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Espías, torturas y asesinatos: la noche más oscura de Bielorrusia
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El puño cerrado del dictador

Espías, torturas y asesinatos: la noche más oscura de Bielorrusia

El péndulo del régimen de Aleksandr Lukashenko ha girado con fuerza hacia la mayor represión en sus 27 años de historia, pero los problemas para su Gobierno siguen latentes

Foto: La activista polaco-bielorrusa Jana Shostak muestra una pancarta de "SOS" durante una rueda de prensa sobre el arresto del periodista Román Protasevich. (EFE)
La activista polaco-bielorrusa Jana Shostak muestra una pancarta de "SOS" durante una rueda de prensa sobre el arresto del periodista Román Protasevich. (EFE)

“Los peores antros tienen nombres sentimentales. Cuanto peor es el antro, más cursi es el nombre”, me dijo Andrei Aliaksiandrau, periodista bielorruso, en uno de esos tugurios del centro de Minsk. Andrei es una institución en el reducido mundo del periodismo libre en Bielorrusia. Una máquina de lanzar iniciativas, navegar los baches de la autocracia e inculcar a los jóvenes reporteros de su país los mejores estándares periodísticos. Acabábamos de dar una charla en el Club de Prensa de la ciudad. El tugurio, por cierto, se llamaba Snézhenka: 'copo de nieve'.

Corría el verano de 2014 y el régimen bielorruso parecía iniciar uno de sus engañosos periodos de apertura. El comienzo de la guerra en la vecina Ucrania había dado al dictador, Aleksandr Lukashenko, algunas cartas que jugar frente a Bruselas y Moscú, además de excusas para presumir de estabilidad e independencia. Bielorrusia venía de hospedar a 800.000 aficionados extranjeros al 'hockey' sobre hielo. El hecho de acoger un campeonato del mundo había sido un espaldarazo para Minsk, un sorbo de lo que significaba ser una capital internacional y moderna. El régimen se mostró tan confiado que hasta suspendió las exigencias burocráticas para conseguir una visa durante el mes que duraron los juegos.

La dictadura funciona así. En ocasiones abre el puño, dejando que el oxígeno penetre en los pulmones de la sociedad, que los jóvenes se aireen en las calles, que los periodistas escriban sus crónicas y que los disidentes anuncien sus campañas desde sus minúsculas oficinas de las afueras. Pero siempre, si uno presta atención, verá entre la multitud señores de chaqueta de cuero fumándose un cigarrillo y tomando notas en una libreta o sacando fotos desde vehículos de lunas tintadas. Son los agentes del KGB, que fichan las mejores y más relucientes mazorcas de trigo para luego cercenarlas cuando llegue el momento: cuando el puño vuelva a cerrarse.

La cuestión es que las oscilaciones del péndulo, entre la apertura y la cerrazón, se han vuelto tan amplias que el sistema se ha desestabilizado. La relajación iniciada en aquel verano de 2014, incluidas las mayores facilidades para viajar, se prolongó hasta hace unos meses. “El Minsk del año pasado y el de hace 10 años eran sitios completamente distintos”, dice Yauheni Preiherman, fundador y director del Minsk Dialogue Council on International Relations. “El verano pasado fue muy vibrante, lleno de vida cultural. La gente sentía que estaba en Europa y que quería derechos políticos. El país se había olvidado de lo que es vivir bajo un régimen autoritario”.

La paciencia del pueblo con el dictador se había terminado. El historiador David R. Marples, profesor de la Universidad de Alberta y autor de varios libros sobre Bielorrusia, dice que la actitud de Lukashenko frente a la pandemia de covid potenció el descontento. “El propio Lukashenko lo tachó de ‘psicosis’. Eso llevó a varias iniciativas de respuesta a nivel rural y de ciudad. La gente se empezó a dar cuenta de que podía resolver sus problemas en una emergencia nacional”. Los jóvenes, añade Marples, exhibían una “fatiga de Lukashenko”. La mayoría de ellos habían nacido cuando Lukashenko ya estaba en el poder. “Los jóvenes estaban preparados para las elecciones y ansiosos de tener voz en los resultados”.

