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El día en que Henry Miller le regaló su chaqueta de pana a George Orwell
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El día en que Henry Miller le regaló su chaqueta de pana a George Orwell

En 'El espacio de la imaginación' (Anagrama), Ian McEwan, uno de los mejores novelistas actuales, reflexiona sobre una pregunta clásica: ¿debe el arte reflejar las posiciones políticas y el compromiso de su autor?

Foto: George Orwell
George Orwell

El 23 de diciembre de 1936, George Orwell visitó a Henry Miller en su casa de París, en el barrio de Montparnasse. Ambos se caían bien y se admiraban mutuamente. Pero no podían ser más distintos. Orwell no solo era un socialista que había demostrado su compromiso político con obras como 'El camino de Wiegan Pier', un estudio sobre las penosas condiciones de vida de las clases trabajadoras en el norte industrial de Inglaterra, sino que se encontraba en París de camino a España. Allí se uniría a las fuerzas republicanas que luchaban, al principio de la Guerra Civil, contra los nacionalistas que habían llevado a cabo un alzamiento. Miller, en cambio, detestaba la política y despreciaba el compromiso. Era bohemio y hedonista, y sus novelas reflejaban su negativa a asumir las convenciones sociales; unas novelas, moral y políticamente provocadoras, que habían sido prohibidas en Estados Unidos por la crudeza de sus pasajes sexuales.

Cuando ese día Orwell le contó sus planes de ir a combatir el fascismo, a Miller le pareció un disparate. ¿Qué demonios pintaba un escritor en una guerra? Al mismo tiempo, sin embargo, se preocupó enseguida por el bienestar de Orwell en las trincheras y le regaló una chaqueta de pana. No tenía protección antibalas, le dijo, pero quizá le sirviera para resguardarse un poco del frío y la lluvia. Como cuenta el escritor Ian McEwan en su último libro, a Miller le resultaba tan indiferente la política que le habría regalado igualmente la chaqueta si estuviera de camino a España para luchar por la causa franquista.

Cuando ese día le contó sus planes de ir a combatir el fascismo, a Miller le pareció un disparate. ¿Qué demonios pintaba un escritor en una guerra?

Esta anécdota es el punto de partida de 'El espacio de la imaginación” (Anagrama), un breve ensayo en el que McEwan, uno de los mejores novelistas actuales, reflexiona sobre una pregunta clásica: ¿deben las novelas, y el arte en general, reflejar las posiciones políticas y el compromiso de su autor? ¿O toda politización del arte acaba echándolo a perder y es mejor que los escritores y los artistas se guíen únicamente por una imaginación sin límites y una libertad sin restricciones políticas?

placeholder 'El espacio de la imaginación'
'El espacio de la imaginación'

Orwell y otro de sus contemporáneos, Albert Camus, del que también habla el librito de McEwan, tenían una posición un tanto ambigua. Orwell daba por hecho que, en ese momento, con la Guerra Civil española, la inminente Segunda Guerra Mundial y las atrocidades del régimen de Stalin en la Unión Soviética, el mundo se encaminaba irremediablemente hacia una época de totalitarismos, en la que los estados pretenderían controlar la mente de los ciudadanos. “La libertad de pensamiento será al principio un pecado mortal y después una abstracción sin sentido”, escribió. Para resistirse a ello, lo principal era luchar por la libertad absoluta en las opiniones, la imaginación y la creatividad. Y, de hecho, Orwell escribió un ensayo en defensa de los escritores que, como Miller, no querían saber nada de la política. Sin embargo, él mismo escribió novelas políticas, como 'Rebelión en la granja', que se publicaría poco después de su encuentro con Miller, y “1984”, la mejor denuncia del intento de los estados de manipular el pensamiento de los individuos.

