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Regreso a la frontera más violenta de Europa: "Disparan contra civiles sin razón aparente"
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sobre el terreno, la tregua es papel mojado

Regreso a la frontera más violenta de Europa: "Disparan contra civiles sin razón aparente"

Varios miles de viejos, viudas y niños habitan la franja de tierra donde colisionan los ejércitos en guerra de Ucrania y la República Popular del Donetsk

Foto: Instalaciones militares ucranianas, en las proximidades del lugar del mar de Azov donde desemboca el río Kalmius, en Mariupol (Ferrán Barber)
Instalaciones militares ucranianas, en las proximidades del lugar del mar de Azov donde desemboca el río Kalmius, en Mariupol (Ferrán Barber)

Dos ríos atraviesan Mariupol. Uno es el Kalchik y el otro, el Kalmius. El primero muere en el segundo, y el segundo, no muy lejos de las acerías de Azovstal, uno de esos complejos industriales soviéticos que en su día fueron la vanguardia y los pulmones económicos de la mayor ciudad portuaria del oblast de Donetsk. Por la llamada ruta del Kalmius transitaban los tártaros durante sus incursiones. Desde su desembocadura -en el mar de Azov- hasta su nacimiento hay 209 kilómetros de cauce. Y, desde agosto de 2014, se ha convertido en una frontera anegada en sangre. Literalmente.

Suelen referirse al río como la “línea de contacto” porque es la divisoria que separa Ucrania de la República Popular del Donestsk y la franja donde los ejércitos de ambos territorios colisionan. Aunque ya no acapare titulares, el conflicto del Donbass sigue vivo. Casi a diario se producen enfrentamientos armados e intercambios de fuego mientras siguen amontonando muertos.

placeholder La línea de contacto.
La línea de contacto.

La orilla este pertenece a los separatistas prorusos y la oeste es de los ucranianos. A ambos lados del Kalmius, entre bosques de abedules y campos de lavanda y cereal hoy sembrados de minas, hay hermosos y paupérrimos pueblecitos habitados por gente que no ha querido o no ha podido salir huyendo del conflicto. Uno de ellos es Pavlopil. Los habitantes de estas aldeas son conocidos en el país como los “civiles de la línea de contacto”. Algunos están allí por decisión propia. Y entre ellos, el capellán militar que nos ayuda a atravesar sin un salvoconducto los controles militares que jalonan los 25 kilómetros que separan el pueblo de Mariupol.

Cada día, desde hace cuatro años, el pastor se pone al volante de su Lada Riva y conduce en solitario los dos kilómetros de pista de tierra que conectan Pavlopil con el pozo, el único lugar del que pueden abastecerse de agua los algo más de 400 aldeanos. Hoy nos ha propuesto acompañarle un par de horas después de que las fuerzas de la República Popular de Donetsk dispararan contra la arteria principal del pueblo. “No hay de qué inquietarse”, dice. “Sucede a diario. A veces, varias veces, especialmente, cuando cae la noche. Sin razón aparente, disparan contra los civiles”.

placeholder El capellán militar, junto a la casa del pastor del pueblo, donde se ven las muescas de las balas. (F. Barber)
El capellán militar, junto a la casa del pastor del pueblo, donde se ven las muescas de las balas. (F. Barber)

Una tregua de papel mojado

El pasado día 27 de julio se firmó un alto el fuego y en tan solo un par de horas -entre las 9.45 y las 11.35 de la mañana-, la misión especial de monitorización de la Unian registró 111 violaciones de la tregua a lo largo de la línea de contacto. Una vez más, el acuerdo de paz se convirtió en papel mojado casi desde el mismo instante en que entró en vigor. Entre el día 13 del pasado mes y la víspera del día de la tregua, se contabilizaron 8.000 violaciones. Explosiones, disparos de mortero, ataques de RPG, ráfagas de fusiles de asalto y minas lanzadas desde drones... No importa cuántas armas prohibieran los acuerdos de Minsk, miles de documentos gráficos demuestran que se han seguido utilizando. Si eso no es una guerra sucia, se le parece mucho, a pesar del silencio de Occidente.