Cuando Lukashenko volvió a mover el péndulo hacia la represión, encarcelando a los disidentes o forzándolos al exilio, rompiendo las manifestaciones y proclamándose ganador con un inverosímil 80% de los votos, se encontró con que gran parte de la sociedad civil, esta vez, no lo iba a tolerar. La escalada de las protestas desencadenó la mayor oleada de violencia estatal en los 27 años de gobierno de Lukashenko.

Foto: La policía detiene al periodista opositor Roman Protasevich en una protesta en Minsk, en 2017. (EFE)

Las amplias avenidas de Minsk se llenaron de carros blindados y furgones en los que se arrojaba a los manifestantes heridos. En los cuatro días inmediatos a las elecciones de agosto, los servicios de seguridad detuvieron a 7.000 personas, 10 veces más que en los draconianos comicios de 2010. Hubo persecuciones, palizas, torturas y confesiones forzadas en las mazmorras del régimen. La coacción dejó cuatro muertos, entre ellos Nikita Krivtsov, joven de 28 años que apareció ahorcado en un bosque de las afueras de la capital. Desde entonces ha habido unas 40.000 detenciones, según organizaciones de derechos humanos. Algunos de los represaliados salieron a las pocas semanas; otros pueden pasar años entre rejas.

Andrei Aliaksandrau está desde el 12 de enero en una celda de la 'Amerikanka', el Centro de Detención del KGB en Minsk, a la espera de juicio. Andrei y su pareja, la también periodista Irina Zlobina, están acusados de tratar de recaudar fondos para socorrer a las víctimas de la represión de los últimos meses. Personas cercanas a la pareja dicen no saber nada de ellos; es posible que estén incomunicados. Eso es lo que pasa cuando no hay división de poderes: que el preso no tiene derechos. Ni a un abogado, ni a un juicio justo o abierto, ni por supuesto a ningún tipo de comodidad. Su vida depende de lo que en Bielorrusia se llama la “Vertical”. Es decir, de Lukashenko. Sencillamente, es como si se los hubiese tragado el Estado.

“El periodismo ha sido ilegalizado. Ya no se puede ser periodista, a no ser que seas un propagandista”, dice Natasha Belikova, miembro del consejo de Belarus in Focus, una organización con sede en Varsovia que trabaja con periodistas bielorrusos e internacionales para desarrollar la cultura mediática del país.

Ahora mismo hay unos 400 presos políticos en Bielorrusia. Con algunos sí es posible comunicarse, aunque con dificultades. “Dado que en este momento hay tantos presos y las cartas están pasando por la censura, la comunicación no es estable”, dice Belikova. “Si el censor no está en la prisión, los presos no reciben las cartas. No hay privacidad”. Belikova asegura que algunas de las informaciones contenidas en las misivas son utilizadas después en la propaganda de los canales estatales.

Foto: El presidente bielorruso, Alexander Lukashenko. (Reuters)
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Por los detalles que van llegando, sabemos que los presos políticos están muchas veces en celdas frías, húmedas y atestadas, sin acceso a atención médica y a veces sin poder ir al servicio. Una pegatina amarilla los identifica, para la atención de los guardias. Algunos presos viven en la oscuridad perpetua, de manera que su vista se resiente. En otras celdas nunca se apaga la luz y suena una música ensordecedora que les impide dormir, manteniéndolos en un estado de debilidad y de nervios.

El disidente Vitold Ashurak, condenado a cinco años de prisión por cargos que no conocemos, ya que el juicio fue a puerta cerrada, mandó algunos mensajes al exterior. Ashurak decía que se encontraba relativamente bien. “No hice nada de lo que sentirse avergonzado”, escribió. “Mi conciencia está tranquila. No mentí, no robé, no maté. Hice lo que me parecía correcto, lo que mi conciencia civil me exigía. Estaba muy al tanto de las consecuencias que podía enfrentar”.

