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Comuneros, del mito liberal al símbolo republicano
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Comuneros, del mito liberal al símbolo republicano

La exposición de los 500 años inaugurada por las Cortes de Castilla y León pugna por despojar el movimiento de las tergiversaciones

Foto: La sede de las Cortes de Castilla y León acoge la exposición 'Comuneros: 500 años', con motivo del V centenario del movimiento comunero. (EFE)
La sede de las Cortes de Castilla y León acoge la exposición 'Comuneros: 500 años', con motivo del V centenario del movimiento comunero. (EFE)

Me ha sorprendido leer en la prensa un pintoresco titular que aludía a una exposición recientemente inaugurada en la sede de las Cortes de Castilla y León: “El rey acepta la presidencia de honor de los 500 años del Movimiento Comunero”. Planteado así, podría pensarse que Felipe VI titubeó al respecto. Que se lo pensó. Y no fueron así las cosas. Claro que se avino a desempeñar la presidencia, pero el titular sobrentendía al mismo tiempo la sorpresa de un monarca celebrando una suerte de movimiento regicida. Naturalmente porque el movimiento comunero, de la ficción a la realidad, es objeto de toda clase de lecturas presentistas y oportunistas.

Se le atribuyen intenciones republicanas, pulsiones guillotinescas. Y se le connota con rasgos revolucionarios. Y no solo ahora, cuando la fragilidad de la monarquía enfatiza la pasión hacia las rebeliones populares, sino en el romanticismo, cuando adquirió cuerpo el mito literario y cuando se acudió a los comuneros como el antecedente necesario del liberalismo.

Una manera de identificarlos consiste en el lienzo sensacionalista que destaca en el 'altar mayor' de la exposición vallisoletana. Se titula 'La ejecución de los comuneros de Castilla'. Forma parte del patrimonio del Museo del Prado. Y es una obra de Antonio Gisbert que expone con teatralidad y sensacionalismo la expiación del patíbulo de Padilla, Bravo y Maldonado.

placeholder 'La ejecución de los comuneros de Castilla', de Antonio Gisbert (1860).
'La ejecución de los comuneros de Castilla', de Antonio Gisbert (1860).

Nos hemos acostumbrado a citar los nombres como si fueran la delantera del Valladolid. Y representan una trinidad a la que la ciudad de Madrid, entre muchas otras, le concede un espacio de calles contiguas, como si fueran indisociables: Padilla, Bravo y Maldonado. Es difícil disociar la terna de la mitificación. Y de los méritos que le atribuyen la historia y la leyenda, confundidas entre sí en un relato ambiguo que presenta suficientes argumentos de consenso y abundantes motivos instrumentales.

Destaca entre estos últimos la adopción que hizo la II República. La invocación de la épica comunera no solo enfatizaba el destronamiento de los Borbones, también introducía el color morado en la bandera nacional y reivindicaba el pendón de los insurrectos.

Las razones

Los comuneros se levantaron contra Carlos I porque se negaban a sufragar con impuestos sus cuitas imperialistas e imperiales. Porque el titular de la casa de Habsburgo favoreció los gremios textiles de Flandes en detrimento de los castellanos. Y porque el monarca se trajo una corte extranjera y un aparato burocrático que resultó desesperante en sus poderes discriminatorios.

Foto: Juan de Padilla, comunero, en el patíbulo.

Se alzaron las comunidades bajo el liderazgo de Padilla, Bravo y Maldonado, cuyo pendón militar forma parte de las reliquias y documentos que abastecen la exposición de las Cortes. Figuran el documento de la excomunión y los papeles que exponen la pena de muerte de los insurrectos, incluso la Ley Perpetua de Ávila, redactada en 1520 con las pretensiones de convertirse en un corpus normativo destinado a oponer y objetar al rey el contrapeso de una asamblea representativa de estamentos y de ciudades.

