Es noticia
La mística francesa que vino a combatir a España con Durruti y metió el pie en una sartén
  1. Cultura
historia

La mística francesa que vino a combatir a España con Durruti y metió el pie en una sartén

Un libro recuerda el accidentado paso por la guerra civil española de la tan extraordinaria como estrafalaria filósofa Simone Weil y del no menos apasionante George Bernanos

Foto: Simone Weil
Simone Weil

La mujer delgada y miope de 27 años cambia de tren en Perpiñán y cruza sola la frontera en agosto de 1936. Arrastra una maleta de cuero marrón con dos camisas gruesas, un jersey, una cazadora, cinco cajetillas de Gauloises, lápices y un cuaderno de notas. Es una de las filósofas más originales del siglo XX, una mística judía amiga de los miserables, de la hez de la sociedad, pacifista militante que, sin embargo, dos días antes en París, decidió de pronto, presa de uno de esos fervores repentinos que tanto temen sus amigos y familiares, venir a España a combatir por la República en la Guerra Civil Española. Cuando Simone Weil llega a la estación de Francia en Barcelona y se hospeda en un cuartucho de la Diagonal, escribe su primera anotación en su diario: "Nada ha cambiado, en efecto, salvo en un detalle: el poder ha pasado al pueblo".

En Barcelona, ya enfundada con su mono de miliciana, Weil se reencuentra con dos amigos, dos aventureros libertarios parisinos y los tres cogen un Ford negro sin capota y se dirigen al frente de Aragón con la intención de sumarse a la columna del anarquista Buenaventura Durruti, quien ya es una leyenda viviente (viviente por poco tiempo) que dirige las operaciones militares desde una cabaña en Bujalaroz plantada en mitad del fuego enemigo. El retroceso del primer disparo que pega aquella francesa escuálida la hace salir despedida metro y medio más atrás mientras la bala se pierde en el cielo. No importa. En su estrafalario y variopinto grupo de la Columna Durruti, nadie dispara mucho mejor. Y hay que liberar Zaragoza del yugo fascista. ¡En marcha!

De la extraordinaria peripecia que durante 45 días vivió Simone Weil en la guerra de España se ocupa un librito hermoso y terrible, un ensayo biográfico novelado del joven escritor galo Adrien Bosc que conmocionó a principios de año al lector francés y que ahora llega a nuestro país traducido por José Manuel Salmerón y con el título de La columna (Tusquets). Y que culmina, tras la tragicómica noche en la que, después un bombardeo enemigo, Simone emerge de su escondite, mete el pie en una sartén de aceite hirviendo y debe ser evacuada del frente a toda prisa, termina, decimos, con un inesperado y tan duro como esperanzador colofón en forma de carta.

placeholder 'La columna', de Adrien Bosc (Tusquets)
'La columna', de Adrien Bosc (Tusquets)

"A la muerte del escritor George Bernanos, el 5 de julio de 1948, se descubrió en su billetera una carta firmada por Simone Weil. Era una gran hoja de papel gastada, doblada en ocho y metida del revés en un bolsillo. Tenía los bordes rozados y ambos lados ennegrecidos, las dos caras escritas con una letra infantil. Llevaba diez años allí guardada, pasando de chaqueta en chaqueta. Era una de las dos cartas, junto con la de monseñor Fontenelle, que Bernanos conservó toda su vida en la billetera. No sabemos si contestó. Seguro que no. Nada hay en los archivos. En esa carta, Simone habla de la guerra de España y de la lectura de Los grandes cementerios de la luna. Y expresa un desengaño que es reflejo del de Bernanos, quien cuenta las sangrientas operaciones de los nacionales y las tropas italianas en la isla de Mallorca".