A principios de mayo, su familia dejó de recibir las cartas de Ashurak. El día 21 la prisión les comunicó que Ashurak, de 50 años y sin antecedentes de problemas médicos, había fallecido de paro cardiaco. Sin embargo, unos días después, según el testimonio de la periodista y amiga de los Ashurak, Volha Bykouskaya, el cuerpo les fue devuelto con la cabeza completamente vendada. Las autoridades dijeron que el cadáver se les había caído por accidente al sacarlo de la cámara frigorífica.

La noche ha descendido sobre Bielorrusia. Ahora, cada vez que algún crítico mueve una ceja, Minsk es ocupado por la policía y el Ejército. Los numerosos cuerpos de seguridad, empezando por el KGB y la OMON, hacen batidas indiscriminadas. Cualquier detalle es sospechoso: una pegatina, una foto, un comentario en las redes. La dictadura está triturando lo que quedaba de los medios libres. El portal más grande del país, Tut.by, ha sido nacionalizado de golpe, por la fuerza. El Gobierno hizo una redada en la redacción y en las propias viviendas de los periodistas.

placeholder El presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko, junto a su par ruso, Vladímir Putin, durante una reunión reciente. (EFE)
El presidente bielorruso, Aleksandr Lukashenko, junto a su par ruso, Vladímir Putin, durante una reunión reciente. (EFE)

Hace unos meses parecía tener los días contados, pero Lukashenko permanece en el poder. Si bien en una posición endeble. Se trata, como dice el chiste, de un 'bisonte': una especie que antes estaba en toda Europa y que ahora solo queda en Bielorrusia. Un vestigio de tiempos pretéritos, aunque no tan lejanos. Hubo una época en que Aleksandr Lukashenko era razonablemente popular. Una prefiguración de Hugo Chávez, de Donald Trump, que supo captar una pulsión oculta y hacerse elegir en los primeros y últimos comicios libres de la historia de Bielorrusia, en 1994.

La figura de Lukashenko no se entiende sin la Segunda Guerra Mundial. El ciclo histórico al que pertenece empieza en los años 40 del siglo XX, cuando Bielorrusia fue presa de la conquista y el salvajismo. La ocupación nazi en el frente del este fue distinta: Adolf Hitler veía a la URSS como la bucólica extensión del Tercer Reich; el futuro “espacio vital” en el que prosperarían miles de latifundios alemanes. El único requisito era exterminar al 75% de la población soviética y esclavizar al resto.

Ningún país de Europa, pese a los infernales estándares de la época, sufrió tanto la guerra como Bielorrusia. Sus pantanos y sus bosques acogieron al mayor ejército partisano de la historia y los frustrados alemanes desplegaron una crueldad sin parangón sobre los habitantes. Los nazis enterraban vivos a los niños delante de sus familias, ametrallaban a las multitudes y encerraban a aldeas enteras en graneros a los que luego prendían fuego. Usaron el hambre, la tortura y las cámaras de gas, llevando el horror hasta el último resquicio de la pequeña república.

Foto: Aleksei Kravchenko, en 'Ven y mira'. (Filmin)

Al acabar el conflicto, en el que Bielorrusia perdió la mitad de su población, Moscú reconoció el sacrificio brindado y colocó allí una buena parte del tejido industrial de la reconstrucción. Las fábricas bielorrusas producirían muchos de los coches, camiones y tractores del imperio y aportarían a la sufrida población local el mejor nivel de vida de la URSS, solo por detrás de la Federación Rusa.

A la destrucción y la muerte le siguió medio siglo de paz, cohesión y relativa abundancia. El rostro del comunismo era más amable aquí que en otras repúblicas, más funcional. Por eso, cuando la URSS se disolvió en 1991, una parte importante de la población bielorrusa no simpatizó con las privatizaciones y reformas precipitadas; de la manutención estable se pasó a la incertidumbre y la crisis económica.

