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El conservadurismo, fuente de progreso
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El conservadurismo, fuente de progreso

Publicamos un texto inédito en España de Michel Houellebecq, recogido en el libro 'Más intervenciones' (Anagrama), un volumen que reúne más de una treintena de reflexiones del escritor sobre variados asuntos

Foto: El escritor francés Michel Houellebecq. (EFE/Juan Herrero)
El escritor francés Michel Houellebecq. (EFE/Juan Herrero)

La paradoja solo es aparente: El conservadurismo puede ser fuente de progreso, del mismo modo que la pereza puede ser madre de la eficacia. Lo que explica en gran parte que comprender la actitud conservadora sea tan poco frecuente.

Desde la aparición del vocablo "nuevo reaccionario" en la obra del astuto Lindenberg, nadie que yo sepa ha sido capaz de otorgarle un significado. El conjunto, no definido en cuanto a entendimiento, tampoco lo está respecto a su extensión, como apuntaba sutilmente Jacques Braunstein en Elle. Creo que el primer objetivo del coloquio de Deauville es encontrar una salida a esta ambigua situación que, más allá del desafortunado Lindenberg, pone gravemente en tela de juicio la credibilidad intelectual de su socio comanditario, el "poli" Plenel, y la propia consistencia del "pensamiento de izquierda" que encuentra en él uno de sus últimos destellos (como el fulgor muerto de astros ya extinguidos, etc.).

placeholder Portada de 'Más intervenciones', una recopilación de textos de Michel Houellebecq.
Portada de 'Más intervenciones', una recopilación de textos de Michel Houellebecq.

Con la idea de evitar un fracaso perjudicial para el futuro de cualquier debate, voy a intentar despejar un poco el camino. Ontológicamente, la reacción presupone la acción; por lo tanto, si existen nuevos reaccionarios, es que tiene que haber nuevos progresistas. ¿Cómo definirlos? Retomando la ingeniosa terminología de Taguieff, podemos asimilar con facilidad el nuevo progresismo al culto del cambio por el cambio, que él llama bougisme.

Al contrario que sus mayores, el nuevo progresista no identifica el progreso por su contenido intrínseco, sino por su carácter de novedad. Vive, en definitiva, en una especie de epifanía permanente, muy hegeliana en su necedad, donde todo lo que surge vale por el simple hecho de surgir. Por tanto, sería tan reaccionario oponerse al tanga como al velo islámico, al loft tanto como a las prédicas de Tariq Ramadan. Todo lo que surge es bueno.

El nuevo reaccionario, sin embargo, reacio por principio a la novedad, aparece como una especie de gruñón; si los términos tuvieran el sentido que les corresponde, sería exactamente lo que deberíamos llamar un conservador (monárquico en una monarquía, estalinista durante Stalin, etc.). A primera vista, ambas actitudes parecen igualmente estúpidas en su mutua oposición a la postura otorgada por el sentido común de aprobar la novedad si es buena, y rechazarla si es mala. No obstante, esta simetría solo es exacta en parte. Llegados a este punto, sería posible proponer unas catorce observaciones; por falta de espacio, me voy a limitar a dos.

La pereza que lleva a la síntesis, a la búsqueda de rasgos comunes más allá de las diferencias superficiales es, a nivel intelectual, una virtud

En primer lugar, la innovación cansa. Toda rutina, buena o mala, tiene la ventaja de ser rutinaria, es decir, de poder llevarse a cabo con un mínimo esfuerzo. La raíz primordial de cualquier conservadurismo es la pereza intelectual. Ahora bien, la pereza que lleva a la síntesis, a la búsqueda de rasgos comunes más allá de las diferencias superficiales es, a nivel intelectual, una potente virtud. En matemáticas, entre dos demostraciones igualmente rigurosas, siempre se prefiere la más breve, que cansa menos la memoria. De hecho, la elegancia de una demostración, un concepto bastante misterioso, es casi equivalente a su brevedad (lo que no tiene nada de sorprendente, si consideramos que la elegancia de un movimiento se puede medir más o menos por su economía).

En segundo lugar, la primera condición del método científico en conjunto (tradicionalmente concebido como alternancia entre las fases de elaboración teórica y las de verificación experimental) es una disposición al pensamiento esencialmente conservador. Una teoría es algo valiosísimo, adquirido tras enormes esfuerzos, y un científico solo se resigna a abandonarla si los datos experimentales le obligan claramente a hacerlo. Y puesto que solo renuncia a una teoría por motivos serios, nunca sentirá la tentación de retomarla.

Por lo tanto, este conservadurismo de principios tiene por corolario la posibilidad de avances efectivos e incluso, si las circunstancias lo permiten, de auténticas revoluciones (llamadas, desde Kuhn, "cambios de paradigma"). En consecuencia, no es en absoluto paradójico afirmar que el conservadurismo es fuente de progreso, del mismo modo que la pereza es madre de la eficacia.

placeholder Foto de archivo de Michel Houellebecq. (EFE)
Foto de archivo de Michel Houellebecq. (EFE)

La traducción política de tales principios, lo admito, no tiene nada de inmediato; por eso la actitud conservadora, moderadamente simpática, de pobre contenido ideológico, es tan poco comprendida.

Utilizando una metáfora, diré que el conservador tiene tendencia a idealizar la sociedad, imaginándola como una máquina perfecta en la que el paso de una generación a la siguiente se efectúa con un mínimo esfuerzo, en la que se intenta minimizar el sufrimiento y las imposiciones del mismo modo que, en mecánica, se intenta minimizar el rozamiento (lo cual desemboca, por ejemplo, en una limitación drástica de la densidad de población). En todas las circunstancias, meditará los principios, impregnados del taoísmo poitevino, típico del difunto senador Queuille ("No hay problema político que no pueda resolverse mediante la inacción"); no olvidará la frase del viejo Goethe según la cual "más vale una injusticia que un desorden" (cínica tan solo en apariencia, si tenemos en cuenta el potente fermento de injusticias que constituye cualquier desorden).

Al contrario que el reaccionario, el conservador carece tanto de héroes como de mártires; aunque no salva a nadie, tampoco causa víctimas

Sin duda, uno de los últimos conservadores auténticos fue ese lord inglés, citado por Huxley, que en 1940 envió una carta al correo de los lectores del Times en la que sugería poner fin a la guerra mediante un acuerdo (el Times, "diario conservador en el pasado", se negó a publicarla).

Consciente de que la vida de los hombres se desarrolla en un entorno biológico, técnico y sentimental (es decir, político solo muy en segundo plano), consciente de que su objetivo es la consecución de metas privadas, el conservador siente un rechazo instintivo por cualquier convicción política comprometida. El rebelde, el resistente, el patriota, el incitador a los disturbios le parecen, ante todo, individuos despreciables, movidos por la estupidez, la vanidad y el deseo de violencia.

Al contrario que el reaccionario, el conservador carece tanto de héroes como de mártires; aunque no salva a nadie, tampoco causa víctimas; en suma, no tiene nada de especialmente heroico; pero es, y en esto consiste uno de sus atractivos, un individuo muy poco peligroso.

Este texto fue publicado en 'Le Figaro' el 8 de noviembre de 2003 y reeditado en 'Houellebecq' (L'Herne, 2017).

La paradoja solo es aparente: El conservadurismo puede ser fuente de progreso, del mismo modo que la pereza puede ser madre de la eficacia. Lo que explica en gran parte que comprender la actitud conservadora sea tan poco frecuente.

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