"Todo lo que hacemos sirve para que ganen nuestros soldados": vida en Nagorno-Karabaj
La guerra que se desató el 27 de septiembre acumula miles de bajas militares, decenas de civiles sepultados por la artillería y tres tentativas de alto al fuego que van desmembrándose
“Sólo salgo para coger comida y lavarme, ni con un alto al fuego dejaré de vivir en este refugio”, afirma una atemorizada Arev, una mujer de avanzada edad que nunca sale para ver la luz del sol. Pero parte de su miedo no pasa por perder su propia vida, sino por vivir la muerte de los suyos: “No me importa lo que me pase a mí, lo que me importa es que maten a mis hijos”.
Sentada en el refugio junto a cinco mujeres, yacen todas calladas. Solamente el ruido intermitente de una sirena antiaérea rompe el silencio. A los pocos segundos, una explosión lejana tensa algo más el ambiente del refugio. Sin información sobre lo que acontece en el frente, se las arreglan con un receptor que Ani les ha traído. Ella es una joven periodista de Stepanakert que entre bombardeos y casas destrozadas por la metralla arriesga cada día su vida para llevar las noticias a los subterráneos donde conviven los habitantes que quedan en la capital del Nagorno-Karabaj. Y buenas o malas, las informaciones que emiten en la radio dan alguna pista a estas mujeres sobre el paradero o la suerte de sus hijos y nietos.
En el Alto Karabaj, donde el 27 de septiembre se desató la guerra entre Armenia y Azerbaiyán, cada uno de sus habitantes tiene un rol. Y la carta que han apostado estas mujeres ha sido la de refugiarse en un minúsculo agujero, esperar y soñar con volver a ver a sus familiares que ahora se encuentran en el frente. La situación no ha cambiado desde el fatídico día en que cayó el primer proyectil.
"Recuerdo que fue un domingo por la mañana”, dice Nazani, que con 26 años y dos hijos se despidió de su marido, que ahora se dedica a llevar provisiones al frente. “Empezaron a caer proyectiles y me llevé a mis hijos al bosque, la artillería caía en zonas civiles. Pudimos volver al cabo de dos días y nos pusimos a vivir en un refugio, pero no podía pasarme el día encerrada”, afirma. Así que decidió marcharse a Ereván, capital de Armenia.
En el camino vio como muchos voluntarios cubrían las más de cuatro horas de trayecto hasta la gran ciudad a coste cero y con sus propios vehículos. Convoyes cargados de refugiados –ella y sus hijos incluidos– iban y venían sin cesar. En Abobyan, a 15 km de la capital, les aguardaba un restaurante abandonado donde ahora mismo vive junto a otras mujeres y niños.
Nelli es una de ellas. Tía-abuela de cinco niños, fue la única que pudo hacerse cargo de los pequeños. “Mi hermano se quedó en Stepanakert y mis hijos están en el frente, todos los hombres lo están”, afirma. Y los suyos, por el momento, no alargan la lista de soldados caídos: “Hablamos con ellos cada día, pero ni siquiera queremos saber dónde están, solamente con oír su voz sabemos que siguen vivos y les dejamos que sigan con su misión”. En el pequeño refugio donde viven, los niños pueden seguir con su educación: el colegio del barrio escolariza de forma gratuita a cada uno de los refugiados que han tenido que huir de su hogar. En tiempos de guerra, todo es gratis.
Mis hijos están en el frente, todos los hombres lo están
Hovik, un ciudadano de Stepanakert, lo confirma: “No es que sienta que la gente se esté volcando en aportar su grano de arena, lo estoy viviendo cada día. Todo lo que hacemos sirve para que nuestros soldados ganen”. Él por desgracia ya ha vivido en dos conflictos distintos: el primero, en Siria; y ahora, en Nagorno-Karabaj, donde vive desde hace casi diez años.
Nacido en Alepo, pero armenio, este ciudadano sirio regenta un restaurante en Stepanakert y todo indica que no le sale rentable. Ni un plato de sopa, ni un trozo de carne, ni tan solo un grano de arroz salen de la cocina a cambio de dinero. Y todo tiene un por qué: “Luché en la guerra de 2016, pero en esta no me admitieron porque soy demasiado mayor. Pensé que debía hacer algo para ayudar, por lo tanto, doy de comer a todo aquel que quiera y reparto comida por los refugios. ¿Te has fijado en que los precios no han subido, aun estando en guerra? En la situación actual, quien no puede pagar lo tiene todo gratis”.
