Es noticia
La gente es más solidaria de lo que crees, pero está harta de sacrificarse
  1. Cultura
'TRINCHERA CULTURAL'

La gente es más solidaria de lo que crees, pero está harta de sacrificarse

Poco a poco, la población empieza a sospechar que le va a tocar pagar de nuevo la cuenta de la guerra. O convertimos los sacrificios en solidaridad, o vamos a tener un problema

Foto: Foto: EFE/Aleksander Kozminski.
Foto: EFE/Aleksander Kozminski.

Llevo varios días despertándome con el temblor del centrifugado de la lavadora del vecino. Durante los últimos meses, el edificio se convierte cada madrugada en una sinfonía de electrodomésticos rugiendo. El sonido de la crisis energética no puede compararse con las alarmas antiaéreas de Ucrania, pero funciona como recordatorio de esa complicada trama de efectos y causas que nos une a todos.

Lo bueno de vivir en un piso en un barrio popular como Carabanchel y no en un chalet en mitad de la sierra es que uno puede sintonizar con el estado de ánimo de la gente simplemente escuchando los sonidos que le envuelven cada noche. Recuerdo los del viernes 13 de marzo de 2020, hace exactamente dos años, en la víspera del confinamiento. Un silencio irreal puntuado por toses que recordaban que el virus estaba más cerca de lo que queríamos pensar.

* Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí

El sonido de las máquinas es el zumbido inagotable de la crisis continua, del estado de excepcionalidad perpetuo. Me acuerdo de aquellos días de pandemia y los recuerdo como un alarde de solidaridad. Cuando estalló la tragedia, y en contra de las lecturas de los pesimistas antropológicos, la población sacó lo mejor de sí y ayudó al vecino, llamó a la gente a la que no llamaba nunca y volvió a preguntarse por quién vivía al otro lado del tabique.

Algo semejante ha ocurrido tras el estallido de la guerra de Ucrania, a veces de manera desaforada, lo que ha provocado que las despensas se llenen, las organizaciones no den abasto para satisfacer todas las peticiones y algunos héroes improvisados cojan el coche para recoger a refugiados en la frontera polaca. Las declaraciones del alcalde de A Estrada lo resume bien: "Tengo la sensación de que esto se convirtió en una competición por ver quién es capaz de traer más refugiados".

placeholder Recogiendo productos para donar a Ucrania en Bilbao. (Reuters/Vincent West)
Recogiendo productos para donar a Ucrania en Bilbao. (Reuters/Vincent West)

Buenas intenciones con resultados discutibles que muestran, no obstante, la capacidad que tenemos de arrimar el hombro si somos capaces de ver el resultado directo de nuestro esfuerzo. Si envías dos paquetes de arroz, sospechas que esos dos paquetes de arroz servirán para aliviar el hambre en las ciudades sitiadas. Si salvas a un refugiado, el mundo tendrá un refugiado menos por salvar. Como cuando Schindler se preguntaba cuántas vidas habría podido salvar si hubiese vendido su coche.

Hay algo directo, físico y comprensibles en los viajes que algunas personas están realizando por Europa, que permite medir el impacto de nuestras acciones. Queremos hacer algo, hacemos algo y eso cambia la vida de otras personas.

Tengo la sensación que durante la pandemia, el crac social apareció justo después del confinamiento, cuando la solidaridad social se convirtió en sacrificio individual. Cuando se comenzaron a imponer reglas, algunas comprensibles, y otras arbitrarias, que no afectaban a todos por igual (¿se acuerdan de los viajes que se pegaban los superricos mientras usted no podía salir de su municipio?), algo se rompió. Ya no éramos comunidad, éramos individuos. La desconfianza comenzó a aparecer y el virus entendió de clases.

Es el "oh, mierda, ahí vamos de nuevo" de la socialización del coste de la guerra

Es un problema de abstracción. Como humanos nos resulta difícil comprender el impacto que una suma de pequeñas acciones individuales puede tener en el mundo que nos rodea. Pero también el resultado de un discurso en el que la política de lo común desaparece en favor de un sálvese quien pueda en el que la culpa se deriva hacia el comportamiento de la población.

Una sensación parecida ha tenido la gente durante esta última semana cuando se le ha recordado, soslayadamente, que ese vecino que pone la lavadora a las seis de la mañana para ahorrar está financiando la guerra de Putin. Todos lo hacemos. A la gente le suena raro porque, desde luego, lo último que pretenderíamos es eso. Por eso, cuando Josep Borrell le pide al ciudadano europeo que baje un grado la calefacción, la gente se ríe, se enfada y patalea. Porque es el "oh, mierda, ahí vamos de nuevo" de la socialización del coste de la guerra.

