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Por qué fracasan los países: los MBA como señal de alarma
  1. Cultura
'TRINCHERA CULTURAL'

Por qué fracasan los países: los MBA como señal de alarma

Esta parece una época que será convulsa, económica y políticamente. Hacen falta nuevas ideas y nuevas perspectivas, pero estamos inmersos en un contexto que nos impide pensar con sensatez

Foto: Conferencia europea de 'think tanks'. (EFE/Javier Lizón)
Conferencia europea de 'think tanks'. (EFE/Javier Lizón)

Las noticias educativas que llegan de Asia son muy preocupantes. Nos hablan de adolescentes que dedican sus jornadas enteras al estudio, ya sea en la educación formal o principalmente en la complementaria, y que viven inmersos en la competitividad extrema. Entre los estudiantes de Corea del Sur circula un dicho ilustrativo: el que duerme más de cinco horas diarias no ingresa en una escuela superior, y es algo más que una frase hecha. Los problemas de estrés y depresión están muy extendidos entre los jóvenes surcoreanos.

No es un problema exclusivo de un país. Se nota en ciudades económicamente pujantes, como Singapur o Hong Kong, pero también en el régimen chino. El 'gaokao', el examen que permite el ingreso en la educación superior, supone una suerte de drama anual en el que muchas familias colocan sus esperanzas de futuro, y que los estudiantes preparan con mucho esfuerzo y ansiedad. Por supuesto, la utilización de trampas o de atajos para lograr el objetivo deseado no es infrecuente.

Foto: Transportistas en huelga. (Jesús Monroy/EFE)

En algunos ámbitos de Occidente, sistemas tan exigentes son vistos como útiles en última instancia, ya que la cultura del esfuerzo se percibe como perdida. En segundo lugar, que se haya abandonado la idea de la formación humanista para dedicar mucho más tiempo a la adquisición de conocimientos técnicos es entendido como una lógica demanda de la época. Se debe poner énfasis en los contenidos pragmáticos, y más aún en la universidad. Esa idea, sin embargo, opera sobre todo en la educación privada, porque en la pública se prioriza una visión mucho menos exigente.

1. Aprendiendo a competir

Esta es una discusión falsa, sin embargo. Esa educación pragmática no produce personas más formadas, sino más competitivas. Los estudiantes inmersos en ellas aprenden que el objetivo primero “es estar por delante del resto de la manada, cueste lo que cueste”. Lo esencial es contar con un expediente académico brillante, no la cantidad de conocimiento que se hace propio. No es el humanismo contra la técnica, sino el éxito contra el fracaso.

Ese es el resultado último de ese modelo asiático de formación. Y podemos entenderlo como un mal puramente oriental, producto de una mentalidad que no es la nuestra. Tampoco sería cierto. Nuestro sistema es cada vez más parecido al reinante en ese lado del Pacífico, y, si es menos competitivo, es porque los mecanismos de selección de élites operan desde edades tempranas, con lo que se reducen mucho las posibilidades de acceso a buena parte de la población. En España, hay poco debate público al respecto, pero los centros de élite están volviéndose cada vez más competitivos al mismo tiempo que el resto relaja la exigencia. En esos ámbitos, lo importante es aprender a aprender. Los dos modelos terminan siendo empobrecedores por motivos diferentes.

Tienen que aprender a destacar: por eso el conocimiento termina siendo mucho menos relevante que el expediente

La crítica más sincera al modelo educativo de élite la formuló William Deresiewicz en su ‘Excelent Sheeps’, donde exponía cómo el énfasis en la excelencia de las universidades más prestigiosas encubría el deterioro en la formación real. Se producían profesionales que “priorizaban la autoexaltación y el estar al servicio de uno mismo, que buscaban una buena vida pensada solo en términos del éxito convencional (riqueza y estatus) y no tenían ningún compromiso real con el aprendizaje, el pensamiento o con convertir el mundo en un lugar mejor”. Esta clase de estudiantes eran los “borregos excelentes”. No fue Deresiewicz el inventor del término, se limitó a recoger la autodefinición de uno de sus alumnos. “Son chicos que harán todo aquello que les mandes sin saber muy bien por qué lo hacen. Solo saben que volverán a pasar por el aro”. Los currículos brillantes tenían poco que ver con el conocimiento y la profesionalidad, y mucho más con el aprendizaje en la utilización de armas competitivas.

