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'Pinocho de Guillermo del Toro': una bellísima joya artesana de animación
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'Pinocho de Guillermo del Toro': una bellísima joya artesana de animación

Después de 14 años intentando sacar adelante el proyecto, el director mexicano estrena en salas su personalísima adaptación de Collodi, que llegará a Netflix el 9 de diciembre

Foto: Para Guillermo del Toro, 'Pinocho' ha sido una obsesión de la infancia que por fin ha hecho realidad. (Netflix)
Para Guillermo del Toro, 'Pinocho' ha sido una obsesión de la infancia que por fin ha hecho realidad. (Netflix)

Otro Pinocho más. Y ya van tres adaptaciones en los últimos años, dirigidas por grandísimos cineastas —Garrone, Zemeckis, Del Toro— con mayor o menor atino. Dos de ellas, con actores reales. Una de animación. Y las que existían previas, como la de Roberto Benigni de 2002 —con la que el actor y director de La vida es bella acabó arruinado y cada vez más alejado del cine— o el clásico de Disney de 1940. Poco más que añadir prometía la última de las versiones, la de Guillermo del Toro, que lleva 14 años detrás intentando levantar un proyecto con el que lleva obsesionado desde su niñez. Poco prometía, pero, al contrario, Del Toro ha regalado una de las animaciones más bellas de los últimos años, un trabajo de artesanía delicado y detallista al nanómetro, lleno de magia, una obra de filigrana emotiva y encantadora que transporta al adulto de vuelta a esa capacidad infantil de fascinación y encantamiento. Se estrena, por cierto, este fin de semana en las salas de cine y el 9 de diciembre en Netflix.

Dentro de la película se traduce el cariño de Del Toro hacia la novela de Carlo Collodi. El cuidado y la pasión concentrados en cada plano. El mimo a los acabados de los personajes, que en sí parecen construidos a base de madera, y a los decorados, en los que hasta el más imperceptible de los elementos está trabajado con la mayor de las atenciones. El movimiento de la animación stop motion, en la que el director insufla vida a las marionetas como el propio Geppetto al trozo de leño. El hecho de que sea una animación artesanal, de objetos físicos, de una labor paciente y laboriosa para las que parece que la industria ya no tiene tiempo, hacen de este Pinocho del Guillermo del Toro un artefacto taumatúrgico, como si guardara dentro de él un poder sobrenatural. A ello también ha contribuido la codirección de Mark Gustafson, responsable de la animación de otra joya como El fantástico Mr. Fox de Wes Anderson.

placeholder Del Toro traslada su Pinocho a la Italia fascista. (Netflix)
Del Toro traslada su Pinocho a la Italia fascista. (Netflix)

A lo largo de su carrera, Del Toro ha demostrado un interés particular en la contraposición de dos ideas opuestas: la fantasía de los niños frente a la intransigencia del pensamiento totalitario. Tema que ya abordó en El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), por ejemplo. Por eso Del Toro traslada la acción de su Pinocho desde finales del siglo XIX —Collodi publicó su novela en 1883— hasta la Italia fascista de los años 40 del siglo XX. Una traslación que le sirve para reivindicar el librepensamiento frente al dogma ideológico, representado en este caso por el clima represivo de la Italia del Duce, encarnada en la figura del podestà (Ron Perlman), la curia (Burn Gorman) y el pueblo obediente y fanático. Por cierto, el Duce protagoniza un pequeño cameo.

El Pinocho de Del Toro es luminoso dentro de un contexto oscuro y adulto. La ternura y el humor con el que compone al protagonista (Gregory Mann) equilibran una historia, coescrita junto al guionista Patrick McHale, guionista de ¡Hora de aventuras!, en la que se tratan temas como la muerte de una manera cruda. La historia arranca cuando Geppetto (David Bradley), el carpintero del pueblo, pierde a su hijo Carlo durante un bombardeo. Geppetto no supera el duelo y se entrega al alcoholismo y, años más tarde, durante una de sus borracheras, construye una marioneta de madera con forma de niño. Una especie de hada lo despierta a la vida para que aplaque el dolor del hombre y le dé un motivo para seguir viviendo. El relato parte de la voz de Sebastián Grillo (Ewan McGregor), efectivamente un grillo con ínfulas literarias que vive en el interior del tronco con el que Geppetto construye a Pinocho. Como en la novela, Grillo actuará como conciencia del niño, que no nace con la idea de rebelarse frente a las normas, sino que, al principio, simplemente, las desconoce.

