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Moradiellos: "Ni la guerra empezó en el 34 ni la República fue una dictadura comunista"
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18 de julio

Moradiellos: "Ni la guerra empezó en el 34 ni la República fue una dictadura comunista"

Ochenta años después del alzamiento militar que inauguró el conflicto el historiador actualiza las últimas investigaciones en 'Historia mínima de la Guerra Civil española'

Foto: Robert Capa inmortalizó la ceremonia de despedida de las Brigadas Internacionales
Robert Capa inmortalizó la ceremonia de despedida de las Brigadas Internacionales

En la madrugada del 18 de julio de 1936, hace justo 80 años, Francisco Franco se sublevó en Canarias contra la legalidad republicana un día después de que un alzamiento similar triunfara en Melilla. En el manifiesto difundido como justificación del golpe, el general que se convertiría en jefe de los rebeldes advertía: "En estos momentos el Ejército, la Marina y fuerzas de Orden Público se lanzan a defender la Patria. La energía en el sostenimiento del orden estará en proporción a la magnitud de la resistencia que se ofrezca". Lo cierto es que no esperaban mucha resistencia sino más bien una rápida toma del poder en todo el país. Las autoridades republicanas, por su parte, menospreciaron la importancia de aquella asonada africana. Un doble error catastrófico que despeñó al país en el abismo de la guerra civil durante casi tres años y de una dictadura militar otros cuarenta.

Foto: El historiador y economista Ángel Viñas (EFE)

La guerra civil española parece uno de esos asuntos que, debido a las desagradables reacciones que aún provoca, es mejor dejar en las asépticas manos de los historiadores. Uno de los especialistas que con mayor detenimiento ha estudiado las causas, la evolución y el alcance de la contienda es Enrique Moradiellos, que se atreve ahora a resumir su extensa bibliografía anterior en un sólo libro: 'Historia mínima de la Guerra Civil Española" (Turner, 2016). Un compendio impecable de las claves del violento naufragio democrático español, del papel de sus principales protagonistas, del teatro internacional en el que se desenvolvieron los acontecimientos y que actualiza además los resultados de las últimas investigaciones.

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PREGUNTA. Se propone usted explicar la guerra civil, según afirma en el prefacio del libro, "sin ánimo beligerante sectario, ni propósito maniqueo intencionado". Y prosigue: "la tarea no es nada sencilla". ¿Ni siquiera 80 años después?

RESPUESTA. La guerra civil fue un cataclismo colectivo que partió por la mitad a la sociedad española y abrió las puertas a un infierno de violencia y sangre. Y sigue formando parte de nuestro presente actual al menos por tres razones combinadas: porque es el tiempo de nuestros abuelos, muchos de los cuales todavía viven; porque pervivió como hito fundacional del régimen dictatorial triunfante en la misma, que duró casi 40 años más; y porque el legado de dolor y sufrimiento del conflicto perdura, aunque sólo sea en forma de fosas anónimas pendientes de exhumar. Por eso la guerra sigue siendo una referencia frecuente de identificación política e ideológica pese a los años transcurridos. Y por eso se utiliza a menudo como factor de crítica y de denuncia contra el adversario político actual. Ello no obedece a una rareza de los españoles porque esta pervivencia de los traumas es algo natural en sociedades legatarias de fracturas históricas de ese calado. Pero la tarea de la historiografía es, por definición, superar esos condicionantes y ofrecer una lectura interpretativa superadora de la propaganda y de las simplificaciones maniqueas y monocausales. Es difícil, pero no imposible.

La guerra civil sigue siendo una referencia frecuente de identificación política e ideológica pese a los años transcurridos

P. Para evitar ese maniqueísmo, ¿hay que arrojar definitivamente a la basura la dialéctica de "buenos y malos"?

R. Desde luego, la visión que ofrece la historia, decantada por siglos de tradición intelectual, se compadece muy mal con la simplificación dualista del todo o nada, del bien o del mal, de la explicación monocausal y omnicomprensiva, que es más propia de la interpretación mítica de los fenómenos sociales. Sobre todo porque la lectura histórica exige estar atento al matiz intermedio, a las zonas de sombras grises del espectro cromático, a la explicación por confluencia de causas plurales razonadas y demostradas. En este sentido, la labor de la disciplina humana de la historia es siempre bastante opuesta al mito sagrado porque es fundamentalmente desacralizadora en su búsqueda de la cruda verdad, que suele ser más incómoda que tranquilizadora. Me atrevería a decir que la historia es por definición desmitificadora porque es necesariamente crítica y anti-dogmática: demanda distancia personal respecto de los fenómenos analizados y rechaza la adhesión emotiva que suele oscurecer la comprensión de la razón de las cosas. Dicho en palabras de Tácito, ya más que milenarias, la historia sólo se escribe 'bona fides, sine ira et studio': con buena fe interpretativa de partida, sin encono partidista sectario y tras meditada reflexión sobre los materiales probatorios disponibles.

