Auge y caída de Locomía: la historia más sórdida y delirante de la música española
Esta semana, Movistar+ estrena la docuserie que relata la trayectoria demencial de un grupo que representó las ganas de cambio y de transgresión de la España posfranquista
Para quienes no vivimos el desbarre estético-político de los ochenta en España es difícil imaginar un contexto en el que un grupo como Locomía se convirtió en un espectáculo de masas con proyección internacional, un éxito de las radiofórmulas y de las revistas de tendencias, un fenómeno fan que tuvo eco amplificado en toda Latinoamérica y que, a su manera, ha llegado a nuestros días en forma de 'hitazo' de discomóvil. La electrónica machacona, el vestuario goyesco-kabuki y los abanicos, ¡los abanicos!, elevaron a este conjunto-musical-por-accidente al número uno de las listas. Pero no sólo de España, sino más allá de nuestras fronteras. Y la historia de cómo lo hicieron no tiene desperdicio alguno.
Dice el dicho y la ley de la gravedad que "todo lo que sube baja". Pero lo que puede parecer la repetición del modelo genérico sobre el auge y caída del artista de turno es, en el caso de Locomía, una de las intrahistorias musicales más sórdidas y esperpénticas de nuestra historia reciente. Y este 22 de junio Movistar+ estrena la docuserie 'Locomía', que condensa en tres capítulos la trayectoria de una formación condenada al desmembramiento por culpa del folleteo, los celos, las drogas, la ambición, las traiciones y alguna que otra estafa de por medio, que llegó al cénit del disparate cuando, por motivos de desavenencias con los derechos de autor, coincidieron en el mismo espacio/tiempo dos formaciones homónimas y enemigas que se reconocieron como los verdaderos Locomía. Sí, queridos lectores. Hubo dos Locomías al mismo tiempo. Y se odiaban.
Locomía -o Loco Mía, depende de quien lo escriba- nadó durante su corta existencia entre sus dos naturalezas antitéticas: por un lado, la de una formación que fue construyéndose de forma orgánica y mutante sin responder a ninguna etiqueta en particular -¿diseñadores, cantantes, bailarines?-, y, por otro, la de una 'boy band' prefabricada por un sello poderoso sello discográfico que deslució su esencia para convertirlos en una farsa de masas. Porque si bien Locomía surgió prácticamente como el harén de Xavier Font, el primer líder de la formación, que reclutaba a los miembros entre sus ligues y sus novios, el entonces presidente de Hispavox, José Luis Gil, descubridor de Miguel Bosé y mánager de Locomía, los obligó a volver a encerrarse en el armario para aprovechar su tirón entre las fans adolescentes, que son quienes, al fin y al cabo, se gastan las propinas en discos, conciertos y merchandising.
Y fue esta tensión entre sus contradicciones, entre el padre carnal del grupo, Font, y el padre putativo, Gil, la que acabó con Locomía en su momento de mayor esplendor. "Si Locomía hubiese seguido todo normal hubiese sido un éxito rotundo en el mundo completo, pero se cerraron las puertas", lamenta ahora Font en el documental de Jorge Laplace, que consigue impregnar de la estética del grupo a esta docuserie que, además de recuperar horas de metraje de actuaciones y backstage del grupo, ha entrevistado a casi todos los componentes que hicieron bailar los abanicos del grupo durante sus diferentes etapas.
Año 1984. Xavier Font es un veinteañero excéntrico y resultón con tantas ínfulas como ojo para la moda. A Font se le había quedado pequeña la noche barcelonesa y se traslada a la Ibiza de las libertades y el desenfreno. La isla mediterránea, que hasta los años 30 había estado habitada por payeses y pescadores, se convirtió en los sesenta en epicentro místico de la cultura hippie -y la psicodelia, como contó Antonio Escohotado en 'Mi Ibiza privada'-, y más tarde en la meca de la cultura disco: la Privilege, en Sant Antoni de Portmany, se convirtió en la discoteca más grande del mundo. Ibiza era un territorio salvaje en el que los bikinis, el amor libre y los estupefacientes consiguieron escapar del control férreo del franquismo. Incluso después de muerto Franco. Ni siquiera en los 80 era "España un país moderno; había gente moderna, como yo, que queríamos salir y buscábamos los sitios donde meternos", explica Font. Los bares de encuentro gays seguían ocultos en el underground en el resto del país, mientras que en Ibiza todo emergía a la vista.
Y fue precisamente en la Privilege, cuando se conocía como la Ku, donde empezó a hacerse notar Font con sus zapatos de punta renacentista y sus abanicos y sus chaquetas de hombreras -confeccionadas todas por él mismo- y donde empezó a reclutar a los efebos más magnéticos de toda la pista para construir su propia tribu urbana. "Yo tenía la necesidad imperativa de hacer mi propia tribu urbana porque soy dominante y necesito mi harén y mi gente", admite en el documental. "Me cogía las túnicas de cura con el brocado y todo y costumizaba lo que era una cosa de iglesia en un look de noche que te quedabas muerto". Llegó a llamar la atención de Freddie Mercury, que compró ropa diseñada por Font para lucirla en su último videoclip, 'I'm Going Slightly Mad'.