Cuando llega el verano, es frecuente que los ataques de ambos contendientes acaben provocando fuegos que terminan barriendo los pueblos ribereños. Ocurrió nuevamente hace poco más de una semana en la aldea de Zaitseve, donde las llamas provocadas por los bombardeos rusos se extendieron en solo un par de horas por las casas de madera contiguas, hasta reducir a brasas diez de ellas. Otro bombardeo llevado a cabo el pasado 24 de julio prendió la hierba seca y convirtió en astillas los bosques situados junto a Lopaskyne, en el oblast de Lugansk.

placeholder Dos misiles S-8 hallados en las inmediaciones de la zona residencial de Pavlopil. (F.B)
Dos misiles S-8 hallados en las inmediaciones de la zona residencial de Pavlopil. (F.B)

A finales de junio, el ejército ucraniano encontró dos misiles S-8 sin detonar junto a unos edificios de Pavlopil. Las ojivas no explotaron tras impactar contra el suelo. Los misiles no eran guiados de modo que, a juzgar por su trayectoria, se habían dirigido contra la zona residencial de la aldea. Ese mismo día, las fuerzas separatistas apoyadas por el Kremlin dispararon en veinte ocasiones con lanzagranadas contra el ejército ucraniano. Dos soldados resultaron heridos; uno de ellos moriría días más tarde. Varias semanas antes, a principios de mayo, fue hallado también en las proximidades de unas casas un cohete no guiado NUR-80 de los hoy en servicio por la Federación Rusa, con un alcance de aproximadamente dos kilómetros.

Los civiles en la línea de contacto son deliberadamente utilizados por las milicias de Donetsk para hacer tiro al blanco. Desde que comenzó el año, ocho han muerto y 52 han resultado heridos. En total, 13.000 ucranianos han sido asesinados en el transcurso del conflicto. “Ni siquiera sabemos cuándo o por qué abren fuego. Quizá porque se emborrachan o por matar el tiempo”, nos dice un muchacho mientras nos muestra las muescas de metralla impresas sobre las paredes de una casa, en las barandillas metálicas y en un pedazo abollado de tejado de chapa.

Hace algunos meses, arrojaron mortero contra el huerto del vecino y le alcanzaron en la pierna. Lograron abatir en el ataque una de esas cabras que los vecinos atan junto a los caminos de la aldea para que pasten en las lindes. Les proveen de carne y leche fresca. En la casa vecina, una anciana nos cuenta cómo asesinaron a su hijo. “Paz en tu tierra”, nos desea cuando partimos.

placeholder Los habitantes de Pavlopil tienen que viajar a Mariupol para abastecerse de productos. (F.Barber)
Los habitantes de Pavlopil tienen que viajar a Mariupol para abastecerse de productos. (F.Barber)

Ecosistema envenenado

Cuesta creer que la gente haya encontrado la forma de vivir en un ecosistema tan envenenado por la violencia y la miseria. Es verdad que hay jóvenes y niños en la línea de contacto -cerca de cincuenta, en Pavlopil-, pero la mayoría son viejos para quienes es más fuerte el vínculo con el terruño que el temor a morir asesinado. Prefieren arriesgarse a caer bajo las balas que languidecer en una mísera jruchovka de Berdiansk o Mariupol. Algunos van y vienen de la casa del pueblo al apartamento de sus hijos, en la ciudad. De alguna forma, es más notoria y más visible la pobreza en las colmenas soviéticas de las sucias ciudades portuarias porque ni siquiera el horror de ese enfrentamiento ha profanado la belleza sencilla de esos pueblecitos ucranianos. Todos nos dicen que era un hermoso lugar donde vivir.

Los civiles de la línea de contacto han construido a su manera una normalidad dentro de la anomalía que toda guerra instaura. Les consuela pensar que hubo tiempos peores. Cuando dio inicio el conflicto, Pavlopil quedó en una estrecha franja de tierra de nadie a merced de ambos contendientes, que barrían casi a diario el pueblo. El asentamiento permaneció en zona neutral y vapuleado por los dos ejércitos hasta finales de 2015. Para evitar problemas, llegaron a un acuerdo con las fuerzas beligerantes: los soldados ucranianos visitaban la tiendecita local durante la mañana y los rebeldes del Donetsk, lo hacían por la tarde.

