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¿Quiero volver a los 70? Solo para besar a mis padres y a mi tío Eusebio
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'TRINCHERA CULTURAL'

¿Quiero volver a los 70? Solo para besar a mis padres y a mi tío Eusebio

A los que no somos guardianes de la moral ni de las esencias nos trae al pairo que critiquen la nostalgia, nuestra dieta, nuestra ristra de incoherencias, nuestros ratitos neoyorquinos

Foto: La España de los años 70. (Getty/Harry Dempster)
La España de los años 70. (Getty/Harry Dempster)

Después de dar vueltas sin rumbo el lunes por la mañana, decidí desayunar en un bar pequeño, minimalista, cercano al Templo de Debod y con pretendido aire neoyorquino. En la puerta, una pizarra advertía de que en ese lugar de nombre anglosajón no había café descafeinado ni sacarina. "Vamos, que no puedo venir con mi tía Maricarmen ni con otros miembros de mi familia a los que el médico de cabecera les ha dicho que ojito con la tensión", me dije a mí misma pero en versión mucho más reducida.

El camarero con pinta también de ser dueño nos miró extrañados cuando preguntamos si había perchas. Como extrañada miré yo la cuenta al pagar más de ocho euros por dos cafés con leche y una napolitana de chocolate y desayunar haciendo un escorzo con los muslos, el abrigo, el gorro, la bufanda y el periódico por la parte del crucigrama. Al menos en los cafés nos pintó un corazón del mismo tamaño del taburete en el que apenas me cabía el culo.

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En la mesa de al lado había una pareja con carrito de bebé y un amigo. Ella decía cosas extrañas que sonaban aún más extrañas en un lunes festivo y constitucionalista. "Yo ahora en mi trabajo me ocupo de crear valor", decía mientras mojaba con ansia un trozo de bizcocho en el café con leche y yo intentaba calcular la millonada que le iba a costar aquello.

Su marido iba con camiseta roja y coleta de pelo fino a medio hacer. Hablaba de sus ganas de exponer, las mismas que de conseguir una beca mientras las dos muchachas de al lado, con la rinoplastia bien hecha, pedían un 'latte' con la propiedad de quien lleva años pronunciando la frase y llamando al descafeinado 'decaf'. La música era de esas intimistas que te ponen para hacerte un facial, pero no para desayunar.

A ver si puede darse, mujer

El martes vi a mi tía Maricarmen pero no hablamos de este asunto. Ni quisiera me dejó invitarla a desayunar o al aperitivo porque está "a plan". Su fuerza de voluntad es tal que hicimos otro escorzo, pero esta vez, al cruzar de acera, para no pasar por el escaparate de un sitio donde siempre huele a bollos y a café recién molido.

Volvió a pronunciar una de sus frases favoritas: "A ver si puede darse, mujer", que es como ella resume a que pasen las cosas buenas. Esta vez se refería a que yo pueda ponerme el año que viene la mantilla, la peineta y el luto riguroso para salir en procesión por Getafe, que es la manera que tenemos en el pueblo de hacer nuestras puestas de largo.

A las dos de la tarde no cabía un alfiler en Oskar Burger, un sitio en el que las hamburguesas tienen siempre el triple de ingredientes de los que deberían, pero como la carne (dicen las madres, decía la mía) viene de un sitio conocido, ya es suficiente aval para visitarlo desde la década de los 70. Es un sitio donde por poco dinero llenas el estómago, la ropa se impregna de un olor a colesterol y a hogar (si es que el colesterol huele a algo) y nadie viene a darte la turra habitual en estos tiempos: "No comas carne que le haces daño al planeta" o "deja de venerar los planes de la infancia, maldita privilegiada, que había gente sufriendo mientras tú colapsabas tus arterias".

