Es noticia
Los últimos días de 'la ciénaga' de los refugiados
  1. Mundo
"¿Qué soy? ¿un mono? ¿ni siquiera una persona?"

Los últimos días de 'la ciénaga' de los refugiados

Viven en el lodo, sin electricidad, entre ratas. La situación en el campo de Dunkerque ha tocado fondo en medio de la impasibilidad del Gobierno francés. Viajamos a 'la jungla' de Grande-Synthe

Foto: Un migrante, entre las tiendas de campaña que conforman el campo de refugiados de Grande-Synthe, cerca de Dunkerque, Francia. (Foto: Jordi Oliver)
Un migrante, entre las tiendas de campaña que conforman el campo de refugiados de Grande-Synthe, cerca de Dunkerque, Francia. (Foto: Jordi Oliver)

“Huí de mi país porque Daesh (Estado Islámico) hizo que la vida fuera horrible en Irak. Pero me he encontrado con una vida igualmente horrible aquí”. Artin acompaña sus palabras con un gesto de la mano para mostrar el paisaje. Y siguiendo el movimiento, únicamente se ve lodo y más lodo sobre el que se apelotonan endebles tiendas de campaña. Este es el campo de Grande-Synthe, en Dunkerque, donde hace apenas tres meses habitaban 500 refugiados y en el que a día de hoy hay más de 2.500 (algunas fuentes aseguran que 3.000, pero no hay datos oficiales).

Como la mayoría de los habitantes de este campo, Artin es kurdo y vivía en Irak. A diferencia del campo de refugiados de Calais, en Dunkerque la población es más homogénea: casi todos sus pobladores proceden del Kurdistán. Y la mayoría relata la misma historia: tenían una buena vida en su país hasta que llegó el Estado Islámico y tuvieron que escapar. No todos se lo pudieron permitir, pues el viaje cuesta entre 6.000 y 8.000 euros. “No están acostumbrados a los niveles de miseria que se encuentran en este campo. Ni siquiera los que han vivido en zonas de guerra han tenido que padecer una situación de precariedad como esta. Las autoridades francesas no están atendiendo a las necesidades más básicas. Es ridículo que en el siglo XXI, y en el sexto país más rico del mundo, la gente viva así”, denuncia a El Confidencial Jean-François Corty, director de misiones en Francia de Médicos del Mundo.

Cada noche, muchos salen del campo con la esperanza de llegar a Reino Unido y a cada mañana otros tantos regresan. El método habitual es introducirse en camiones refrigerados

Artin vivía en Mosul, una próspera ciudad iraquí a orillas del Tigris que era conocida como “la perla del norte”. En junio de 2014, el Estado Islámico tomó la ciudad y, en unos días, la que había sido la animada plaza Bab el Tub se convirtió en un centro de ejecuciones y crueles castigos. En medio del éxodo masivo de civiles, Artin y su familia lograron escapar y, tras un interminable periplo, llegaron hace cinco meses a este campo. Se encontraron una ciénaga sin electricidad ni agua caliente, que solo cuenta con una veintena de baños químicos en condiciones deplorables. Únicamente hay un punto de electricidad, robado de la cercana carretera, en el que pueden cargar sus móviles. La suciedad se acumula entre el lodo, y las ratas campan a sus anchas.

La policía solo se encarga de vigilar que no entren materiales de construcción. Algunos refugiados intentan introducir a escondidas palés para evitar que sus tiendas -en su mayoría diminutos iglús- se hundan en el lodo. Las familias más numerosas las amplían con plásticos, en muchas ocasiones de anuncios publicitarios, lo que hace que el paisaje resulte aún más inquietante.

En todo el campo únicamente hay dos pequeñas construcciones: los puntos en los que las ONG reparten productos básicos que han sido donados por particulares, y que siempre resultan insuficientes. Los habitantes de este lodazal siempre piden lo mismo: “shoes, shoes” (zapatos). Pese al frío, algunos caminan en chancletas. También se ha construido una diminuta escuela, que es más bien una ludoteca en la que los voluntarios intentan entretener a los más pequeños. Y es que, según datos estimados por las ONG, entre el 15% y el 20% de los pobladores del campo son niños.

Artin calienta una olla en una pequeña hoguera improvisada y acerca las manos a la lumbre, para despistar al frío y la humedad. Tiene 27 años y ha llegado hasta el campo acompañado de su mujer y de sus hijos, un niño de dos y una niña de cinco. “Viajar hasta aquí con tu familia supone una responsabilidad enorme”, explica. Pero el éxodo de Artin y su familia no ha acabado aquí.

El 'camión ganador' hasta la tierra prometida

A este campo, y a los de Calais y Saint Homar, se los conoce popularmente como ‘las junglas’. Las razones son obvias. Y no es casual que estos asentamientos estén ubicados al norte de Francia, muy cerca del Canal de la Mancha. Los refugiados tienen un único objetivo: llegar a Reino Unido. La mayoría habla inglés y está convencida de que en el país vecino el trato a los refugiados es mucho mejor. Además, en algunos casos, tienen familiares allí.

Sin embargo, atravesar los 50,5 kilómetros que los separan de su tierra prometida no es tarea fácil, ni siquiera para quienes han viajado 4.000 desde el Kurdistán. Cada noche, muchos salen del campo con la esperanza de conseguirlo y cada mañana otros tantos regresan a las tiendas embarradas. El método más habitual es introducirse en camiones refrigerados (a unos 20º bajo cero) mientras el conductor duerme. A veces logran colarse y en otras ocasiones tienen que pagar a las mafias para que les abran las puertas. Según un informe que emitieron en agosto las autoridades del condado de Kent (Reino Unido), al que llegan la mayoría de refugiados, el 70% de los que lo intentan acaba consiguiéndolo. Desde aquel estudio, los controles se han recrudecido.

