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Hanif Kureishi: "El neoliberalismo es una religión fundamentalista catastrófica"
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raza, clase y sexo en 'la última palabra'

Hanif Kureishi: "El neoliberalismo es una religión fundamentalista catastrófica"

Hanif Kureishi analiza su obra con motivo de la publicación de su última novela: 'La última palabra'

Foto: El escritor británico Hanif Kureishi, autor de éxitos como 'Mi hermosa lavandería' o 'El buda de los suburbios'. (EFE)
El escritor británico Hanif Kureishi, autor de éxitos como 'Mi hermosa lavandería' o 'El buda de los suburbios'. (EFE)

Hanif Kureishi (Londres, 1954) ya no luce esas camisas de paramecios con las que posaba hace décadas para sus primeras fotografías promocionales. Esos estampados de amebas eran una buena síntesis de su identidad: de origen pakistaní, a los 14 años buscaba en el Soho de la capital británica drogas, sexo y discos psicodélicos de finales de los sesenta. “No existe algo como la Vieja Inglaterra. Para mí Gran Bretaña es The Beatles”, explica mientras juega con los anillos que enjoyan sus meñiques.

El abuelo de Kureishi era médico y coronel del ejército indio, su padre viajó a Londres para estudiar derecho pero su trabajo en la embajada de Pakistán lo convirtió en un novelista frustrado (su hijo lo recuerda garabateando novelas en la mesa de la cocina y exploró esa angustia en Mi oído en su corazón) y su tío, un reputado columnista, era el entrenador de a selección pakistaní de críquet.

A pesar de haber brotado de ese exuberante árbol genealógico, cuando Kureishi dice “nosotros” se refiere a los británicos y en sus novelas siempre se ha percibido una alergia violenta por la injusticia social. Pero sobre esa mezcla de tradiciones se levanta gran parte de su obra desde que escribió en 1985 el guion de Mi hermosa lavandería, el romance entre un joven con los mismos orígenes de Kureishi y un hooligan británico cuyo hobby es la caza del inmigrante. Apenas alcanzada la treintena, fue nominado al Oscar y se convirtió en una estrella literaria. “De mi yo joven echo en falta la integridad. Ya no tengo integridad, o no toda la que tenía. Entonces me centraba en las historias que quería contar. No aceptaba de ningún modo escribir una película comercial si eso me distraía de la novela que consideraba importante”, confiesa.

Sobre integridad artística, raza, religión y clase trata La última palabra, que ahora edita Anagrama. Harry, una joven promesa, recibe un encargo de un editor excéntrico, “ajeno a la decepcionante fuerza gravitatoria de la realidad” (un ejemplo: suele llegar a casas ajenas borrachísimo y se echa una siesta tapándose con la alfombra del comedor). Deberá escribir la “biografía extrema” de Mamoon Azam, una vaca sagrada de las letras que llegó desde la India pero que se integró hasta el punto de tomar el té con Margaret Thatcher.

Tanto su vida como su mansión están custodiadas por su nueva mujer, Liana, una italiana mucho más joven y alocada que intentará que no salga a la luz ningún trapo sucio. Según ella, su hombre fue el primer escritor extranjero que abrazó la gloria “cuando los británicos ni siquiera creían que los negros fueran capaces de deletrear Chaikovski”. Mamoon “tan sólo tiene por delante ceguera, incontinencia, impotencia, malas críticas muerte y oscuridad” y a Harry le sobra ambición.

“Es gracioso, porque en la novela la clase dominante es la inmigrante y los que están casi a sueldo son los británicos; es como una especie de Downton Abbey asiático”, comenta especulando con una de sus contadas sonrisas, antes de añadir: “Me gusta verlo como un combate entre dos personas que se toman en serio la literatura, pero que acaban hablando sobre deporte, chismes y mujeres. Yo mismo pienso que es magnífico hablar de deportes. Casi trascendental. Por cierto, menudo centro del campo que tiene ahora el Real Madrid, ¿no?”.

La novia de Harry, que ante cualquier propuesta contesta siempre “¿Qué me pongo?”, le aconseja no escribir ese libro porque se sentirá mal cuando tenga que traicionar la confianza del reputado escritor, pero acabará visitando la mansión e involucrándose en una comedia de enredos sexuales. Harry, que cuenta con un expediente de conquistas femeninas tan abultado como para ser diagnosticado como caso clínico, ve en esa biografía la puerta definitiva a la gloria literaria: “Él idealiza a los escritores, pero una biografía es un proceso de desmitificación”.

Salvo el editor, que podría estar inspirado en el primero que tuvo Kureishi cuando se fogueó escribiendo relatos pornográficos, los personajes de La última palabra se lamentan porque “la biografía se ha impregnado mucho de los escándalos de los tabloides”. Es decir, que el asunto ahora es exponer las miserias del artista para que el público decida si lo absuelve. Y a Mamoon no le faltan cadáveres (en el sentido metafórico y probablemente literal) debajo de la cama. ¿Tienen los artistas un universo moral propio? “No es mi papel juzgarlos. Pero es divertido escribir sobre monstruos, sobre gente que puede decir y hacer lo que quiera”, apunta Kureishi, que tanto ha novelado sin escatimar vergüenzas la historia de su saga familiar como sus crisis de mediana edad (su divorcio, en Intimidad).

