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Por qué nos gusta tanto pasear por el campo tras las primeras lluvias
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Por qué nos gusta tanto pasear por el campo tras las primeras lluvias

El olor de la tierra mojada es uno de los aromas más agradables de la naturaleza: te sorprenderá saber quién lo produce y de dónde procede esa sensación de agrado

Foto: Un grupo de gente paseando bajo la lluvia por un hayedo navarro. (EFE/J.Diges)
Un grupo de gente paseando bajo la lluvia por un hayedo navarro. (EFE/J.Diges)

El otoño, que acabamos de estrenar, es la estación de los sentidos. Existen pocos espectáculos visuales como el que nos brinda un paseo por una chopera o un hayedo en otoño. Especialmente en esos días en los que el viento sopla suavemente y la caída de las hojas de los árboles dan lugar a esa lluvia amarilla, ese delicado instante al que el gran Julio Llamazares dedicó una de sus mejores y más íntimas novelas, titulada precisamente así: la lluvia amarilla.

También han empezado los conciertos de temporada, una de las más emotivas de todo el año. Acaba de llegar uno de los barítonos del bosque, el petirrojo, cuyo melodioso canto nos va a acompañar durante todos estos meses en nuestras excursiones y caminatas por el parque.

Foto: Primero los ciervos berreando y ahora los gamos 'roncando'. (Unsplash)

Pero si por algo resulta evocador el otoño es, más allá de colores y sonidos, por su perfume: ese olor tan inconfundible y sugestivo que lo convierte en un estimulador de los recuerdos. Siempre me he preguntado por qué ejercen un papel tan evocador los olores del campo, qué es lo que hace que al percibir un aroma que destaca en el ambiente tardemos tan poco tiempo en asociarlo a un determinado recuerdo.

La respuesta científica está en que el olfato es el más sensible de nuestros sentidos: miles de veces más perceptivo que la vista o el oído, archivándose en lo más profundo de nuestra memoria. Por eso muchos recordamos incluso mejor un olor que una cara, porque los olores pasan de la nariz al bulbo olfatorio, incorporándose directamente al sistema límbico de nuestro cerebro, sin tener que recurrir a ningún otro mensajero en forma de neurotransmisor.

placeholder Los paseos otoñales por el campo permiten disfrutar del 'petricor'. (EFE/D.Aguilar)
Los paseos otoñales por el campo permiten disfrutar del 'petricor'. (EFE/D.Aguilar)

Por eso, los olores estimulan en el acto la memoria, despertando los recuerdos, incluso los más alejados en el tiempo, aquellos que permanecen aletargados en el músculo desde la infancia o forman parte de nuestro registro más ancestral. Y ese es exactamente el lugar donde permanece almacenado el recuerdo de uno de los aromas más inconfundibles del otoño: el agradable olor a tierra mojada, cuyo origen no puede ser más sorprendente.

El olor a tierra mojada, que los científicos identificaron en 1964 con el nombre de 'petricor' (voz en estudio por la RAE para su incorporación al diccionario) lo generan, entre otras fuentes olfativas, algunas de las bacterias que habitan en el suelo, como la 'Streptomices coelicolor'. Esta bacteria actúa como reguladora de los procesos biológicos que mantienen el equilibrio de los ecosistemas, por lo que su presencia no solo no resulta nociva sino que es muy beneficiosa: tanto para los hábitats silvestres como para los cultivos.

placeholder La otoñada despierta los aromas del bosque. (Jose Luis Gallego)
La otoñada despierta los aromas del bosque. (Jose Luis Gallego)

Pues bien, cuando las gotas de lluvia golpean la tierra, este tipo de bacterias liberan una sustancia química conocida como geosmina, que significa 'el aroma de la tierra'. Y esa sustancia es la principal nota olfativa del petricor, es decir, del olor a tierra mojada.

¿Pero por qué el petricor despierta en nosotros esa respuesta emocional tan agradable? Pues al parecer esa agradable reacción sensorial obedece a un registro atávico, un mensaje anclado en nuestros genes y que nos llega directamente del neolítico: cuando nuestros antepasados, aquellos pioneros que empezaron a pastorear rebaños y cultivar la tierra dando origen a las primeras sociedades agrarias, vinculaban ese inconfundible aroma al fin del estiaje, la llegada de las lluvias y, con ellas, el retorno de la fertilidad a los campos y a la naturaleza.

Foto: Nada otoña mejor que un bosque. (Unsplash/@rgaleria) Opinión
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Así, cuando salimos a pasear por el campo tras la lluvia y percibimos esa sensación de placer al notar el olor de la tierra mojada, es decir del petricor, lo que estamos poniendo en marcha es nuestra memoria atávica, remontándonos miles de años atrás, cuando nuestros antepasados percibían ese mismo aroma y celebraban la llegada de las lluvias. Es una vez más la magia de la naturaleza.

El otoño, que acabamos de estrenar, es la estación de los sentidos. Existen pocos espectáculos visuales como el que nos brinda un paseo por una chopera o un hayedo en otoño. Especialmente en esos días en los que el viento sopla suavemente y la caída de las hojas de los árboles dan lugar a esa lluvia amarilla, ese delicado instante al que el gran Julio Llamazares dedicó una de sus mejores y más íntimas novelas, titulada precisamente así: la lluvia amarilla.

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