'No tengo miedo de la policía, tengo miedo de morir. Pero ¿qué voy a hacer? No puedes ir atrás y aquí no te puedes quedar', explica Artin

Artin lo sabe bien: ha intentado tres veces atravesar el Eurotúnel junto su mujer y a sus pequeños, en un camión helado. Y en las tres ocasiones han sido detenidos muy cerca de la frontera, cuando los perros los descubrieron. “No tienes miedo de la policía, tienes miedo de morir. Pero ¿qué vas a hacer? No puedes ir atrás y aquí no te puedes quedar”, explica.

La esperanza de conseguirlo es lo único que no han perdido los refugiados. “Yo ya he perdido la cuenta de las veces que lo he intentado”, cuenta a El Confidencial Betin, de 31 años. “Pero alguna noche, encontraré el ‘camión ganador’ y tendré suerte. Hay gente que se ha pasado hasta seis meses intentándolo. Yo seguiré haciéndolo, porque cualquier cosa es mejor que esto. Prefiero morir que quedarme aquí”.

Betin era militar en su país. “Cobraba un buen sueldo e incluso me iba de vacaciones al extranjero”, y se le escapa una sonrisa al recordar aquellos tiempos que rápidamente desaparece. “Ahora vivo sin dinero, sin trabajo, sin nada. He perdido mi vida”. Quiere seguir hablando en un lugar más resguardado, pues no quiere que nadie oiga lo que realmente ha perdido. “Daesh mató a mis padres y secuestró a mi hermana. No sé qué ha sido de ella, si la han matado o la han regalado como esclava sexual”, relata. El secuestro de mujeres para venderlas como esclavas sexuales a los combatientes es una práctica habitual del Estado Islámico y la mayoría de las víctimas son kurdas o yazidíes.

El barro se ha comido la marca y el color de las deportivas de Betin, quien, como la mayoría de sus compañeros, solo puede huir hacia delante. Por eso se aferra a la idea de que algún día encontrará ese ‘camión ganador’. Cuenta que cuando la policía encuentra a los refugiados en la frontera, no les toma los datos ni los detiene. Simplemente los devuelve al campo y, mientras, les dice siempre la misma frase: “Come back to the jungle” (Vuelve a la jungla).

Helmet, de 26 años, recuerda la rabia que le invadió cuando oyó por primera vez esa frase. “Cuando me dijeron esto, pensé: '¿Qué soy yo? ¿Un mono? ¿No soy ni siquiera una persona?'. Y le grité a la policía: ‘Os desafío a que paséis una sola noche en la jungla. Es más, desafío al presidente de Francia a que sobreviva aquí una noche’. Ellos no podrían soportarlo, pero a nosotros no nos queda otro remedio”, explica indignado.

El nuevo campo

Es difícil que los gritos de Helmet lleguen a oídos del Gobierno francés. Las ONG que trabajan en la zona llevan meses negociando, sin resultado, con el Ejecutivo. El alcalde de Grande-Synthe, Damien Careme, se entrevistó a finales de diciembre con el ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, y le arrancó la promesa de construir otro campo cercano al actual, con mejores condiciones, durante el mes de enero. Pero todo quedó en agua de borrajas y tras las fuertes lluvias de principios de año, que hicieron la situación insostenible, el alcalde pidió ayuda a Médicos Sin Fronteras, que ha asumido la financiación de la construcción del nuevo campo, que estará listo en aproximadamente un mes. Contará con 500 tiendas para cinco personas, agua caliente, letrinas suficientes y, en definitiva, unas condiciones de vida más dignas.

La solidaridad de las ONG y los voluntarios particulares es lo único que hace que el drama no se convierta en tragedia. Cada día reparten comida preparada, alimentos de primera necesidad, ropa y mantas. Aunque, en ocasiones, la policía confisca las mantas. La consigna que lanzan todas las ONG a sus voluntarios es evitar los roces con los agentes del orden, porque ello podría empeorar aún más la situación de los refugiados.

Los voluntarios también se han puesto a construir el nuevo campo de MSF, que no será más que una tirita deteniendo una hemorragia. “La situación en los países de origen de los refugiados no ha mejorado. La gente continuará viniendo para huir de la guerra. Se calcula que en los próximos dos meses llegarán 2.000 refugiados más a esta zona. Cada vez lo tienen más difícil para llegar a Inglaterra y si la población de los campos aumenta, el panorama empeorará y pueden darse situaciones de violencia. Se trata ya de un problema político, se deben encontrar fórmulas para acoger a esta gente”, asegura Corty.

Recientemente, el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, calificó de fracaso el reparto de refugiados al que se comprometieron los estados miembros de la UE y advirtió de que la solución no está en reforzar las fronteras. Mientras, los refugiados de Dunkerque siguen en el lodo, a la espera de ser trasladados a un campo con mejores condiciones o a encontrar su 'camión ganador'.

“Huí de mi país porque Daesh (Estado Islámico) hizo que la vida fuera horrible en Irak. Pero me he encontrado con una vida igualmente horrible aquí”. Artin acompaña sus palabras con un gesto de la mano para mostrar el paisaje. Y siguiendo el movimiento, únicamente se ve lodo y más lodo sobre el que se apelotonan endebles tiendas de campaña. Este es el campo de Grande-Synthe, en Dunkerque, donde hace apenas tres meses habitaban 500 refugiados y en el que a día de hoy hay más de 2.500 (algunas fuentes aseguran que 3.000, pero no hay datos oficiales).

Irak Reino Unido
El redactor recomienda