P. Describe en el libro como la dinámica entre revolución y reacción devoró a los partidos republicanos justo antes de la guerra. ¿En qué momento aquel baile infernal se tornó imparable?

R. Cabría empezar por sentar una tesis básica que es uno de los grandes frutos de la investigación histórica de los últimos decenios: la guerra civil no fue el producto exigido por ninguna prescripción inmanente del pasado histórico español ni tampoco fue la derivación de ninguna finalidad teleológica misteriosa. La crisis bélica que estalla en el verano de 1936 no era la manifestación última del sempiterno conflicto entre “dos Españas” secularmente mal avenidas por alguna maldición divina que pesaba sobre el país y sus habitantes. Tampoco era el resultado final de una crónica de una guerra anunciada desde 1931, tras la pacífica proclamación de la Segunda República, o desde 1934, tras el fracaso de la tentativa insurreccional socialista y catalanista. Y, desde luego, tampoco era el producto de un supuesto carácter nacional español definido por el gusto por la violencia y la incapacidad para vivir en democracia.

Todo eso son pseudo-explicaciones que se derrumban a la hora de comprobar que la contienda estalla en julio de 1936 y no antes, que no hubo sólo “dos Españas” en pugna durante el quinquenio democrático republicano sino tres proyectos alternativos virtualmente idénticos a los que había en toda Europa, y que ese recurso a la violencia innata hispana nos deja huérfanos ante las evidencias del tránsito pacífico de la Monarquía a la República en 1931 y de la ausencia de violencia generalizada hasta seis años después. Por consiguiente, por mera eliminación, la posibilidad de que la guerra deviniera realidad sólo puede entenderse atendiendo a la dinámica socio-política del primer semestre de 1936, con su extraordinario contexto de crisis económica brutal, grave polarización socio-cultural y aguda crisis de representación política e institucional consecuente. Sin atender a ese semestre decisivo, no comprendemos nada.

La guerra estalla en julio de 1936 y no antes, no hubo sólo “dos Españas” en pugna sino tres y tampoco se sostiene lo de la violencia innata hispana

P. Detalla dos grandes mitos contrapuestos sobre lo ocurrido. El primero es el de la guerra civil como gesta heroica. Ni se trató un combate entre la España católica y la anti España atea ni entre antifascistas oprimidos y fascistas opresores. Pero cuando en los 60, según cuenta, tales visiones maniqueas son sustituidas, nace una nueva visión no menos mitológica: la guerra fue una "locura trágica" y "un fracaso de todos los españoles". Se iniciaba así la reconciliación nacional pero no mejoraba la explicación de lo ocurrido.

R. Los mitos ofrecen explicaciones claras, sencillas y rotundas a fenómenos que son generalmente oscuros, complejos y difusos. Y funcionan porque suelen dar razones explicativas aparentes a personas que no tienen ni tiempo, ni ganas, ni quizá formación para entender las cosas en profundidad y con atención a los matices y gradaciones. Es como si operara una especie de ley de Gresham intelectual: la mala moneda desplaza a la buena. Los dos mitos que surgieron para comprender la guerra obedecían a dos momentos históricos diferentes: la visión de la guerra como gesta heroica de “buenos” contra “malos” era esencialmente un mito de combate apropiado para los tiempos de lucha binaria y su inmediata posterioridad; la visión de la guerra como locura trágica de responsabilidad compartida en alguna medida era un mito de reconciliación nacional apropiado para décadas posteriores y con ánimos más calmados. Pero ambas lecturas tienen el mismo formato mítico y mantienen la misma estructura maniquea: las dos Españas mutuamente culpables de su contienda. Aunque tengan distinta utilidad política: con el primero justificamos nuestra causa bélica y deslegitimamos al enemigo inmoral; con el segundo cimentamos la reconciliación nacional sobre la base del reconocimiento de culpas propias y la renuncia a la inculpación exclusiva ajena.

P. 'Los mitos de la Guerra civil' se titulaba precisamente un libro publicado por Pío Moa en 2003 que iniciaba la corriente historiográfica que dio en llamarse "revisionista". Aquellos libros vendieron montones de ejemplares y se convirtieron en todo un fenómeno. ¿Cómo se explica su éxito?