Los comuneros pudieron redactar la primera Constitución de España y de Europa

Es una manera de considerarla la primera Constitución de España y de Europa. Y de significar las pulsiones de una sociedad más compleja que aspiraba a desquitarse del yugo aristocrático y de la sumisión de la nobleza más rancia. Por eso reviste interés asomarse a las grandes referencias culturales de la época. Y a la insólita vitalidad anacrónica del gótico en el siglo XVI. El Renacimiento bullía en Italia y proliferaba en Europa la nueva doctrina del humanismo, pero el arte y la arquitectura españolas parecían ensimismarse en las referencias del antiguo régimen. Un gótico manierista, flamígero, que abjuraba del nuevo canon continental. La providencia de los reyes. Las dos espadas. El miedo a Dios.

Hubo aliados eclesiásticos entre los insurrectos, particularmente los sacerdotes diocesanos, los clérigos regulares franciscanos y dominicos, incluso algunos profesores universitarios. Conformaban la argamasa conceptual, la materia gris de un movimiento que, en realidad, no aspiraba a destronar la monarquía, sino a contener los excesos del absolutismo. Y el absolutismo resultó incontenible, tanto en la ejecución de los cabecillas en Villalar como en los tres años en que se prolongó la guerra, aunque la fallida revuelta sirvió para corregir las tentaciones de una monarquía medieval. El propio Carlos I predispuso medidas de gracia y de perdón. Extendió la clemencia y promulgó el perdón general en Vitoria en octubre de 1522.

Foto: El escritor Lorenzo Silva ante la estatua del comunero Juan Padilla en Toledo (CARLOS RUÍZ)

“Las Comunidades fueron una oposición que no tuvo o no encontró una vía legal en la que justificar su rebelión contra el poder establecido, legal y legítimo”, escribe el profesor Eduardo Fernández García. “Sin justificación para lograr los objetivos propuestos, la rebelión se convirtió en un proceso sin fin que muchas veces tuvo unos tintes revolucionarios. La falta de institucionalización del proceso condujo a las Comunidades a la falta de adhesiones, y al final a la derrota de los campos de Villalar”.

Extrapolaciones

No va a resultar sencillo despojar la conmemoración de las extrapolaciones contemporáneas, en estos tiempos de fervores republicanos y de debilidades monárquicas. El movimiento comunero ha engendrado una dimensión que trasciende los propios hechos históricos y que los grandes historiadores españoles acostumbraron a etiquetar con magnificencia. Pemán, Maravall, Marañón, Menéndez Pidal observaron en las 'comunidades' un sesgo de modernidad, una expectativa europeísta, un hálito humanista. Y hasta la primera revolución de los tiempos modernos, precisamente por la pretensión de formar un Estado constitucional antes de que la idea surgiera o cuajara en Francia o en Inglaterra.

Foto: Los Comuneros Padilla, Bravo y Maldonado en el Patíbulo, Antonio Gisbert, 1860. Opinión

Valladolid conmemora cinco siglos del ajusticiamiento de Villalar. Una incursión en el tiempo que entremezcla fetiches y documentos, manuales de ajedrez, útiles de guerra, retratos exorcistas de Juana la Loca y una colección de instrumentos musicales que procede inventariar porque estimulan la imaginación y los oídos como si los trastos hubieran salido de un cuadro de El Bosco: el orlo, la chirimía, el sacabuches y el añafil.

El músico y musicólogo Jordi Savall fue capaz de reunirlos en un magnífico trabajo de filología que concibió para el sello Alia Vox y en cuya portada aparece retratado el emperador Carlos I, henchido en su imagen ecuestre más arrogante. Así lo pinto Tiziano, enfatizando una mandíbula de depredador que llamó la atención a un vecino de Calatayud incapaz de contenerse cuando el emperador atravesó la localidad aragonesa. “Mi señor, cerrad la boca que las moscas de este reino son traviesas”.

Me ha sorprendido leer en la prensa un pintoresco titular que aludía a una exposición recientemente inaugurada en la sede de las Cortes de Castilla y León: “El rey acepta la presidencia de honor de los 500 años del Movimiento Comunero”. Planteado así, podría pensarse que Felipe VI titubeó al respecto. Que se lo pensó. Y no fueron así las cosas. Claro que se avino a desempeñar la presidencia, pero el titular sobrentendía al mismo tiempo la sorpresa de un monarca celebrando una suerte de movimiento regicida. Naturalmente porque el movimiento comunero, de la ficción a la realidad, es objeto de toda clase de lecturas presentistas y oportunistas.

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