Esto no es una crítica a jóvenes que han perdido los valores y que se lanzan de cabeza al utilitarismo. No estamos ante una generación diferente, sino ante la señal de que los hijos de las clases altas y medias altas saben cuál es el juego de la época. No aprenden a aprender, sino a destacar, por lo que el conocimiento es mucho menos relevante que el expediente, y el desarrollo de la inteligencia mucho menos que las puntuaciones obtenidas.

Foto: Los líderes europeos se dieron cita en Bruselas esta semana. (EFE/Olivier Hoslet)

Desde luego, en este plano también hay diferencias de clase. Mientras que la enseñanza que reciben la mayoría de los jóvenes (hay tendencias pedagógicas relevantes en este sentido, y el declive de la filosofía es parte de ello) insiste en que lo importante no es la cantidad de información que aprenden, sino su desarrollo personal, en la educación de élite se sabe que se ha venido a competir. Son finalistas porque están inmersos en un sistema finalista. Se les exigen resultados, y no obtenerlos implica un freno serio a sus futuras carreras. No son ellos, somos nosotros.

2. Cómo fracasan las democracias

La teoría más popular acerca de las causas que destruyen los sistemas democráticos señala que el deterioro se provoca por la polarización, por los liderazgos excesivos, por la débil institucionalidad, por la pérdida de vigor de los controles legales previstos o por una esfera política que trata de obtener ventajas para ganar las elecciones o para enriquecerse mediante la corrupción. Pero, a la hora de entender por qué fracasan los sistemas, no puede obviarse una lección histórica. Lo más frecuente es que sus clases dominantes queden estancadas. Siendo conscientes de su declive, resultan incapaces de cambiar el paso, de pensar de otra manera, de aportar el dinamismo necesario para corregir el rumbo. A menudo, esta ausencia de innovación aparece en forma de medidas correctoras, pero no transformadoras, que generan sensación de cambio aunque, en realidad, dejan las cosas en un lugar parecido.

Ese instante de paralización no proviene únicamente de las élites económicas o políticas, aunque nazca de ellas. La ausencia de mecanismos que empujen en otra dirección ayuda también a que ese estancamiento se haga más profundo.

De este modo, se construyen esferas de influencia que no le dicen la verdad al poder, sino que le dicen al poder lo que quiere oír

Y lo cierto es que nuestras estructuras secundarias están poco preparadas para provocar ese momento de vitalidad preciso. Como ocurre en la educación de élite, el mal del utilitarismo aparece de continuo: las empresas no se preocupan de ofrecer un servicio o un producto mejor o peor, sino de poner en marcha el más rentable; si actuar mal genera más réditos que hacerlo bien, será difícil soportar el peso de los incentivos. Es llamativo que Daron Acemoglu, coautor del influyente 'Por qué fracasan los países', acabe de publicar un estudio en el que señala que las empresas que nombran CEO a un titulado en MBA recortan salarios y empleos, pero no generan más ventas, productividad o inversión. Los MBA cortan a sus alumnos por el mismo patrón, aplican después las mismas fórmulas y producen los mismos resultados: bueno para el corto plazo, bueno para quienes lo aplican, malo para todos los demás. Es un síntoma evidente de nuestros problemas.

Pero sucede en todas partes, no solo en la gestión. En la política, cada vez más la prioridad es sobrevivir en el poder (o ganarlo), por lo que la mayoría de las acciones se encaminan hacia ese objetivo. Los medios de comunicación están cada vez más presos de una sociedad polarizada, y tratan de captar lectores orientándose ideológicamente o mediante tácticas de captación de atención. Y desde luego ocurre con las unidades de pensamiento que puedan tener alguna influencia en la toma de decisiones, ya sean 'think tanks', grupos de expertos o de intelectuales: en la medida en que funcionan por proyectos, y conocen cuáles son las recomendaciones y conclusiones que esperan los encargantes, es fácil que den lo que se les pide y eviten la tentación de provocar fricciones.