R. Primero, me gustaría señalar que la historia, como disciplina social y humanística sometida a principios operativos y deudora de unos métodos de trabajo, siempre está revisando sus propios postulados y los frutos de sus investigaciones. Pero una cosa es revisar lo ya escrito y conocido y otra muy distinta es reactualizar los caducos mitos históricos del franquismo. Y yo creo que de eso trataba mucha de la mal llamada literatura “revisionista” sobre la guerra civil de la que el señor Moa participaba: una reactualización de lo que fue doctrina oficial historiográfica del régimen franquista sin apenas modificaciones apreciables, ya sea en interpretaciones ya en fuentes probatorias documentales.

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Por eso creo que aquella literatura era más bien propaganda presentista de clara intencionalidad política derechista y con un básico objetivo: impugnar la enormidad de los crímenes cometidos en el franquismo con el argumento de que la violencia la iniciaron “los otros” y que la exclusiva responsabilidad del fracaso de la democracia republicana era cosa de la izquierda irresponsable y antidemocrática. En gran medida, como operación de manipulación histórica, constituyó una forma de volver a las andadas, como en la época de los abuelos, con los muertos como factor de legitimación propia y demonización ajena. Creo que el paso del tiempo, el cambio generacional y la evolución política general en el mundo occidental, han desacreditado mucho esas visiones militantes y reducido su impacto en la opinión pública.

La mal llamada literatura “revisionista” sobre la guerra civil de la que el señor Moa participaba era una reactualización de la doctrina franquista

P. Usted mismo publicó un libro que llevó por faja "contra las mentiras de Pío Moa". ¿Cuál es su valoración de Moa como historiador y, en general, de la calidad historiográfica de aquel boom editorial?

R. Aquella banda promocional del libro era equívoca y descortés y presenté al afectado mis disculpas por una decisión editorial en la que no tuve ni arte ni parte. Dicho esto, según mi leal y siempre falible saber y entender, la labor del señor Moa se halla seriamente lastrada por graves defectos historiográficos: persiste en simplificar abusiva y apasionadamente los complejos procesos históricos tratados; se inclina a lograr una efectista coherencia argumentativa a costa de crecientes dosis de dualismo interpretativo claramente maniqueo; y evidencia una parcialidad acrítica en el uso selectivo de fuentes informativas bibliográficas, hemerográficas y archivísticas. Sin olvidar un hecho nada baladí: su supuesta “revisión” a fondo de las versiones sobre nuestro pasado reciente es muy poco novedosa porque coincide esencialmente con lo que fue doctrina oficial historiográfica durante los casi cuarenta años del régimen franquista. Lamentamos la molestia que causa esta afirmación pero cualquiera puede acudir a las obras de historiadores franquistas como Arrarás, Martínez Bande o La Cierva para apreciar su veracidad. En este sentido, creo que el señor Moa contraviene varios principios básicos del género historiográfico, por más que tenga indudables virtudes retóricas y grandes facultades como propagandista. Pero esos méritos cuentan muy poco en la mansión de Clío, me temo.

P. Las dos tesis principales de aquella ola afirmaban que 1) la guerra la había empezado la izquierda en octubre del 34 y 2) la victoria nacional salvó a España de una dictadura comunista. ¿Cuál es su grado de verosimilitud?

R. En efecto, entre las tesis básicas de esa lectura interpretativa se encuentran esas dos mencionadas y con mucha lógica. Si la guerra empezó en octubre de 1934, es evidente que los promotores del golpe militar de julio de 1936 quedan exonerados de toda culpa ya que sólo habrían actuado en “legítima defensa”, reaccionando justificadamente contra un ataque previo con una operación militar, pese a que ello supusiera romper la legalidad constitucional, abrir las puertas a la violencia generalizada y forzar una prueba de fuerza con una cosecha de más de medio millón de muertos en conjunto. Y si el enemigo a batir en aquella prueba de fuerza fuera una dictadura comunista y no un gobierno constitucional elegido en urnas libres apenas seis meses antes, entonces la fortaleza moral de la causa insurgente sería imbatible y no tendría que rendir cuentas de su inequívoca voluntad antiliberal, antidemocrática y antimodernista. Pero es evidente que las cosas no eran exactamente así.

