El último secreto de La Gioconda: el robo que dio fama mundial al cuadro de Da Vinci
De repente, el hueco dejado en la pared por el ladrón de la Mona Lisa recibió un alud de visitas inesperadas, con las clases populares entusiasmadas por pagar la entrada
No menosprecien la influencia de la pintura Pompier en la Historia del Arte. El martes 22 de agosto de 1911 Louis Béroud, un costumbrista de bajos vuelos, acudió a su cita con el Museo del Louvre. Desde hacía unas semanas tenía en mente un lienzo con la 'Gioconda' como epicentro del mismo. Por aquel entonces la fama del retrato de Leonardo da Vinci, de cuya muerte celebraremos el quinto centenario este próximo jueves, estaba en una escala media, y pocos la habían introducido en la cultura popular. El único contemporáneo en considerarla había sido Julio Verne, quien en 1851 escribió la comedia 'Mona Lisa', basada en el proceso creativo y aliñada con una intriga amorosa entre Lisa Gherardini y el arquetípico hombre renacentista.
Al llegar a la sala prevista Béroud se extrañó por la ausencia de la pequeña tabla, con su espacio huérfano. Contactó con los vigilantes de la pinacoteca, respondiéndole estos que, con toda probabilidad, se hallaba en el estudio fotográfico de la casa Braun, cuyos responsables afirmaron desconocer donde se encontraba la pieza. Tras todas estas averiguaciones saltaron las alarmas y empezó la caza al ladrón, un disparate superlativo para la prensa del momento, feliz por tener a su disposición un tema generador de muy buenas historias apoyadas con material fotográfico reconocible para causar sensación entre los lectores.
El episodio, digno de una novela, suscitó minúsculas revoluciones con muchas luces enfocando a nuestra modernidad. En su imprescindible 'El robo de la Mona Lisa' (Sexto Piso) Darian Leader cuenta cómo, de repente, el hueco dejado por la Gioconda recibió un alud de visitas inesperadas, con las clases populares entusiasmadas por pagar la entrada, admirar un trozo de muro e inventar sin querer un episodio de arte conceptual urdido a partir de una performance involuntaria del caco. Los asistentes batieron el record histórico de asistencia a las colecciones del antiguo palacio real.
La significación de ese furor por contemplar el vacío tiene muchos matices de carácter sociológico. En primer lugar no podemos olvidar el hechizo de saber que, poco antes, el rectángulo estaba ocupado por un cuadro, y cabe la posibilidad de vislumbrar tanta devoción por la dualidad del pasado y el presente, del cómo era y el cómo está, si bien otras hipótesis apuntan a la sugestión por ir al origen del misterio y decir yo estuve allí, actitud potenciada en la contemporaneidad mediante lo inmediato de las informaciones de impacto universal, y quizá esa afluencia masiva en París fue la primera piedra del edificio.
El nacimiento de un ícono mundial
La resolución del caso, idóneo por su condición folletinesca, estuvo plagado de giros imprevistos del guión. Una semana después de los hechos el diario Paris- Journal recibió una carta de Géry Pieret, quien además adjuntaba una estatua birlada al Louvre y confesaba ser el autor del delito. Si querían recuperar ese preciado bien debían entregarle ciento cincuenta mil francos oros.
Pieret, un belga sin muchos escrúpulos y de un considerable cinismo, había sido con anterioridad secretario del poeta Guillaume Apollinaire, a quien en 1907 enseñó lo sencillo de robar en el célebre museo, pasar desapercibido y llevarse un buen botín. Birló varias estatuillas ibéricas y las vendió por una módica cifra a Pablo Picasso, gran amigo del autor de 'Alcools' y con toda probabilidad inspirado por esos rostros arcaicos, uno de tantos puntos de apoyo para incendiar el ambiente con 'Las demoiselles d’Avignon'. La policía gala no tardó en atar cabos y tanto Picasso como Apollinaire fueron interrogados hasta quedar retratados en su humanidad. El genio malagueño negó conocer a su amigo y este pasó una breve temporada en la cárcel, acusado de complicidad y ocultamiento criminal.
Como siempre, el criminal andaba cerca y no fue capturado antes por una serie de errores bastante lógicos pese a lo correcto de las pesquisas. La máxima no hay crímenes perfectos sino investigaciones imperfectas podría aplicarse a este relato. Se tomaron las huellas dactilares de los 257 empleados del museo, sin contar con los temporales como Vincenzo Peruggia, uno de los cristaleros encargados de cubrir con un cristal protector las obras maestras del recinto para impedir agresiones de desequilibrados mentales. El lunes 21 de agosto aprovechó el descanso semanal del museo para acceder al mismo a las siete de la mañana con el objetivo de rescatar a su ilustre compatriota. La bajó de su ubicación, la veló durante su huida y una vez en su domicilio la depositó en una maleta blanca con doble fondo, donde permaneció durante dos largos años hasta retornar a Italia con su propietario.