Mal momento, además. Después de dos años de sacrificios, económicos, sociales y psicológicos, se nos pide aún más.

placeholder Josep Borrell. (EFE/EPA/Juliwn Warnand)
Josep Borrell. (EFE/EPA/Juliwn Warnand)

La clave, creo, se encuentra en la diferencia entre la solidaridad y el sacrificio, una palabra que se ha utilizado mucho en los últimos días. La solidaridad es activa, visible, comprobable y elegida. Nos da la sensación de que tenemos el mundo en nuestra mano. El sacrificio es pasivo, invisible, abstracto e impuesto. Nos obligan a hacer algo cuyo impacto no está claro. Si los gobiernos europeos quieren conseguir movilizar a la población, quizá deban empezar a pensar cómo convertir el discurso del sacrificio en el de la solidaridad, o si no, vamos a tener un grave problema.

El bienestar que todos queremos

En su famoso discurso del otro día, el máximo representante de la diplomacia europea arrojó otra sentencia lapidaria, que, como dicen ahora los jóvenes, me parece mucho más problemática que aquel detalle sobre la calefacción: "Los europeos necesitan que el ruido de las bombas a las cinco de la mañana al caer sobre Kiev les despierte de su sueño de bienestar".

Si Europa no puede garantizar el bienestar de sus ciudadanos, ¿para qué está?

La frase lleva revolviéndome varios días por las implicaciones que tiene. Si el bienestar europeo es un sueño, ¿llevamos décadas viviendo una mentira? Hay algo 'hobessiano' en la visión de Borrell del conflicto, que ya afloró hace unos años cuando nos recordó que "la paz no es el estado natural de las cosas". La Unión Europea siempre se ha presentado precisamente como el intento de demostrar que eso no es verdad, que el hombre no es un lobo para el hombre.

Es posible que Rusia exporte gas, petróleo y guerra, pero durante mucho tiempo, la principal exportación de Europa ha sido el bienestar. Un Estado que garantizaba la protección de la salud y la educación de sus ciudadanos, una calidad de vida mínima para poder disfrutar de su existencia en sus propios términos; unas condiciones que nos gustaría que se pudiesen replicar en cualquier rincón del mundo. Eso que ahora se sugiere que es un sueño que debemos sacrificar en la retórica de la guerra era precisamente lo que distinguía nuestra sociedad. Y si la única manera de participar en la guerra es renunciar al bienestar, ¿para qué luchamos?

Foto: Una estudiante ucraniana, en las protestas del pasado 27 de febrero en Barcelona. (Reuters/Nacho Doce)

No cabe duda de que el gran debate durante las próximas décadas será a qué renunciamos para poder sobrevivir, cómo adaptamos nuestro estilo de vida a la crisis climática y energética. No cabe duda, escuchamos, de que exigirá sacrificios. Pero también es evidente que el sacrificio, la culpabilización del ciudadano y depositar la responsabilidad en el comportamiento individual generará tensiones si no se ofrece algo a cambio. Aún más si no va acompañado de distribución, de igualdad y de recorte de privilegios, no de socialización de los sacrificios. Yo, como siempre, lo que diga Rendueles.

La política es precisamente lo que permite convertir los sacrificios individuales en estrategias compartidas, la sensación de injusticia en proyectos solidarios. Es lo que debe salvar ese vacío entre lo individual y lo colectivo. La política debe transformar la incapacidad individual en acción colectiva, por ejemplo, habiendo acelerado proyectos que redujesen la dependencia rusa al menos desde 2014, cuando ya era patente. Desde luego que la gente quiere hacer algo, pero lo que quiere es que lo que haga sea justo y libre, que aspire a mejorar la vida de todos, que no sea una orden paternalista.

Que cale la sensación de que no merecemos nuestro bienestar abre puertas peligrosas

Porque si Europa no tiene bienestar ni tiene paz, si tiene que despertarse de su sueño, ¿qué le queda? ¿Una pesadilla? Que cale la sensación de que hemos disfrutado de la estabilidad por encima de nuestras posibilidades y que solo nos queda renunciar a unos supuestos privilegios que no son más que la base del Estado del bienestar y que abre en el frente local una puerta muy peligrosa por la que se pueden colar toda clase de terrores nocturnos.

Llevo varios días despertándome con el temblor del centrifugado de la lavadora del vecino. Durante los últimos meses, el edificio se convierte cada madrugada en una sinfonía de electrodomésticos rugiendo. El sonido de la crisis energética no puede compararse con las alarmas antiaéreas de Ucrania, pero funciona como recordatorio de esa complicada trama de efectos y causas que nos une a todos.

Conflicto de Ucrania Estado del bienestar Trinchera Cultural
El redactor recomienda