En primer lugar, porque la guerra civil, como conflicto bélico prolongado entre grupos armados bien definidos, comenzó el 17 de julio de 1936 al estallar una amplia (pero no unánime) insurrección militar contra el gobierno republicano del Frente Popular. El hecho de que esa insurrección fuera muy amplia, pero no abrumadora ni unánime, permitió que otra facción del Ejército se opusiera a la misma y consiguiera aplastarla en casi la mitad de España. Así empezó la guerra civil: no en 1934. Y, en segundo lugar, el enemigo de los sublevados, en julio de 1936 y posteriormente fue un gobierno republicano batido por la insurrección en los frentes, socavado por la revolución en su retaguardia y básicamente aislado en el exterior por sus debilidades propias y las de otras democracias occidentales. La República en guerra fue escenario de una precaria convivencia entre fuerzas democráticas reformistas y fuerzas revolucionarias y comunistas, sin duda. Pero nunca se convirtió en una simple dictadura comunista y revolucionaria y siempre mantuvo los rasgos básicos de un régimen democrático parlamentario y constitucional, pese a las limitaciones impuestas por la guerra y las fricciones políticas internas.

En resumen: la guerra empezó en julio de 1936 por un golpe militar reaccionario parcialmente fallido en la mitad del país y se convirtió en una prueba de fuerza de reaccionarios contra una combinación inestable y precaria de reformistas y revolucionarios. Esa es la triste y compleja verdad de los hechos.

La guerra enfrentó a reaccionarios y a una combinación inestable de reformistas y revolucionarios. Esa es la triste y compleja verdad

P. ¿Qué le gusta y qué no del proceso iniciado en 2007 con la Ley de Memoria Histórica?

R. Aunque sea casi inútil, quiero dejar constancia de mi rechazo profesional al uso del término “Memoria Histórica” en singular y en mayúscula. No hay tal cosa. Hay “memorias” sobre el pasado histórico que son siempre plurales y en minúscula porque cada uno recuerda lo que vivió en primera persona (si tiene recuerdos y edad para ello) o lo que otras le han contado sobre el pretérito (y entonces es una información derivada y no vivencia rememorada). La Historia, como conocimiento que quiere ser riguroso y probatorio, surge de la criba de los testimonios en conflicto y del cotejo de los mismos con la documentación material persistente. Por eso reducir la historia a un adjetivo de la memoria sustantivada es algo más que problemático y discutible.

Dicho esto, creo que ese pseudo-concepto evoca un conflicto de lecturas interpretativas sobre la guerra civil virtualmente insoluble porque la contienda escindió por la mitad al país y provocó una hemorragia de sangre de víctimas de ambas partes (más de cien mil a manos franquistas, no menos de 55.000 a manos republicanas). Los familiares de unas víctimas (las ocasionadas por el bando republicano derrotado) tuvieron la fortuna de ver sus cadáveres recuperados, honrados sus lugares de reposo y gratificados sus deudos y herederos. Los otros familiares de víctimas (las ocasionadas por el bando franquista vencedor) tuvieron que sufrir el oprobio de la vergüenza, carecieron de amparo legal para sus deudos y hubieron de renunciar a recuperar sus cadáveres de las fosas comunes. Compensar esas situaciones es casi una obligación para un Estado democrático, no debería reabrir las viejas heridas y, por el contrario, debería contribuir a cicatrizarlas definitivamente. Pero es competencia de los agentes sociales y políticos que sea así y no de otro modo.

Al fin y al cabo, hubo víctimas y hubo verdugos en ambos bandos y no parece que tratar equitativamente a las víctimas suponga ninguna afrenta para nadie sensato a estas alturas. Incluso pudiera servir para terminar de una vez por todas con la anomalía evidente que supone la existencia de fosas comunes con cadáveres de la guerra. ¿Alguien con sentido común (no ya político) podría negar a los familiares de los represaliados el derecho a localizar los cuerpos de sus antepasados? ¿Acaso enterrar dignamente a los últimos muertos de la guerra no sería la mejor manera de cerrar simbólicamente una página trágica y traumática de la historia española?

¿Alguien con sentido común (no ya político) podría negar a los familiares de los represaliados el derecho a localizar los cuerpos de sus antepasados?

P. Por cierto que recientemente el PSC pretende añadir ahora a aquella ley el derecho de los condenados por los tribunales franquistas a que se limpien sus expedientes. A algunos otros les parece, sin embargo, que para un luchador antifranquista ser condenado por aquel régimen es más bien una medalla. ¿A usted qué le parece?