Para Camus, era evidente que el arte comprometido podía ser, simplemente, malo: someterse a consignas no suele ser una buena receta para escribir una buena novela o un buen poema. Al mismo tiempo, pensaba que, en ese momento concreto de la historia, era absurdo abstraerse del contexto político. Había que “darle a la época lo que pide, ya que lo exige de manera tan vigorosa, y admitir con serenidad que se acabaron los tiempos del maestro venerado, del artista con una camelia en el ojal, del genio en su sillón”. Lo importante era la libertad: “Los tiranos saben que en toda obra de arte hay una fuerza emancipadora”. Pero la política seguía estando ahí. Una buena manera de resolver la paradoja —de hecho, el mismo camino que también encontró Orwell— era ser radicalmente político en el contenido, aunque totalmente conservador y claro en la forma.

Para Camus, era evidente que el arte comprometido podía ser, simplemente, malo: someterse a consignas no suele ser una buena receta

¿Qué sentido tiene hoy esta discusión? En muchos aspectos, Orwell y Camus zanjaron la cuestión. Hoy, hasta el autor más comprometido podría asumir su receta: haz arte político, pero no dejes que se convierta en un panfleto y, por encima de todo, sé libre más allá de las consignas de tu partido. Sin embargo, en nuestro tiempo hay una novedad: si durante todo el siglo XX esa discusión tuvo mucho sentido, porque la literatura era uno de los espacios principales en los que la gente formaba sus ideas morales, estéticas y políticas, hoy en día es difícil pensar que las novelas o las canciones, por no hablar de los poemas, tengan un cometido parecido. Quizá individualmente nuestras ideas se formen, en parte, leyendo ficción, viendo películas o escuchando aguerridas canciones pop, pero diría que todo eso ya no tiene una influencia política real y que el compromiso es, paradójicamente, más una estética que un mecanismo real para cambiar el voto de un individuo o que un partido modifique su posición ante un asunto.

placeholder Ian McEwan en 2017 (EFE)
Ian McEwan en 2017 (EFE)

Es estúpido fingir que todas las cosas no son, en un sentido u otro, políticas. Como recuerda McEwan con humor, a Orwell le parecía que Mozart era la encarnación de la libertad creativa ajena a la política, pero sin duda su obra era como era, en parte, por razones tan políticas como el papel de la aristocracia en la sociedad y en el financiamiento del arte. Aun así, politizarlo todo, como ahora pretenden hacer algunos sectores de la izquierda y la derecha radicales, lleva de manera inevitable a la rigidez y el tedio. Y, aunque el compromiso político es eminentemente respetable, no es fácil hacer con él grandes obras, como sí lograron Orwell y Camus. Ahora, además, es muy probable que sea imposible lograr con ellas que alguien cambie de bando: estamos demasiado ocupados mirando en Facebook los comentarios de nuestro primo activista o un ex compañero de clase radicalizado.

Con todo, el ensayo de McEwan sigue haciendo las preguntas correctas y dando respuestas sensatas. Otra cosa es que, en este momento, el resto del mundo se limite a encogerse de hombros ante la mera idea de que la literatura pueda influir en la política. Como Henry Miller.

El 23 de diciembre de 1936, George Orwell visitó a Henry Miller en su casa de París, en el barrio de Montparnasse. Ambos se caían bien y se admiraban mutuamente. Pero no podían ser más distintos. Orwell no solo era un socialista que había demostrado su compromiso político con obras como 'El camino de Wiegan Pier', un estudio sobre las penosas condiciones de vida de las clases trabajadoras en el norte industrial de Inglaterra, sino que se encontraba en París de camino a España. Allí se uniría a las fuerzas republicanas que luchaban, al principio de la Guerra Civil, contra los nacionalistas que habían llevado a cabo un alzamiento. Miller, en cambio, detestaba la política y despreciaba el compromiso. Era bohemio y hedonista, y sus novelas reflejaban su negativa a asumir las convenciones sociales; unas novelas, moral y políticamente provocadoras, que habían sido prohibidas en Estados Unidos por la crudeza de sus pasajes sexuales.