Adrien Bosc reproduce íntegramente en La columna la misiva que Weil envío al católico y conservador Bernanos, quien, residente durante los años de la guerra civil en Mallorca y amigo de los falangistas, repudió, sin embargo, las ominosas matanzas franquistas, los fusilamientos en los camposantos al anochecer y los montones de cadáveres en las cunetas. Weil, desde el otro lado de la trinchera, le confiesa que ella ha dejado de creer en la victoria republicana porque ha visto lo mismo. Y refiere entonces una historia concreta que lo cambió todo. Una noche, ella misma atrapó a un falangista de solo quince años que aseguraba entre lágrimas que lo habían enrolado a la fuerza. Se lo entregó a Durruti confiando en su célebre magnanimidad, pero el anarquista, después de perorar durante una hora sobre las bondades de la Idea, dio al prisionero 24 horas para decidir si cambiarse de bando y luchar contra sus compañeros del día anterior o ser fusilado. Al día siguiente, el chico dijo que no.

Y lo mataron.

Y dos finales más

El 20 de noviembre de 1936, hace justo 86 años, cuando murió en el hotel Ritz de Madrid tras recibir un balazo desconocido en el frente de Ciudad Universitaria, todos los bienes de Buenaventura Durruti se reducían a una muda de ropa interior, un par de pistolas, unos prismáticos y unas gafas de sol. El aterrizaje de su cadáver en Barcelona apenas dos días después hizo que la ciudad colapsara. Más de cien mil personas salieron a las calles bajo la lluvia para despedir al héroe mientras cantaban el himno anarquista 'Hijos del pueblo'. La comitiva fúnebre tenía que disolverse después de los discursos, pero la masa de gente no se movía de su sitio, fue imposible llegar al cementerio y, en el último momento, el sepelio tuvo que aplazarse al día siguiente. Cuando horas después, al fin, las personas que estaban allí regresaron a sus casas, millares de coronas quedaron abandonadas en los charcos.

placeholder Buenaventura Durruti
Buenaventura Durruti

A finales de 1942 una francesa "preparada para matar alemanes" llamada Simone Weil, se embarcó en un carguero que de Nueva York iba a llevarla de regreso a Europa de donde había escapado al exilio con su familia tan solo unos meses antes. Nada más llegar a Inglaterra, en el instante decisivo de la Segunda Guerra Mundial, Weil se presentó en las instalaciones de la Francia Libre y se ofreció para lanzarse inmediatamente en paracaídas -aseguró haber estudiado los manuales al respecto- sobre suelo francés para combatir. No hace falta decir que quienes recibieron atónitos la propuesta de aquella mujer menuda, cegata y claramente enferma, la despacharon al instante. "Pero, ¡si está loca!", habría comentado el general De Gaulle. Le propusieron a cambio que preparase un informe para esbozar la fase posterior a la victoria sobre Hitler y Weil, filósofa, políglota y una de las inteligencias más luminosas del siglo XX, se aplicó a ello con su obsesión habitual, dejando prácticamente de comer y dormir. Un día la encontraron en el suelo de su cuarto y fue llevada al hospital donde murió el 24 de agosto de 1943. Tenía treinta y cinco años.

La mujer delgada y miope de 27 años cambia de tren en Perpiñán y cruza sola la frontera en agosto de 1936. Arrastra una maleta de cuero marrón con dos camisas gruesas, un jersey, una cazadora, cinco cajetillas de Gauloises, lápices y un cuaderno de notas. Es una de las filósofas más originales del siglo XX, una mística judía amiga de los miserables, de la hez de la sociedad, pacifista militante que, sin embargo, dos días antes en París, decidió de pronto, presa de uno de esos fervores repentinos que tanto temen sus amigos y familiares, venir a España a combatir por la República en la Guerra Civil Española. Cuando Simone Weil llega a la estación de Francia en Barcelona y se hospeda en un cuartucho de la Diagonal, escribe su primera anotación en su diario: "Nada ha cambiado, en efecto, salvo en un detalle: el poder ha pasado al pueblo".

El redactor recomienda