El hermano de Font, que era aeromodelista, fue el que le confeccionó los abanicos con sábanas y varillas, con los que se hicieron los reyes de la noche ibicenca. Los componentes iban cambiando según las filias y fobias de su líder: el nombre de Loco Mía se debe a uno de los primeros integrantes, que era, además de amante de Font, holandés. Intentando articular el sintagma "mi locura", acabó bautizando al grupo como "loco mía". Poco después lo sustituyeron, pero se quedaron con el nombre. Escrúpulos pocos, visión de negocio, bastante.
Frente a la cámara de Laplace pasan tanto los ex miembros del grupo como periodistas que analizan el poso de la formación no sólo en la industria musical, sino en una sociedad española que se debatía entre el inmovilismo y las ansias de cambio. El columnista de El Confidencial, Ramón González Férriz, y la escritora y guionista Valeria Vegas reflexionan sobre el impacto del fenómeno más allá de las copias vendidas y los contratos millonarios. Y también hablan sobre ellos el propio José Luis Gil y el productor musical Miguel Ángel Arenas, 'Capi', descubridor de Alejandro Sanz y Mecano, entre otros. Y también alguno de aquellos fans que sintieron que Locomía les ayudó a ser más libres, a ser más ellos.
Lo que llegó después de la Ku fue un fichaje con la discográfica Hispavox y su lanzamiento al mercado como grupo musical 'de verdad', aunque la mayoría de ellos apenas sabían cantar, en su momento. A través de los recuerdos de integrantes como Manuel Arjona, Carlos Armas y Juan Antonio de la Fuente, la serie va adentrándose en las luchas de poder, los celos profesionales -y amorosos, porque muchos eran parejas o exparejas entre sí-, los problemas con la gestión del éxito, el abuso de drogas, la imposibilidad de mostrar públicamente su homosexualidad y la obligación de venderse como un grupo de sementales ante el público femenino. A pesar del disfraz, Locomía sí vehiculó esa necesidad de transgresión de parte de la sociedad española, que había permanecido encorsetada y oculta durante la dictadura. Ellos representaban el color y el hedonismo, dos cualidades muy poco aplaudidas hasta entonces. Para quien supiese leer entre líneas supusieron una pequeña rendija por la que vislumbrar un futuro alternativo.
Así lo describió el periodista Alfredo Pascual en un reportaje de 2018: "La ambigüedad es comercial; lo definido, sea lo que fuere, limita y reduce el público", repetía Gil machaconamente a los componentes del grupo, que se vieron obligados a esconder sus preferencias sexuales. "A mí me preguntaba un periodista que si tenía novia y yo le decía que sí, que tenía un novio guapísimo", dice Xavier, "y de golpe tuvimos que dejar de expresarnos con libertad, que escondernos, ser ambiguos todo el tiempo. Nos prohibió ser gais, igual que hizo con Miguel Bosé, al que Gil decía que 'Don Diablo' no era comercial". A Lurdes nada de aquello le parecía creíble: "Era una tontería ocultarlo, era muy obvio cuando íbamos con los abanicos por la calle que eran todos gais, pero Gil se lo tomó muy en serio, era una persona autoritaria".
Como en una tragedia shakespeariana, la historia de Locomía está trufada de puñaladas cainitas, cuernos, resurrecciones y locura, mucha locura. Treinta años después de su disolución, algunos entonan el mea culpa, otros prefieren olvidar una época que ha marcado el resto de sus días -¿cómo se puede pasar de ídolo mundial a azafato de Renfe conservando la salud mental?- y otros perviven en su fantasía de retomar su carrera, como si hubiese permanecido congelada en el tiempo, refundar Locomía y ganar, por fin, el Grammy que el mundo les debe.
Para quienes no vivimos el desbarre estético-político de los ochenta en España es difícil imaginar un contexto en el que un grupo como Locomía se convirtió en un espectáculo de masas con proyección internacional, un éxito de las radiofórmulas y de las revistas de tendencias, un fenómeno fan que tuvo eco amplificado en toda Latinoamérica y que, a su manera, ha llegado a nuestros días en forma de 'hitazo' de discomóvil. La electrónica machacona, el vestuario goyesco-kabuki y los abanicos, ¡los abanicos!, elevaron a este conjunto-musical-por-accidente al número uno de las listas. Pero no sólo de España, sino más allá de nuestras fronteras. Y la historia de cómo lo hicieron no tiene desperdicio alguno.
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