Es un sitio donde por poco dinero llenas el estómago y nadie te da la turra: "No comas carne que le haces daño al planeta"

Son tiempos de darnos la brasa sin resultado alguno. A la pareja que espera deseosa el fin de semana para ir al centro comercial porque toda la vida está ahí dentro le importa un bledo la cuantía de una beca para exponer. Al de la masa madre, la quínoa y las asanas le parece una ordinariez la panceta del bocata, las barbacoas comunitarias y las películas en versión doblada.

A los que no somos guardianes de la moral ni de las esencias nos trae al pairo que critiquen la nostalgia, nuestra dieta, nuestra ristra de incoherencias, nuestros ratitos neoyorquinos, nuestra burricie intelectual, cuando deseamos pagar impuestos para que el de al lado le vaya tan bien o mejor que a nosotros, la boa de plumas y la dieta ayurveda. Todo cabe en una vida. Es cuestión de hacerle espacio, de juzgar poco, de escuchar mucho.

El producto local

Ninguna de las 14 amigas con las que conviví desde los 3 hasta los 17 años salió nunca del armario. La vida se basaba en suspirar por quién de los Hombres G, New Kids on the Block e incluso Mili Vanili, pondría sus ojos en nosotras. Mientras, nos conformábamos con el producto local. Richard en mi caso, que por supuesto se llamaba Ricardo. Como llamar 'decaf' al descafeinado. Aprobar, claro, también era importante.

Éramos católicas por inercia y porque íbamos a un colegio de monjas y solo de chicas. Las había con padres en paro, divorciados, nuevos ricos, constructores y camareros. No hablábamos de política y en estos casi treinta años que llevamos sin compartir aula, a pesar de estar cada una por nuestro lado, nos escribimos para decir cosas llenas de afecto y escasa profundidad. Compartimos una campaña de recogida de alimentos y juguetes, algún que otro chiste sin importancia, cumpleaños o el típico mensaje de "¿Conocéis a alguien que…?" y cualquier cosa dispar a continuación. ¿Nos echamos de menos? No creo. ¿Está bien saber que la que se vistió de Goyesca contigo en un festival del día de la madre está vivita y coleando? Rotundamente sí.

Yo nunca le he preguntado a mis amigas por traumas identitarios, abusos o violencias

Sabemos, aunque no lo digamos, que somos ahora bastante mejores que entonces. Que somos más libres, que aquel pueblo a veces nos ahogaba y que para atrás solo para ahorrarnos el dinero del tinte porque ni siquiera para tomar impulso; volver solo cuando son las fiestas patronales y darnos besos sonoros, que yo vuelva a imitar a Serrat cantando 'Todos contra el fuego', que era mi gag más estable. Sabemos que había gente que lo pasaba peor y también que los burgueses capitalinos iban a Archy y a Jácara.

Yo nunca le he preguntado a mis amigas por traumas identitarios, abusos o violencias. Ellas tampoco han indagado en mis sombras. ¿Significa eso blanquear las injusticias? No. ¿Significa eso que éramos planas como el guion de la saga 'Too fast too furious'? Claro. ¿Quiero volver a los 70? Solo para besar a mis padres y a mi tío Eusebio. ¿Somos ese grupo de 14 más listas, más rojas, mejores? Lo desconozco. Ahora me rodeo de todo aquello que me faltaba de pequeña. Otra mirada, otras infancias, otras sexualidades, otros silencios. Lo miro y pienso en la suerte que tuve. Me miran y no me reprochan. Me abrazan y no me juzgan. Me ven cuando rezo y cuando voy a la calle el 8 de marzo. Y saben que nunca tomo descafeinado.

Después de dar vueltas sin rumbo el lunes por la mañana, decidí desayunar en un bar pequeño, minimalista, cercano al Templo de Debod y con pretendido aire neoyorquino. En la puerta, una pizarra advertía de que en ese lugar de nombre anglosajón no había café descafeinado ni sacarina. "Vamos, que no puedo venir con mi tía Maricarmen ni con otros miembros de mi familia a los que el médico de cabecera les ha dicho que ojito con la tensión", me dije a mí misma pero en versión mucho más reducida.

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