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Rosalía como espejo perfecto de nuestra época
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Rosalía como espejo perfecto de nuestra época

Nos encontramos, sin duda, ante el fin de algo. Lo que implica estar también ante el principio de muchas cosas. Pero, sobre todo, ante un gigantesco Vacío, ante la gran pérdida de fe: personal, económica, estética, política

Foto: La cantante Rosalía. (EFE)
La cantante Rosalía. (EFE)

En 1965, David Crosby, al cual le gustaban los sonidos raros y tenía una banda de música de pop-rock exitosa, The Byrds, conoció a los Beatles en una de las primeras giras del grupo por Estados Unidos. Un día le mostró a George Harrison un sitar. A este le gustó cómo sonaba y lo introdujo, por primera vez, en una canción titulada "Norwegian Wood", del álbum 'Rubber Soul', ese mismo año. El sonido del sitar se hizo famoso al instante.

En paralelo, y un poco después de eso, John Lennon disfrutaba escuchando agrupaciones raras a las que no conocía nadie, tales como 13th Floor Elevators, los primeros en introducir la psicodelia en el rock de manera notoria, en 1966. Lo que, unido al sonido previo del sitar y a los aires hindúes —más el LSD y otras sustancias varias de recreo— permitieron que la luz, y el color, y la mística, penetraran en el rock and roll y dieran forma y articulación sonora y hasta espiritual al movimiento hippie.

Foto: Rosalía durante una actuación en Barcelona en 2019. (Redferns/Xavi Torrent)

Así eran las cosas entonces: los Beatles sacaban un disco; los Rolling Stones sacaban otro, introduciendo aún más novedades; Pink Floyd se les adelantaban con nuevos efectos de sonido. Y decenas y cientos de otros pequeños grupos iban haciendo crecer esa bola de nieve musical, en un afán de llegar más y más lejos. Y su influencia social cambió la década entera, hasta el punto de afectar a cosas como la resistencia a la Guerra de Vietnam.

¿Fue casualidad? ¿Hubiera sido distinto el mundo diferente sin ese primer sitar? ¿Alguno de los que contribuyó al cambio tenía siquiera la más remota idea de lo que estaba haciendo? ¿O solo se dejaban llevar por una corriente imparable, de algún modo ya prevista? No hay respuesta tal vez para estas preguntas, pero ese fue el "espíritu de la época" de los sesenta. Espíritu que todos podemos evocar si cerramos los ojos y pensamos en él. Si quieren ponerse pedantes (o interesantes), digan mejor "espíritu de la época", o "de los tiempos, en alemán: 'Zeitgeist'".

La obra perfecta. Sin ironías lo digo: el justo camino contrario a cómo funcionaba todo en los años sesenta

Pues bien: si el espíritu de la época pudiera mordernos los testículos, no lo tendríamos más encima de nosotros que en estos momentos: Es un disco que se llama 'Motomami', y acaba de publicarlo Rosalía. No voy a ocuparme de criticarlo ni analizarlo: aquí tienen un excelente y exhaustivo análisis crítico que pueden leer tranquilamente. Voy a hablar de lo que este disco sintetiza, significa y refleja.

'Motomami'. ¡Palabra inventada por la propia Rosalía! Fascinante: nada en ese álbum posee verdadero sentido. No hay conjunto, ni propósito generacional, ni artístico. Ya no estamos en los sesenta. Rosalía, sencillamente, se fue a Miami, se puso en manos de los mejores productores de turno, que saben muy bien lo que se hacen, y ha sacado el disco exacto que el Mercado (con mayúsculas, sí) demanda. La obra perfecta. Sin ironías lo digo: el justo camino contrario a cómo funcionaba todo en los años sesenta. Pero, por eso mismo, representa la perfección. Lo impenetrable contemporáneo.

En los sesenta, por ejemplo, los artistas se esforzaban por crear grandes letras. Incluso algunos podían hasta pasarse de frenada en cuanto a complejidad. Aquí se percibe un esfuerzo consciente por operar exactamente al revés. Esto no pretende ser nostalgia hacia nada (yo en los sesenta ni siquiera había nacido), sino constatar un hecho objetivo.

Foto: Rosalía, en un concierto en Barcelona. (EFE/Quique García)

De entrada, algunas canciones no están escritas ni en inglés ni en español. Si se les despoja de posibles metáforas sexuales (que es adonde nos lleva siempre la mente, pues ante la ausencia de sentido siempre inventamos o buscamos uno: pura pragmática), nos topamos con frases como "Tu gata quiere maki / Mi gata en Kawasaki" (¿homenaje a la Rosario de "Mi gato"?), o "Hazme un tape modo spike", o "Okay, motomami / Pesa mi tamami / hit a lo stunami", "Nos fuimos a 7:30 / Llego a la yet en pony".