placeholder El cuidado con el que están diseñados los personajes convierte a 'Pinocho' en una obra de arte. (Netflix)
El cuidado con el que están diseñados los personajes convierte a 'Pinocho' en una obra de arte. (Netflix)

Del Toro utiliza la idea de marioneta para señalar los mecanismos de control de la sociedad totalitaria, miedosa y prejuiciosa, y que ve a Pinocho como un objeto del diablo. En los muros de las calles del pueblo, pancartas fascistas que impelen a obedecer, mientras que a los vecinos adultos solo les vemos en misa, en actitud sumisa al grupo y a la autoridad. Los niños, por su parte, pasan del colegio y el circo a un campamento de reclutamiento para que entreguen su vida por su país. A pesar de la representación de la guerra luchada por muchachos que apenas han llegado a la pubertad, el Pinocho de 1940 se mantiene a la cabeza como la más terrorífica de las adaptaciones gracias a esa secuencia en la que los niños malos que fuman, beben, juegan y no estudian acaban convertidos en mulas de carga. Si la novela era un cuento moral sobre los peligros de la desobediencia, Pinocho de Guillermo del Toro propone exactamente lo contrario: es un alegato a favor de la insumisión. Aunque esta también tiene consecuencias.

El cineasta mexicano se hace visible en cada decisión estética, en cada criatura sobrenatural que aparece en pantalla. También en ese ligero azúcar que reviste todas sus películas. Y no es malo, ni siquiera el final que propone, que conmueve hasta a quienes tengan el corazón de esparto. El Pinocho vital y entrañable creado por Del Toro se enfrenta a la madurez a base de reveses en el camino —el avaricioso conde Volpe (Cristoph Waltz), que quiere explotar al niño de madera como atracción de feria, o el podestà del pueblo, que quiere enviarlo al Ejército por su robustez y su imposibilidad de morir, una cualidad que centra uno de los principales gags de la película—. Y lo arriesgado de la apuesta de Del Toro es el diseño del propio Pinocho, que, lejos de la imagen cándida de anteriores adaptaciones, es más parecido a un monstruo que al protagonista de un cuento de niños. A contracorriente de las modas, Del Toro no busca la originalidad ni la sorpresa ni la parte de una ambición de transgredir, sino que es un ejercicio nostálgico sobre un tipo de cine que ya no se hace y que, probablemente, interese a pocos. Una regresión a un tipo de cine más sencillo en su forma de conectar con las emociones, pero mucho más entregado en la creación de algo especial y único, de insuflar algo de magia a una pantalla de cine.

Otro Pinocho más. Y ya van tres adaptaciones en los últimos años, dirigidas por grandísimos cineastas —Garrone, Zemeckis, Del Toro— con mayor o menor atino. Dos de ellas, con actores reales. Una de animación. Y las que existían previas, como la de Roberto Benigni de 2002 —con la que el actor y director de La vida es bella acabó arruinado y cada vez más alejado del cine— o el clásico de Disney de 1940. Poco más que añadir prometía la última de las versiones, la de Guillermo del Toro, que lleva 14 años detrás intentando levantar un proyecto con el que lleva obsesionado desde su niñez. Poco prometía, pero, al contrario, Del Toro ha regalado una de las animaciones más bellas de los últimos años, un trabajo de artesanía delicado y detallista al nanómetro, lleno de magia, una obra de filigrana emotiva y encantadora que transporta al adulto de vuelta a esa capacidad infantil de fascinación y encantamiento. Se estrena, por cierto, este fin de semana en las salas de cine y el 9 de diciembre en Netflix.

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