Algunas de las casas fueron bombardeadas hasta tres y cuatro veces durante aquel primer año. Unas pocas han sido reconstruidas; otras han quedado reducidas a cascotes, a modo de recordatorio de la ferocidad de las batallas que se libraron en los primeros compases de la guerra. Muchos de los habitantes de Pavlopil perdieron por aquel entonces a alguno de los suyos.

placeholder Voluntario militar extranjero de permiso en Mariupol. (F. Barber)
Voluntario militar extranjero de permiso en Mariupol. (F. Barber)

Un muro de agua

No pocas de las familias de ese pueblo tienen parientes al otro lado de la línea. Primos, hermanos o incluso padres e hijos se hallan divididos por el río, que es un muro infranqueable en las actuales circunstancias geopolíticas. Se da por hecho que también sus simpatías políticas se encuentran repartidas. Es algo que se percibe en el ambiente, algo inherente a un gesto o una mirada o una forma especial de responder a esa pregunta impertinente ladeando la cabeza.

Una parte significativa de los habitantes del Donbass que quedaron en el territorio controlado por Kiev son rusófonos a los que separa una o dos generaciones del país vecino, del que proceden sus ancestros. Entre los más viejos hay nacidos en la Federación de Rusia. No se atreverían nunca a confesar en ese entorno bélico sus simpatías por Moscú, si las tuvieran, pero a menudo se intuye que su corazón, como la tierra, también ha quedado dividido por una guerra indeseable. Aun así, se diría que las verdaderas lealtades de esa gente pertenece a la paz que se les ha birlado. A los soldados ucranianos que ocupan varias posiciones en las zonas residenciales se les prohíbe hablar con los civiles.

placeholder Mujeres del pueblo fabrican y reúnen juguetes para los niños. (F. Barber)
Mujeres del pueblo fabrican y reúnen juguetes para los niños. (F. Barber)

No hay ningún mercado en Pavlopil que merezca tal nombre, así que quien desea comprar algo, tiene que viajar a Mariupol. El único dinero con el que abastecerse de lo imprescindible en la ciudad es a menudo el de las misérrimas pensiones de los viejos, de manera que la gente ha buscado nuevas fórmulas que les garantizan la autosubsistencia cultivando algunos huertos y criando unos pocos animales. Su vida campesina anterior no era muy diferente, solo que la guerra ha hecho las cosas notablemente más difíciles y mucho más disfuncionales.

En todas las aldeas que, como Pavlopil, jalonan la línea de contacto está creciendo una generación de niños rotos por el estrés postraumático y traumatizados por la guerra. Muchos vieron morir a algunos de los suyos. Han aprendido a jugar entre disparos y a evitar las minas de los campos que de tanto en tanto hacen estallar accidentalmente los perros. No es necesariamente bueno que los chiquillos le hayan perdido miedo a los sonidos de las bombas.

"Por la noche es terrorífico. Uno nunca sabe contra qué o contra quién van a impactar los morteros"

Sobre las zonas de las detonaciones quedan a veces entre los arbustos colgando las entrañas de los animales, como señales orgánicas de aviso de los peligros cotidianos. En el transcurso del día que hemos pasado en esa aldea, han atronado ya dos veces los ecos de disparos. “Por la noche es a menudo terrorífico porque uno nunca sabe contra qué o contra quién van a impactar los morteros”, nos dicen.

Ni siquiera las ambulancias se hallan autorizadas a penetrar en Pavlopil, conectada solo con el mundo por el frágil cordón umbilical de una vieja carretera con el asfalto destrozado por las minas anticarro y la falta de mantenimiento. Toda la parte del trazado más cercano a la aldea se encuentra lleno de recordatorios fantasmales de la guerra: edificios de techumbres derruidas, cruces ortodoxas de ocho brazos donde murieron los soldados y herrumbrosas torretas eléctricas partidas por los bombardeos recortándose como espectros por encima de la maleza y los arbustos de los campos minados. Algunos, aun así, han logrado cultivar parcelas de alfalfa con la que alimentan a las cabras. Junto a los huertos de las casas picotean casi siempre patos, pavos y algunos grandes gansos, a menudo gentileza de varias ONG escandinavas. Hubo aldeas de la zona de contacto donde llegaron a los puños el día del reparto de las aves.