Las letras de otras canciones del disco sí llegan a tener algún mensaje, (curiosamente, justo aquellas en que defiende que ella hace con su arte lo que le da la gana, sobre lo cual cabría debatir un rato largo), pero Rosalía ofrece material suficiente para que el propio André Breton, que dedicó años a escribir absurdos deliberados, padeciera rabioso de una profunda frustración y envidia creativas.

No es música: es marketing de tal nivel que la mejor Madonna parecería a su lado una vendedora de crecepelo ambulante de Arkansas

Me seduce y complace mucho la idea de imaginarme a Rosalía en Miami con cuatro tragos de ron cubano del bueno mientras se parte de risa buscando palabras al azar para que el siguiente verso le siguiera rimando. Lo tiene todo. No es música: es marketing de tal nivel que la mejor Madonna parecería a su lado una vendedora de crecepelo ambulante de Arkansas.

No hay fisuras. La palabra marketing, de hecho, se le queda corta. Es ella, en todas las redes sociales. Es ella, en todos los estilos que triunfan ahora mismo, arrejuntados a la vez para no dejarse fuera nada (y que igual pasado mañana han sido olvidados: ¡pero qué más da!) con una producción impecable. Es ella, también puro sexo: sale incluso desnuda en la portada. Es ella, perfectamente pulida para que nos contemplemos en su reflejo como Narciso antes de caerse al río. Ella es el todo; y precisamente por eso es también la nada. En dos palabras: deslumbrante y vacía.

'De te fabula narratur', les digo a mis estudiantes: "De ti habla la historia". Ni Rosalía, ni sus productores, ni nadie, ha hecho esto conscientemente: los artistas no se plantean recoger el "espíritu de la época". Sencillamente lo atrapan, lo canalizan, lo absorben. 'Motomami' rezuma 'Zeitgeist'; y no creo que ni ella ni sus perpetradores lo sospechen. Es un disco demasiado sublime, caduco y redondo. (Por cierto, ella me cae muy bien y me parece inteligentísima y con un talento desbordante. No la estoy juzgando ni en el ámbito de su persona ni en el de su más que exorbitante capacidad musical).

placeholder Rosalía, en 'El hormiguero'. (Atresmedia)
Rosalía, en 'El hormiguero'. (Atresmedia)

Un señor bastante denso y alemán, apellidado Adorno, escribió esto en 1962: "La industria del entretenimiento cultural dice con una sonrisa sarcástica: 'Llega a ser lo que eres', y su mentira consiste en la confirmación y consolidación del mero 'ser así', de aquello en lo que el curso del mundo ha convertido a los seres humanos". Tiene algo de profecía autocumplida, pues nos remite a lo mismo: ¿Quién es reflejo de quién? ¿El arte del mundo, o el mundo del arte? Bueno, Adorno lo llama "industria cultural" porque no lo considera propiamente ya arte, sino arte disfrazado de cultura, a su vez convertida en mercancía bruta. Pero no vayamos tan lejos. Otro día.

Cuando estudiaba periodismo, surgía siempre en la facultad un debate sobre si había, con perdón, programas de mierda porque la gente los demandaba, o si la gente veía programas de mierda porque era lo que le ofrecían las televisiones. Puede sonar a falso dilema, sin duda, pero yo solía optar por la primera opción: muchos programas de mierda han fracasado. Si hubiera una demanda real, si se supiera lo que quiere el público, ningún programa fracasaría.

El caso es que, tras la pandemia, un velo ha caído y se nos han revelado que demasiadas cosas resultaban una farsa. El Emperador está desnudo. Detrás de la máscara no hay otra máscara: hay una ausencia, un mero eco. Un 'Motomami' hecho mundo. Nos echamos gel en las manos sin que valga para nada ya; y en los bares nos quitamos las mascarillas tan felices mientras nos las ponemos con escrúpulo en las tiendas. Nos imponen de súbito mascarillas en las calles y luego las quitan con la misma rapidez.

Foto: Califato 3/4, en una imagen promocional. (Taste the floor)

El problema no es que los expertos reales cambien de criterio: así funciona la ciencia. Un día se descubre un dato nuevo, se contrasta, y caen en picado certezas anteriores. El problema es que nos adecuamos a costumbres que después se perpetúan; o que nos cambian tanto por dentro que dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos, como decía Adorno, en aquello que se nos exige ser industrialmente. Sin darnos cuenta. Y los primeros en caer del pedestal, con lógica, han sido los expertos (reales o no).