Aunque las élites se mofaban de Lukashenko, de su acento campesino, su mostacho vetusto y sus ideas pasadas de moda, solo este pareció escuchar la melodía que emanaba de las provincias, la cual decía: "Pues oye, el pasado no era tan terrible". El extécnico de una granja colectiva prometió volver a los conglomerados públicos, los precios fijados por el Estado y la mano dura contra el crimen y ganó las elecciones de 1994 por sorpresa y por goleada: con el 80% de los votos en segunda vuelta.

Así nació el “contrato social” bielorruso, el pacto con el diablo. El nuevo presidente restauró el papel protector del Estado y eliminó la lacra del desempleo, sí, pero también la división de poderes, las elecciones libres y la libertad de prensa. Bielorrusia retrasó las agujas del reloj, se convirtió en una autocracia, pero con estándares de bienestar económico superiores a los de sus vecinos postsoviéticos.

Foto: Urmas Paet (Parlamento Europeo)

Casi tres décadas más tarde, sin embargo, estas condiciones de base no se sostienen. Como apunta Yauheni Preiherman, hace 20 años la economía bielorrusa se expandía a niveles chinos. Entre 1997 y 2008, el PIB del país creció una media del 7,9%, pero luego fue bajando hasta situarse, en la última década, en torno al 1,3% anual.

“El Gobierno tiene significativamente menos recursos en sus manos para distribuir entre la población”, dice Preiherman. “Así que los segmentos de población que dependían del contrato social están más insatisfechos, porque sus ingresos no crecen tan rápido como solían”. Esta es una parte de la historia, según Preiherman: la de los grupos sociales supeditados a la economía estatalizada, en la que el Gobierno controla el 60% o el 70% de los recursos. Pero hay otra vertiente.

“Lukashenko siempre ha estado vehementemente en contra de la privatización, y lo sigue estando, pero, al mismo tiempo, ha logrado crear condiciones muy buenas para las inversiones en nuevos sectores. El mejor ejemplo es el campo de las tecnologías de la información”, dice el analista. Bielorrusia, en busca de vías económicas, aprovechó su acervo científico para atraer inversiones y convertirse en una pequeña potencia informática. Decenas de miles de jóvenes bielorrusos trabajan en el sector, donde aprenden inglés, se asoman al mundo y ganan un buen dinero.

El problema: esta capa de población joven, educada, cosmopolita y con recursos no tolera bien un sistema que pone baches a su desarrollo personal, económico y político. “La parte de la sociedad involucrada en el sector privado empezó a mostrarse insatisfecha, porque sabe que tiene éxito en su campo y que no necesita la interferencia del Gobierno”, continúa Yauheni Preiherman. “A diferencia del primer grupo, que quiere que el Estado mantenga su bienestar, el segundo grupo quería que el Estado se hiciese a un lado. Los dos grupos están insatisfechos”.

Foto: Albert Santin, en su despacho de la sede del PCCC en Amposta.

El contrato social hace aguas, y luego está el mero paso del tiempo: los horrores de la Gran Guerra Patria, los traumas de la ocupación nazi y la épica de la liberación, que aportaban el fundamento existencial del régimen de Lukashenko, su mantra de estabilidad soviética, están cada vez más lejos. El 'zeitgeist' ha cambiado, como dice David R. Marples: “Los bielorrusos se han convertido en un pueblo conocedor de las altas tecnologías, de los medios de comunicación, que sabe lo que pasa en el mundo. Son viajados y están bien formados. La victoria en la Segunda Guerra Mundial ya no es una narrativa nacional relevante en el primer cuarto del siglo XXI”.

En otras palabras, los distintos pilares en los que se apoyaba Lukashenko para gobernar se han hecho añicos. Todos los pilares salvo dos: uno es Rusia, que no quiere ver otro posible Gobierno proeuropeo en su esfera de influencia, y otro los jefes de los servicios de seguridad de Bielorrusia: los llamados 'siloviki'.