Peruggia se apoderó de la Mona Lisa por un motivo práctico: el lienzo es dimensiones reducidas y eso lo hacía llevadero y manejable
Peruggia se apoderó de la Mona Lisa por un motivo más bien práctico. El lienzo es dimensiones reducidas, 77x 53cm, y eso lo hacía llevadero y manejable más allá de su valor artístico. Como es comprensible, al fin y al cabo trabajaba con ellos, no ignoraba su trascendencia artística, pero su sapiencia era más bien limitada, como se demostró una vez fue detenido tras presentarlo en Florencia a un coleccionista de arte que lo denunció apenas abandonó la galería donde lo ofreció. En su confesión este precedente del famoso de quince segundos dijo haber actuado por un hondo sentimiento patriótico con el fin de devolverla a su patria de origen, de donde, según su declaración, fue hurtada por las tropas napoleónicas. Sus nobles y disparatadas intenciones apenas le acarrearon un año de prisión.
Este desenlace fue la culminación del proceso de la Gioconda hacia un indiscutible estrellato. De ser notoria devino imprescindible y así empezaron las elucubraciones sobre su supuesta sonrisa, las imperfecciones, las identidades de la dama, claras desde el mismo título de la composición, y más entresijos revestidos de cierta absurdidad por eso de lo poco gusta y lo mucho cansa. La paulatina era de la reproductibilidad industrial y el aprovechamiento del filón la convirtieron en omnipresente hasta la banalización.
De la parodia al selfi
Su nuevo estatuto en el imaginario colectivo fue interpretado de distintas maneras por las vanguardias artísticas. Ya en 1914 Kazimir Malevich la incluyó en uno de sus experimentos de aire cubista apegado a la cotidianidad entre letras y cuadrados monocromos donde ella, quien si no, es la excepción, tachada en su rostro y escote por un par de cruces rojas, casi como si así el ruso resumiera su relevancia tan ajena a las apuestas de los transgresores de principios de la pasada centuria. En este sentido, y la elección no es en absoluto casual, suele atribuirse la fundación de este tipo de parodias a Marcel Duchamp, siempre dispuesto a hacer temblar los cimientos de lo institucionalizado desde la ironía y una actitud heterodoxa reflejada en todas y cada una de sus intervenciones. Con el óleo de Leonardo se sirvió de una reproducción, encabezándola con las siglas LHOOQ, homófono en francés de "Elle à chaud le cul" ("Ella tiene el culo caliente"), para, a continuación, dibujarle bigotes y perillas.
Esta senda tuvo seguidores de muchos calibre, siempre desde una crítica indirecta hacia la ubicuidad como forma de configurar un gusto mayoritario, aséptico por sobredosis reproductiva. Dalí se autorretrató como ella con el añadido de unas monedas en las manos como metáfora del objeto artístico y su vínculo con los poderes económicos; Sapeck hizo que fumara en pipa, Botero la engordó según su pincel de manual, Warhol la multiplicó con policromías, Rauschenberg ofreció cuatro versiones manipuladas y el decálogo daría para una tesis doctoral hasta ampliarse a otras facetas artísticas. Nat King Cole y Bob Dylan la cantaron, como Amélie Morin, quien sin tanta prédica internacional dio en el clavo en su tema 'Je m’ennuie seule dans mon tableau' y sus versos definitorios: "Je m’ennuie seule dans mon tableau/ sous les spotlights je crève de chaud/ Y’a cinq cents ans que j’fais mon show,/On prend mon sourire en photo" ("Me aburro sola en mi cuadro, bajo los focos muero de calor, desde hace quinientos años hago mi show, toman mi sonrisa en una foto").
La obsesión por inmortaliza a la Mona Lisa en cámaras de consumo privado es el último aspecto remarcable de su fortuna
Y esta obsesión por inmortalizarla en cámaras de consumo privado es el último aspecto remarcable de su fortuna. Ahora está demasiado frágil para viajar, pero en los años sesenta y setenta recorrió América y Asia para ganar más adeptos, ahora empecinados en observarla en vivo y en directo, si bien la expresión no es nada precisa. Desde 2005 tiene una sala donde eclipsa hasta la nada a 'Las bodas de Caná', de Veronese, ignorada por todo el público, que asimismo, como si la historia de 1911 se repitiera desde otros postulados, cree ver sin ver a la Mona Lisa, esmerándose en captarla con sus dispositivos sin estimar sus infinitos matices. La reincidencia y el placer por el yo estuve allí nunca se fue, y en la actualidad muchos museos parecen haberse resignado ante esa dinámica hasta propiciar una amalgama de realidades paralelas bastante surrealista, con los amantes del arte contentos por gozar tranquilos de cuadros menos notorios y los turistas de turno apilonados en su titánica lucha por reproducir con poco tino hitos triviales y rivalizar desde una clara inferioridad con las postales de la tienda de la pinacoteca.
No menosprecien la influencia de la pintura Pompier en la Historia del Arte. El martes 22 de agosto de 1911 Louis Béroud, un costumbrista de bajos vuelos, acudió a su cita con el Museo del Louvre. Desde hacía unas semanas tenía en mente un lienzo con la 'Gioconda' como epicentro del mismo. Por aquel entonces la fama del retrato de Leonardo da Vinci, de cuya muerte celebraremos el quinto centenario este próximo jueves, estaba en una escala media, y pocos la habían introducido en la cultura popular. El único contemporáneo en considerarla había sido Julio Verne, quien en 1851 escribió la comedia 'Mona Lisa', basada en el proceso creativo y aliñada con una intriga amorosa entre Lisa Gherardini y el arquetípico hombre renacentista.