Foto: Vladímir Putin. (EFE/Mikhael Klimentyev)

Esas prácticas están demasiado extendidas. En la educación de élite, cierta competitividad puede mejorar el nivel de conocimientos general; lo malo es cuando convierte el conocimiento en secundario. Del mismo modo, todos estos sectores necesitan cierta rentabilidad en sus acciones; lo malo es cuando constituye prácticamente su único objetivo. De este modo se construyen esferas de influencia que no le dicen la verdad al poder, sino que le dicen al poder lo que quiere oír. Ese es uno de los síntomas más acentuados de la decadencia de un sistema, y desde luego de la falta de democracia. Como bien saben en las autocracias, es mucho mejor no meterse en problemas. En nuestras democracias no es el temor el que impone la unanimidad, sino el utilitarismo.

3. Un nuevo pragmatismo

Este es un tiempo que requiere innovación y dinamismo, nuevos enfoques e ideas diferentes. Confiar en las fórmulas que nos han traído hasta aquí, y que han conducido a una Europa estratégicamente endeble, en confrontación con Rusia y presionada por EEUU y China, internamente poco cohesionada, con la división entre norte, sur y este, y con una economía muy dependiente del exterior, sería una señal de pernicioso inmovilismo.

Foto: Imagen: CSA/EC Diseño.

La época es incierta. Quizá veamos cómo Europa tiende al repliegue nacional o quizá gire hacia una mayor integración, o quizá ocurran las dos cosas al mismo tiempo, con más unión en unos aspectos y más lejanía en otros. Hay que decidir si es el momento del desarrollo keynesiano, si prima la ortodoxia económica o si se toman ambas direcciones, dependiendo de las áreas que se aborden: no sería raro un despliegue de gasto militar junto con medidas austeras para la inflación. Pero eso sería continuar haciendo equilibrios imposibles y, en última instancia, autodestructivos.

Precisamente por todo lo que nos jugamos, es el momento de pensar en el futuro mucho más que en la complacencia. Esta es una época de poder y geopolítica, y, paradójicamente, en estos instantes las ideas resultan más relevantes que nunca.

Las unidades de inteligencia y pensamiento llevan años anquilosadas por el utilitarismo, por la pura orientación a objetivos

La pregunta es si contamos con los resortes adecuados para dar ese giro. Frente a unas élites políticas y económicas que arrastran los pies, tenemos una esfera secundaria muy uniforme, en la que se manejan las mismas fuentes, se utilizan los mismos parámetros y en las que, por lo tanto, resulta complicado abrir brechas de heterodoxia. Pero, más allá de esa dificultad para pensar de otra manera, lo más preocupante es que las unidades de inteligencia y pensamiento occidentales llevan años anquilosadas en el utilitarismo, en esa pura orientación a objetivos que las convierte en unidades de acompañamiento y justificación mucho más que de transformación.

Introducir ideas políticas y económicas nuevas no es tan difícil: las élites suelen despreciarlas, luego negarlas, más tarde aceptarlas a regañadientes y después asegurar que siempre las han defendido. Lo verdaderamente difícil es salir del marco utilitarista y comenzar a pensar posibilidades de futuro no determinadas por el interés personal o el de un colectivo reducido, sino por el general. No se trata de ser utópicos, sino de ser realistas. Hay que buscar maneras pragmáticas de actuar, pero hemos llegado al momento en Occidente de que, sin cambios sustanciales, no habrá pragmatismo alguno.

Las noticias educativas que llegan de Asia son muy preocupantes. Nos hablan de adolescentes que dedican sus jornadas enteras al estudio, ya sea en la educación formal o principalmente en la complementaria, y que viven inmersos en la competitividad extrema. Entre los estudiantes de Corea del Sur circula un dicho ilustrativo: el que duerme más de cinco horas diarias no ingresa en una escuela superior, y es algo más que una frase hecha. Los problemas de estrés y depresión están muy extendidos entre los jóvenes surcoreanos.

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