Cada vez más, suplantamos nuestro yo por la imagen del yo. Cada vez más, nos encontramos más y más perdidos, en busca del puro presente, de algo que nos alivie. Cada vez más, se expanden nihilismos que ya estaban ahí (antivacunas, negacionistas del cambio climático, los fascinantes terraplanistas), pero que ganan apoyos y fuerza por la inercia social y las redes.

El populismo de izquierdas, de naturaleza utópica e ingenua, parece estar dejando paso a un populismo de derechas, de naturaleza no muy utópica, pero sin duda auténticamente siniestra (estuvo salada la toma del Capitolio, ¿eh?). Esta misma semana, un señor del PP de Madrid ha negado un informe de Cáritas alegando que él, cuando pasea, no ve pobres en las calles. Lo real, reducido a su percepción particular.

La incapacidad de comprender el mundo aumenta. La fugacidad de todo, nuestros trabajos incluidos, también

En otros casos, resulta todavía peor. Nuestro 'Zeitgeist' consiste, como sucede cuando analizas en serio las letras de 'Motomami', en entender menos un asunto cuanto más profundizas en él. Puedo aportar mis propias experiencias, pero seguro que cada cual posee la suya propia.

Pongo un par de ejemplos míos: cuanto más he intentado saber acerca de la conveniencia de la energía nuclear, más confusión he experimentado. Cada una de las partes en disputa me aportaba más y mejores razones. Lo mismo me ha sucedido al querer comprender qué narices pasaba con el precio de la luz. Tras veinte explicaciones distintas, algunas contrapuestas, me he dado por vencido. De la microeconomía, no digamos. Cayó el comunismo hace al menos treinta años, pero nada en este capitalismo parece funcionar. Miramos para otro lado, por supuesto.

La incapacidad de comprender el mundo aumenta. La fugacidad de todo, nuestros trabajos incluidos, también. Las canciones de "Motomami" poseen algo en común: son extremadamente breves; una media de dos minutos y pico, con solo dos de cuatro. Dios mío, ¿se imaginan que una canción como "Take a Pebble" fuera un éxito en nuestros días? ¿O "Echoes"? Consumimos rápido la música como consumimos rápido nuestro propio existir. Cerrando los ojos, en espera de que todo suceda cuanto antes. Venga el placer o venga el dolor.

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No creo que vaya a ocurrir un Fin del Mundo atómico. Pero también ese caos desinformativo se nos impone con la guerra entre Ucrania y Rusia: cada cual ha elegido su bando y cada pequeño dato y matiz es refutado y combatido por el lado opuesto. Si les soy sincero, empiezo a no tener ni idea de lo que está sucediendo allí; o, mejor dicho, no sé ya posicionarme. Como la propia Rosalía, un poco de reggaetón y después una bulería. Que no se me diga que he dejado atrás el flamenco, pero que tampoco se me diga que no estoy en la cresta de la ola. Hay que ubicarse en todos los sitios, por si acaso.

Sin embargo, hay algo muy atractivo en la idea de experimentar el Fin del Mundo. Satisface el oscuro narcisismo de sentir que no quedará ya nadie después de nosotros. Que, de algún modo, hemos agotado el tiempo y el espacio dedicados al Hombre. El fin de todos los ciclos, y de todos los cambios, ante nuestras propias narices. Nadie mejor que Kubrick supo reflejar en una sola imagen ese éxtasis de alcanzar el fin absoluto: ya saben, la del final de “Teléfono Rojo”.

Nos encontramos, sin duda, ante el fin de algo. Lo que implica estar también ante el principio de muchas cosas

Nos encontramos, sin duda, ante el fin de algo. Lo que implica estar también ante el principio de muchas cosas. Pero, sobre todo, ante un gigantesco vacío, ante la gran pérdida de fe: personal, económica, estética, política.

Rosalía lo ha representado magníficamente.

Voy a volver a escuchar "Motomami" ahora mismo, qué demonios.

En 1965, David Crosby, al cual le gustaban los sonidos raros y tenía una banda de música de pop-rock exitosa, The Byrds, conoció a los Beatles en una de las primeras giras del grupo por Estados Unidos. Un día le mostró a George Harrison un sitar. A este le gustó cómo sonaba y lo introdujo, por primera vez, en una canción titulada "Norwegian Wood", del álbum 'Rubber Soul', ese mismo año. El sonido del sitar se hizo famoso al instante.

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