Casarse con el capitalismo

Mamoon piensa que el matrimonio, como el capitalismo, es inadecuado, “pero las alternativas son aún peores”. Una frase que podría suscribir con muchas reservas el propio Kureishi. En la tradición de la novela de fregadero de clase obrera (el movimiento kitchen sink), siempre ha querido plasmar personajes anónimos que padecían los desajustes del sistema. Quizás estemos viviendo el peor de los tiempos, pero también el mejor de los tiempos para la literatura. Sí y no, a su parecer: “Thatcher fue perfecta para el teatro, la música pop, las películas… Aunque el mundo siempre ha sido un lugar horrible. Ahora mismo hay mucha ira por esa religión fundamentalista que es el neoliberalismo y que ha costado tantas catástrofes especialmente en lugares como Italia, España o Grecia”.

Su aplaudido debut, El buda de los suburbios, es una novela clave en la literatura que muestra los conflictos de raza. Algo así como la versión de 1990 de las novelas interraciales de Colin McInnes de finales de los cincuenta (cuando la primera oleada colonial) o de las más recientes de Zadie Smith. Él ha hablado como pocos de las consecuencias de discursos racistas como el del conservador Enoch Powell o del ascenso del National Front. “En los sesenta había mucha confusión en Gran Bretaña sobre qué era nuestro país y hacia dónde iba. El país necesitaba trabajadores y los reclutó en África, India, Pakistán… Cualquier ciudad como Londres necesita doctores, arquitectos, ingenieros y artistas vengan de donde vengan. Fue aterrorizador cuando empezaron a decir que había que echarlos de nuevo”.

Esa reflexión tiene, según Kureishi, la máxima vigencia: “La solución no es jamás cerrar las puertas. Mi novia es italiana y allí he visto como muchísima gente quiere emigrar, pero todos deberíamos saber integrar a nuevas comunidades que aportan vida: comidas, músicas, discursos, puntos de vista”. Especialmente después de las consecuencias de los atentados de Al Qaeda en el Londres de 2005. Se lee en la novela que en algunos casos el Islam pasó de “movimiento de creación teológico a un culto a la muerte que exige sacrificios”.

El uso del fenómeno como coartada tras la caída del muro tampoco habla bien de occidente. “Claro que me preocupan la radicalización y la politización de este tema. Pero no es algo que suceda solo en Londres o en Madrid. Es un movimiento poscolonial global. Y tiene razones políticas, religiosas y sobre todo económicas que van mucho más allá del debate sobre la multiculturalidad”, explica.

Aunque él lo niega, algunos han leído La última palabra como una novela en clave sobre el Nobel británico de origen hindú V. S. Naipaul. Sí asiente ante otra posible definición: su novela es una especie de La visita al maestro de Philip Roth reescrita en la campiña inglesa por un Wodehouse inspiradísimo con algo de oporto en el cuerpo.

Como explica el atolondrado personaje de La suerte de Jim (editada aquí por Destino): “La verdad sobre la vieja y alegre Inglaterra es que fue el periodo menos alegre de nuestra historia. Sólo la echan en falta los aficionados a la cerámica artesanal, a la agricultura orgánica, a la flauta de pico, al esperanto…”. “Es todo nostalgia. Esa vieja inglaterra no existe y eso es muy bueno. Tiene una identidad nueva que yo espero saber captar”, declara Kureishi. También le quita hierro al último caso sobre Martin Amis, hijo de Kingsley y compañero de generación de Kureishi. Se supone que algunos editores europeos la han rechazado por escandalosa: “No mitifiques tanto el mercado editorial. Seguro que su agente pidió demasiada pasta y el libro no iba a cubrir ese gasto”.

Y vuelve a juguetear con los anillos de sus meñiques enjoyados. Se los regaló Jean-Baptiste Thierrée, el creador de Le Cirque Imaginaire. “El dorado tiene una cabeza de gato y el plateado, de conejo. Sirven para hacer vudú bueno y malo. Si algún crítico escribe una mala reseña, sólo tengo que frotarlo y puede suceder cualquier cosa”. De hecho, uno de sus hijos lo quiso sorprender el otro día con un truco de magia. Kureishi aprovechó para reflexionar sobre La última palabra: “Ninguna biografía de un escritor puede ser completa. Escribir es como hacer magia: si explicas el truco, ya no tiene gracia”.

Hanif Kureishi (Londres, 1954) ya no luce esas camisas de paramecios con las que posaba hace décadas para sus primeras fotografías promocionales. Esos estampados de amebas eran una buena síntesis de su identidad: de origen pakistaní, a los 14 años buscaba en el Soho de la capital británica drogas, sexo y discos psicodélicos de finales de los sesenta. “No existe algo como la Vieja Inglaterra. Para mí Gran Bretaña es The Beatles”, explica mientras juega con los anillos que enjoyan sus meñiques.

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