El dictador también efectúa un movimiento pendular en el seno de su Gobierno: entre los líderes civiles y los líderes de los servicios de seguridad. Cuando toca abrir un poco el puño, se ampara en los primeros; cuando toca cerrarlo, sobre todo en vísperas de elecciones, son los 'siloviki' los que gozan de su confianza. Esto ha vuelto a suceder en 2020. Antes de empezar a presionar a los disidentes, Lukashenko situó a los generales y jefes de policía en los puestos clave de su equipo.

La violencia masiva desde las elecciones ha reforzado todavía más esta unión; ha hecho de Lukashenko, en la práctica, un rehén de sus servicios de seguridad, sin cuya labor represora, probablemente, todo el aparato estatal se hubiera desplomado.

“Creo que la lealtad a Lukashenko [por parte de los 'siloviki'] es fina como una hoja de papel”, dice el profesor Marples. “Pero el miedo de esta gente del OMON y el KGB es que, si hay un cambio de régimen, se les hará responsable de sus acciones. Posiblemente podrían aspirar al poder, pero no podrían resistir la potencial respuesta de Rusia, que en este momento apoya a Lukashenko al 100%”.

Foto: El presidente de Bielorrusia, Alexandr Lukashenko, y el de Rusia, Vladímir Putin, durante su reunión en Sochi (Rusia). (Reuters)

Según Marples, el respaldo popular a Lukashenko debe de estar cerca del 20%, un nivel bajo pero firme. Yauheni Preiherman, de Minsk Dialogue, eleva la cifra a alrededor del 30%. Preiherman proviene de Vitebsk, en el este de Bielorrusia. El verano pasado, durante lo más duro de las protestas, hizo un viaje para tratar de captar los ánimos políticos en las provincias donde vive su familia.

“Aunque algunas personas en las regiones no lo apoyaban, eran indiferentes y no les importa seguir con él”, dice el analista. La polarización de los últimos meses habría sido tan grande que algunos ciudadanos, en principio neutrales, se habrían alineado instintivamente con lo viejo conocido. Sobre todo entre las personas mayores, que se informan en las televisiones estatales, y en zonas campestres.

Este sería el contexto en el que Lukashenko dio la orden de detener al periodista y disidente Roman Protasevich en pleno cielo bielorruso, forzando el aterrizaje de un avión europeo lleno de pasajeros europeos viajando de una capital europea a otra. Un contexto, dice el historiador David Marples, de desesperación.

“La posición de Lukashenko es muy frágil porque no tiene un control completo sobre su propio destino”, explica Marples. “La economía está en serios problemas y las sanciones [de EEUU y la UE] lo empeorarán. Durante la mayor parte de sus años en el cargo, ha sido capaz de maniobrar entre un compromiso total con Rusia y los vínculos con la UE. Ahora eso ya no es posible (...). Ha pisado una línea muy clara en seguridad aérea y se ha convertido en un paria internacional. Creo que desde hace tiempo ha perdido el toque, malinterpreta las situaciones. Ocurrió en las elecciones de 2020 y ha ocurrido la semana pasada. No son las acciones de un actor racional”.

Si el sátrapa malabarista no sale de esta y los últimos años son un indicador, el péndulo volverá a oscilar ampliamente: hacia el otro extremo. El extremo de la apertura y la libertad, de la democracia y de los derechos humanos. La noche oscura de Bielorrusia llegará a su final; así lo espera una gran mayoría de sus habitantes. Por su futuro y por el destino inmediato de Andrei Aliaksandrau, Irina Zlobina y los otros 400 presos políticos que ahora mismo sufren en las mazmorras del régimen.

“Los peores antros tienen nombres sentimentales. Cuanto peor es el antro, más cursi es el nombre”, me dijo Andrei Aliaksiandrau, periodista bielorruso, en uno de esos tugurios del centro de Minsk. Andrei es una institución en el reducido mundo del periodismo libre en Bielorrusia. Una máquina de lanzar iniciativas, navegar los baches de la autocracia e inculcar a los jóvenes reporteros de su país los mejores estándares periodísticos. Acabábamos de dar una charla en el Club de Prensa de la ciudad. El tugurio, por cierto, se llamaba Snézhenka: 'copo de nieve'.

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