Economía de guerra

placeholder El Lada del capellán. (F.B.)
El Lada del capellán. (F.B.)

Antes de la guerra, en el cauce del Kalmius a su paso por la aldea había varios pontones donde se pescaban carpas, pero el conflicto envió al traste las explotaciones. Todos sueñan con una paz estable que permita reflotar esas empresas. Hay quien incluso se las ha ingeniado para fabricar queso en su granja, que después venden en los mercados de Mariupol. Hace algo más de un año, los zapadores ucranianos barrieron cien hectáreas que los lugareños sembraron de cereales. Algunos se aventuraron a cultivar una parcela antes de que fuera despejada de las minas y pagaron por ello. En mayo de 2016, un agricultor murió y otro resultó gravemente herido cuando explotó el tractor con el que trabajaban en la tierra.

El mismo ejército ucraniano ha terminado por ser una fuente de ingresos y empleo. Se precisa personal para realizar labores civiles. En la aldea hay siempre un destacamento de la guardia fronteriza acuartelado en la escuela y algunos comandos en rotación de los marines y de los voluntarios de los ultranacionalistas del Sector Derecho. A falta de infraestruturas sanitarias, los heridos son evacuados por una unidad de paramédicos fuera de la línea de demarcación y posteriormente trasladados a Mariupol.

Salta a la vista, por el modo en que le tratan, que el capellán militar goza del respeto de la gente de ese pueblo. A nuestro retorno del pozo, el pastor nos conduce al edificio de Pavlopil donde realizan los servicios religiosos los miembros de su congregación. Allí almacenan los bidones de agua y la leña con la que se calientan en invierno. Paradójicamente, los habitantes de la aldea e incluso el ejército ucraniano poseen acceso a la red rusa de gas, solo que pagan mucho más que sus vecinos del Donetsk. Es una forma más de castigarles.

placeholder En este modesto ofician los servicios los miembros de una secta protestante americana que trabaja en las zonas del frente. (F. Barber)
En este modesto ofician los servicios los miembros de una secta protestante americana que trabaja en las zonas del frente. (F. Barber)

La parroquia pertenece a una de esas sectas protestantes que han aprovechado las luctuosas circunstancias del país para ganarse las simpatías espirituales de los afligidos, que son todos. Tan solo dos días antes, habíamos asistido a un multitudinario oficio de su iglesia en Mariupol. Son decenas de miles los ucranianos que, a lo largo del país, han abandonado los credos tradicionales ortodoxos en beneficio de los cultos exportados por los norteamericanos, que ahora también le disputan las almas eslavas a los rusos. Los protestantes han creado puntas de lanza en las aldeas de la zona de contacto y han convertido estos pequeños edificios en el centro de la vida, no solo espiritual, sino social de las aldeas.

El templo de Pavlopil es un edificio humilde y pulcro, bellamente pintado de blanco y de azul turquesa. Nada insinúa allí que el asentamiento se halla en el epicentro de una guerra. De hecho, el inmueble está algo más resguardado que buena parte de la zona residencial del pueblo. Desde la casa del pastor local al río Kalmius hay menos de doscientos metros. Existen edificios ocupados en la misma orilla, que es también el frente. En algún lugar del cercano bosque de abedules que el pastor nos señala se hallan las posiciones de los separatistas del Donetsk. Toda la parte del inmueble que mira al río por el que hace algunos siglos descendían los tártaros se halla mordisqueada por la metralla. Pero de alguna forma, la vida se ha abierto camino en la línea de contacto pese al empeño de los militares por trabarle el paso.

Dos ríos atraviesan Mariupol. Uno es el Kalchik y el otro, el Kalmius. El primero muere en el segundo, y el segundo, no muy lejos de las acerías de Azovstal, uno de esos complejos industriales soviéticos que en su día fueron la vanguardia y los pulmones económicos de la mayor ciudad portuaria del oblast de Donetsk. Por la llamada ruta del Kalmius transitaban los tártaros durante sus incursiones. Desde su desembocadura -en el mar de Azov- hasta su nacimiento hay 209 kilómetros de cauce. Y, desde agosto de 2014, se ha convertido en una frontera anegada en sangre. Literalmente.

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