Quien controla Shushi, controla Artsaj
Desde el 27 de septiembre, Armenia y Azerbaiyán siguen enfrascados en arreglar sus problemas territoriales intercambiando artillería. Pero Bakú no está sola: el apoyo de Ankara, nacionalismos aparte, es visto como la oportunidad que se le ha presentado a Erdogan para poner un pie en el Cáucaso y expandir su radio de influencia. El apoyo al hermano azerí se traduce en el envío de armas, formación de militares azerís por parte de instructores turcos y el presunto envío de mercenarios al frente. Muchos de los ataques aéreos por parte de Azerbaiyán son perpetrados con drones de fabricación turca –e israelí– y aviones de combate F-16 enviados expresamente por Ankara, lo que hace patente que Turquía ejerce un factor clave en este conflicto.
Por otra parte, Rusia ha llamado a la calma en diversas ocasiones y ha citado en Moscú a los ministros de Exteriores de ambos países para llevar a cabo negociaciones de paz. Pero los dos intentos del Kremlin por detener el conflicto han resultado inútiles: pocas horas después de entrar en vigor la primera tregua, la artillería de ambos bandos descargó sobre zonas civiles matando a decenas y Armenia continuó asediando la segunda ciudad más grande de Azerbaiyán, Ganja; mientras que el bando azerí hacía lo mismo sobre Stepanakert y otras poblaciones del Karabaj.
Después de alcanzar el segundo acuerdo, una semana más tarde, la intensidad de los combates en el frente bajó y la artillería dio cierta tregua a los civiles, pero la comunidad internacional seguía entendiendo que la guerra seguía muy activa y entró en escena Estados Unidos. Este tercer intento de alto al fuego, que entró en vigor la semana pasada, tampoco ha logrado detener unos bombardeos donde ya han muerto más de un centenar de personas.
Mientras los civiles siguen siendo objetivo militar, las informaciones que salen de la no reconocida República de Artsaj apuntan que las tropas azeríes se encuentran a las puertas de la icónica ciudad de Shusha: "Quien controla Shushi –tal como lo denominan ellos– controla Artsaj", avisó el presidente no reconocido Arayik Harutyunyan, admitiendo que el ejército de Azerbaiyán ya se encontraba a 5 km de la población. Situada en lo alto de una colina, la ciudad tiene la capital del Nagorno Karanaj a tiro de piedra.
A pocos kilómetros, en el hospital de Stepanakert, las camillas ensangrentadas provenientes del frente se amontonan en una esquina. Las manchas rojas sobre la tela verde impregnan todo el rectángulo e insinúan la barbarie que se vive en el frente, donde miles de soldados han caído. Los números son inexactos debido a un débil alto al fuego que no ha conseguido uno de sus puntos primordiales, parar los combates en el frente para identificar los cadáveres que han quedado despedazados en medio de la nada. Mientras Azerbaiyán no da cifras, el ministerio de Defensa del Nagorno Karabaj ha informado que 1.119 soldados han caído. Aun así, Ereván admite que la cifra aumentará cuando se puedan retirar los cuerpos de las montañas del Alto Karabaj.
Una generación mutilada
Pero para el doctor Armen Hagopjanian, los muertos no son un problema. Su fijación está en los que siguen vivos y han conseguido llegar hasta el hospital de Stepanakert: “Ahora mismo tenemos a dos pacientes por quirófano, en Estados Unidos eso bastaría para cerrar el hospital”, afirma Hagopjanian, que es de Los Angeles, pero su corazón está con Armenia.
Cirujanos armenios de todo el mundo han acudido a la llamada de la patria para aportar su conocimiento de forma voluntaria y no salen de su asombro al ver la edad de los soldados que llegan “con agujeros por todo el cuerpo”. “Son niños de entre 20 y 25 años, la mayoría de ellos apagan el cerebro al verse sin brazos ni piernas”, admite.
El número de mutilados sigue siendo incierto y las ambulancias, con un alto al fuego vigente, continúan llegando al hospital de Stepanakert. Él, por su parte, se sigue haciendo la misma pregunta: “Si le cortas todas las extremidades a un chico de 21 años, qué tipo de vida le espera? Nosotros escogemos salvar cualquier vida, pero en unos meses nos preguntaremos si salvarles la vida fue una buena decisión”. Armenia, con tres millones de habitantes, tendrá una generación demasiado joven marcada por las muertes y las mutilaciones.
“Sólo salgo para coger comida y lavarme, ni con un alto al fuego dejaré de vivir en este refugio”, afirma una atemorizada Arev, una mujer de avanzada edad que nunca sale para ver la luz del sol. Pero parte de su miedo no pasa por perder su propia vida, sino por vivir la muerte de los suyos: “No me importa lo que me pase a mí, lo que me importa es que maten a mis hijos”.