bien. Nadie va a reconocer que no le va tan mal, sobre todo si ese es el relato generacional impuesto. Yo estoy harto de escuchar a compañeros de generación a los que es evidente que les ha ido bien, mucho mejor que a sus padres, quejarse sin parar como si siguiesen en 2008, incapaces de tomar perspectiva de sus propios privilegios.

Nos hemos limitado a repetir el discurso por comodidad, porque ser víctima es cómodo

Quizá porque cuando hacemos eso no atendemos a los datos económicos objetivos, sino que nos limitamos a repetir como loros un discurso asumido por comodidad, porque ser víctima es muy cómodo. Otros nos hemos dado cuenta de que el problema que teníamos no era haber nacido entre dos crisis, sino ser jóvenes: solo hace falta que pase el tiempo para conseguir lo que uno desea. Quizá no es que envidiemos la vida de nuestros padres, quizá solo envidiamos la vida de nuestros padres cuando nos hemos hecho viejos, pero ni de lejos la habríamos deseado cuanto teníamos su edad.

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Lo que hemos patentado es el discurso de que todo es una mierda, que no se puede cambiar y que nunca tenemos lo que merecemos, así que tú tampoco lo tendrás. Somos los más cínicos del siglo XXI. Llenamos los festivales con grupos que ya eran viejos cuando éramos jóvenes, porque mitificamos el pasado, y nos sirven en bandeja franquicias cinematográficas que ya tenían varias entregas antes de que naciésemos, como Indiana Jones. Culturalmente, nos hemos quedado en la crisis económica, como si se hubiese parado el reloj en 2008 y toda la cultura posterior fuese basura. Nos refugiamos en lo que conocemos, por eso mitificamos el mundo que conocíamos antes de la crisis. Los Red Hot Chili Peppers sí que eran música.

placeholder Fua, chaval. (EFE/Kiko Huesca)
Fua, chaval. (EFE/Kiko Huesca)

O tal vez estemos condenados a que cada generación sea aún más plasta que la anterior y la generación Z empiece pronto a dar la tabarra quejándose de los zoomers, esos frágiles niños de la pandemia. En una cultura individualista nos pensamos en términos egoístas, queriendo lo peor para los demás y enalteciendo nuestro sufrimiento como un peaje a pagar, como la cicatriz de guerra que el abuelo enseñaba después de la segunda copa. Vaya cenitas de Navidad nos esperan.

A la abuela se la escuchaba en silencio porque la guerra y la hambruna impresionaban. A papá un poco menos, porque eso de correr delante de los grises empezó a oler a cerrado hace décadas. A nosotros, cuando dentro de unas décadas empecemos a sacar en las cenas de Navidad que vivimos dos crisis y que nadie nos dio lo que nos merecíamos, no nos va a hacer caso ni el dispositivo espía que lo sabe todo sobre nosotros. Otra vez no, por favor. Ya es agotador en 2023, cómo no va a serlo en 2053.

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