R. Las políticas de reparación hacia las víctimas de una dictadura son una cuestión muy debatida y muy compleja que requiere hilar fino en cada caso. No es lo mismo compensar económicamente a una víctima o sus herederos por sus penas y sus pérdidas patrimoniales o profesionales que dictaminar la nulidad de expedientes legales plenamente operativos durante décadas y sin valor real en la actualidad más allá del simbólico. Por eso, la verdad es que no estoy seguro de que este tipo de medidas sean necesarias ni siquiera fructíferas. Desde un punto de vista democrático, yo entiendo que haber sufrido persecución por la defensa de la democracia y los derechos humanos es un título de gloria y un atributo digno de homenaje cívico. Dictar una especie de amnistía/amnesia para aquellas sentencias o medidas me parece algo excesivamente teatralizado y sin efectos reales decisivos. ¿Garantizamos con ello un mayor respeto a la legalidad democrática en las sociedades de hoy? Lo dudo. Pero todo es cuestión de examen con la mente abierta y mirando a nuestro entorno socio-cultural occidental, para ver cómo han lidiado otros países con fenómenos similares.

P. Por último, una tendencia de pensamiento minoritaria que encarna por ejemplo David Rieff defiende los superiores beneficios del 'olvido' frente a la tan popular memoria para superar conflictos civiles. ¿Fue algo así lo que logramos los españoles en 1977?

R. A lo largo de los últimos años de vida de Franco, al igual que durante los años de la transición democrática española, fue haciéndose evidente un fenómeno social decisivo: la patente voluntad mayoritaria de la población española de cambiar el anacrónico régimen político pero sin arriesgarse a ninguna violencia general en el cambio. Podría decirse que la larga sombra de la guerra civil y la voluntad de no repetirla bajo ninguna circunstancia promovieron el llamado “pacto del olvido” sobre un pasado traumático y bien conocido para evitar problemas graves en el proceso transitorio en curso. Esa realidad sociológica y cívica cimentó las sucesivas amnistías aprobadas en 1976 y 1977 y la política del “consenso”, con su corolario de tácita “amnesia colectiva” y selectiva que duró hasta casi el inicio del nuevo siglo XXI. Y sus efectos históricos fructíferos fueron evidentes. Ahora bien, en términos historiográficos, nunca dejó de investigarse ese período y cabe decir que las responsabilidades de 1936 están claras en su complejidad. "Recordar" la guerra civil y "honrar" a sus víctimas requiere tanto sentido de la justicia como sentido de la prudencia. De hecho, sin entrar en primacías temporales o grados de vesania criminal, por cada “paseado” como García Lorca a manos militares siempre cabría presentar otro “paseado” como Muñoz Seca a manos milicianas.

¿Qué cabe hacer, entonces, con la “memoria” de la guerra y sus víctimas? Pues lo mismo que han hecho distintas sociedades enfrentadas a un pasado traumático, cercano y divisivo. Cabría poner punto final a la amnistía de 1977 y abrir un proceso para ajustar cuentas penales, como se hizo en 1945 en muchos países tras la liberación aliada del yugo nazi. El peligro es que sus resultados fueron muchas veces discutibles porque las responsabilidades afectaban a tantos millones que no cabía proseguir su curso hasta el extremo dado que ponía en cuestión la supervivencia del país. Sin contar que los hechos juzgados serían pasado perfecto de más de 80 años atrás, con mínimos responsables vivos y susceptibles de juzgar. También cabría resignarse a saber únicamente lo que pasó mediante una comisión de encuesta que renunciara a ajustar cuentas y sólo compensara moral o materialmente a las víctimas. Es la opción asumida en la Sudáfrica posterior al apartheid de la mano del informe del obispo Desmond Tutú y la preferida desde 1990 por los países ex-soviéticos. Se trata, en fin, de un dilema clásico: O bien suscribimos el principio “Fiat Iustitia, Pereat Mundo” (Hágase justicia aunque se hunda el mundo); o bien nos inclinamos por la máxima “Salus Publica, Suprema Lex” (El bienestar de la sociedad es la ley suprema). Honestamente, yo prefiero la segunda alternativa. Sin que por ello dejara de lado la necesaria restitución oficial de la “memoria” de los represaliados por el franquismo. ¿Por qué motivo? Porque sería una mera equiparación de situaciones entre víctimas.

En la madrugada del 18 de julio de 1936, hace justo 80 años, Francisco Franco se sublevó en Canarias contra la legalidad republicana un día después de que un alzamiento similar triunfara en Melilla. En el manifiesto difundido como justificación del golpe, el general que se convertiría en jefe de los rebeldes advertía: "En estos momentos el Ejército, la Marina y fuerzas de Orden Público se lanzan a defender la Patria. La energía en el sostenimiento del orden estará en proporción a la magnitud de la resistencia que se ofrezca". Lo cierto es que no esperaban mucha resistencia sino más bien una rápida toma del poder en todo el país. Las autoridades republicanas, por su parte, menospreciaron la importancia de aquella asonada africana. Un doble error catastrófico que despeñó al país en el abismo de la guerra civil durante casi tres años y de una dictadura militar otros cuarenta.

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