Milan Kundera y el delicioso esnobismo juvenil
La obra del autor checo marcó a una generación que pretendía elevarse sobre la dictadura del consumo
No sé si alguien ha leído a Milan Kundera con más de treinta y no digamos de cuarenta años. Pasa lo mismo con Cortázar, Henry Miller o Hermann Hesse. Todos estos autores, junto a Benedetti y algún otro, forman una especie de lugar común literario para la sed de singularidad de cualquier pos-adolescente. Leerlos te hace sentir especial, aunque sea exactamente lo que lee todo el mundo cuando tiene veinte años.
Se halla en ellos una cualidad literaria inaccesible por la fuerza o incluso por el talento: hablamos de encanto. Milan Kundera es un autor con el encanto portátil, nominal. Llevar en la mano un libro de Kundera es ya leerlo, disfrutarlo. Viste y decora. Otros autores hay explicarlos, por qué los lees. Kundera no hay ni que leerlo para querer tenerlo en tu vida. Sólo su nombre, el título extravagante y confuso de sus libros, hace de tu día literatura.
Ha muerto hoy este autor que leímos como a un profeta en los años 90, cuando Tusquets publicaba esas novelas suyas aparentemente muy profundas que había escrito en los años 80. La novela crucial era
Lo que Kundera traía a la década final del siglo XX era la calma, la filosofía, el remanso. Se leía a Kundera para parar un poco
Lo que Kundera traía a la década final del siglo XX era la calma, la filosofía, el remanso. Estaba todo enloqueciendo ya, poniéndose frenético, con la MTV, la violencia y el techno. Todo era instantáneo, Pepsi te decía: “¿Estás loco?, bebe Pepsi”, se inventaban los “deportes de riesgo” (puenting y esas cosas), se hablaba de drogas químicas y las canciones volvieron a durar menos de tres minutos. La levedad era eso, lo insoportable era el anuncio de Pepsi, y parecía que un checo viejo y feíto y como sabio, con libros más bien gruesos de títulos muy seriotes, podía ponerle freno a tanto vértigo de modernidad. Se leía a Kundera para parar un poco. De la misma forma, se veían las películas de Kieslowski.
Luego sus libros iban de piscinas y gestos, de lecturas de clásicos, del afán centro- europeo de transcendencia.
Después del éxito, Kundera se volvió más parco, como sistemáticamente existencial. Así eran sus títulos:
Como a tantos autores imprescindibles de finales del siglo XX (lo vimos con Amis), el cambio de siglo sentó mal al autor, o sentó mal al mundo, que dejó de idolatrarlo. No volvió a publicar novela hasta 2014,
En su ensayo
Pasa como con tantos autores maravillosos: no sabe uno qué parte de la maravilla es haberlos leído cuando los necesitabas
Kundera, muy consecuentemente para su poética, vivía recluido, no concedía entrevistas y se daba toda esa importancia que se da un autor cuando estar ausente es ya su mayor herramienta de seducción. En el documental De la broma a la insignificancia (2021, Filmin), un joven necesariamente universitario trata de conseguir una entrevista con su ídolo. Mientras lo logra, investiga su pasado, los años de profesor de Kundera, las épocas de vetos y bohemia, de novias y de revoluciones. Ya es complicado que te pille joven una revolución, porque tienes que acostarte con mucha gente al tiempo que aclaras tus inclinaciones políticas.
Con Milan Kundera, en fin, pasa como con tantos autores maravillosos: no sabe uno qué parte de la maravilla es haberlos leído cuando los necesitabas, y si leerlos de nuevo ya mayorcito irá en su contra o en la tuya. Sólo puede decirse de Kundera que su lectura nos dio elevación, duda y un delicioso esnobismo.
No sé si alguien ha leído a Milan Kundera con más de treinta y no digamos de cuarenta años. Pasa lo mismo con Cortázar, Henry Miller o Hermann Hesse. Todos estos autores, junto a Benedetti y algún otro, forman una especie de lugar común literario para la sed de singularidad de cualquier pos-adolescente. Leerlos te hace sentir especial, aunque sea exactamente lo que lee todo el mundo cuando tiene veinte años.
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