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El alpinista que salvaba judíos de los nazis: la historia de Reinhold Duschka
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Un taller como refugio

El alpinista que salvaba judíos de los nazis: la historia de Reinhold Duschka

El escritor austriaco Erich Hackl cuenta en 'La cuerda invisible' la historia de Reinhold Duschka, un alpinista alemán que ayudó a la huida de judíos del Holocausto

Foto: Mujeres judías, tras la liberación del campo de concentración de Kaunitz, Alemania, en abril de 1945. (Getty/Fred Ramage/Keystone)
Mujeres judías, tras la liberación del campo de concentración de Kaunitz, Alemania, en abril de 1945. (Getty/Fred Ramage/Keystone)

Aquí arriba no hay nada malo.

Aquí, aquí arriba.

Aquí, en la montaña, no hay nada malo. Allá sí. Allá. En las ciudades, en los pueblos, en los sitios donde mandan hombres, donde matan y mueren hombres. Allá sí, pero no aquí. Aquí, en la montaña, no hay nada malo. Hay una luz preciosa a media tarde, y pastos que huelen petricores cuando acaba de llover, y rocas grises asomando donde menos te lo esperas. Es exigente la montaña, sí, pero no cruel. Cruel no.

Eso es abajo.

Reinhold Duschka amaba los montes. Porque en ellos se sentía vivo, porque en ellos se sentía él. Porque, además, por montes no están los otros. Los otros. Los que obligan, los que quieren imponer, los que denuncian, encarcelan, asesinan. Los que juegan a crear, también, héroes secretos entre ciudadanos comunes. Como le pasó a él.

placeholder Judíos son obligados a marchar en el gueto de Varsovia, Polonia, en 1943.(Getty/National Archives/Newsmakers)
Judíos son obligados a marchar en el gueto de Varsovia, Polonia, en 1943.(Getty/National Archives/Newsmakers)

Cuentan que si Reinhold nació con el siglo, en Berlín. Una llanura, planicie, mirases donde mirases. Qué cuestas hay, qué picachos. Nada. Sucede que la vida cambia, y la vida te cambia. Aprendiz de obrero metalúrgico (más artesano que mozuco en factoría), viajó hasta Friburgo de Brisgovia, plena Selva Negra. Y allí sí, allí hay senderos, y 'bächle' rumorosos que arrastran aguas frías, y montañas de perfiles insinuantes asomando allende los párpados. Hay una que llama mucho la atención de nuestro Duschka. Schauinsland. Mira la tierra. Quizá fue por el nombre, por ese poderoso embrujo que algunas palabras ejercen en nuestro ser. O, quizá, solo se aburría. Como fuera... subió. Y volvió a subir. Y subió una vez más. Todo era más bello en la cima. Sí, ascendería montañas porque, ahora ya lo sabe, nació para eso.

Esta historia de Reinhold la cuenta el escritor austriaco Erich Hackl en 'La cuerda invisible', un hermoso artefacto narrativo (que no es novela, que no es tampoco crónica) recién publicado en España por Editorial Periférica. Ahí leemos de sus primeras excursiones, sus saltos a los Grandes Alpes, el traslado a Viena, la apertura de un pequeño taller. Allí leemos, también, todo aquello que hace heroico a este héroe con piolet.

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Pasa, claro, durante la Segunda Guerra Mundial. Todo empieza con Rudi. Rudi Kraus. Rudi Kraus, que acompaña a Reinhold en sus escaladas, que comparte cordada con él, que es más que un amigo, más que un hermano. Alguien a quien confiarías tu existencia. Alguien que se marcha en 1938. Asuntos de negocios, colega, ya sabes que soy ingeniero, tenemos una obra, una obra grande, en Irán. No, ellas no viajan conmigo. Ellas. Mujer e hija. Regine y Lucia. Ambas quedan allí. Son judías, pero Austria no es Alemania, todos están tranquilos, nada malo pasará. El nueve de septiembre de 1939 (semana y poco desde que las botas nazis pisasen suelo polaco) suenan toques fuertes en la puerta de su casa. Buscamos a Josef Treister. El abuelo Josef. Lo siguiente que supieron de él fueron un puñado de palabras en telegrama. Venía de Buchenwald. Crematorio llamado Weimar. Era el mes de octubre. Todo estaba saltando por los aires, también en Viena.

Y Reinhold actuó. En la montaña nos ayudamos, en la montaña es distinto.

placeholder Campo de concentración de Wobbelin, en Alemania, tras su liberación el 4 de mayo de 1945. (Getty/National Archives/Newsmakers)
Campo de concentración de Wobbelin, en Alemania, tras su liberación el 4 de mayo de 1945. (Getty/National Archives/Newsmakers)

En la montaña somos seres humanos.

Reinhold acogió en su taller a Regine y a Lucia. Un sótano donde trabajaba el cobre, el metal, avioncitos de papel más tarde, sueños de soplar en última instancia, cuando todo escaseaba y no había gramo de fuerza que no fuese dirigido a la empresa nazi.

Lucia recordaba años más tarde, cuando todo había pasado, la cara de gnomo bueno que tenía Duschka. Que jugaban al parchís, al hundir la flota. Que ella siempre ganaba, porque Reinhold se lo permitía, que una vez perdió y acabó tirando fichas al suelo. Que escuchaban música clásica en un gramófono. Schubert. Ah, y tenían, allí, un cubo lleno de arena. Por si cae una bomba, por si hay un incendio. Para apagar el fuego sin que nadie os vea. Para apagarlo.

Y así durante años. Compartiendo en tres la comida que ni para uno daba. Limpiando en silencio, de la manera más discreta posible. Saludando y sonriendo en la calle, escrutando si habría un segundo retinglar en esos ojos que se posan, apenas segundo y medio, sobre los tuyos. ¿Alguien sabrá, alguien puede saber? Quién sabe, quién supo.

Un día Reinhold se arriesgó. Ellas ya no aguantaban más, necesitaban ver el sol, sentir la vida. Vamos, dijo él. Vamos a la montaña. Bueno, a las afueras. El Latisberg. Qué bonito todo, qué emoción, cuántas agujetas felices por cuántos días recordando. Y qué fea es la vida que vivimos ahora que hemos vivido otra. Él siguió saliendo, claro. Saliendo a andar, a hacer sus largas rutas en el monte. Aparentar normalidad, nadie puede sospechar que... En una de esas ausencias sonaron alarmas antiaéreas. Nunca vayáis al refugio, decía siempre Reinhold. Vayamos al refugio, susurró Regine. Otra aventura, aunque fuese peligrosa. ¿Nos reconocerán? ¿Se puede reconocer a los judíos así, mirándoles la cara? Nadie dijo nada en aquel espacio abarrotado de olores acres y lágrimas suspendidas. Los rostros de todos los hombres son iguales cuando se les pone máscara de terror.

placeholder Vista de Auschwitz en 1955. (Getty/Three Lions)
Vista de Auschwitz en 1955. (Getty/Three Lions)

Aquella acción irreflexiva les salvó la vida, porque una bomba fue a caer justamente sobre el taller. Así que... mudanza. Año 1944, tan cerca todo, pero quién te lo puede decir. Una cabaña de Hütteldorf, corazón de Penzing. Ladera del Wolfersberg. Otra vez la montaña. Otra vez ese caminar hacia el cielo. Llegaron de noche. Nevaba. Toda la ciudad quedaba ahora a sus pies. A veces el destino juguetea a crear metáforas chicas.

Quedaba nada, faltaba mucho. Nuevas ejecuciones. Otros compañeros de Reinhold, miembros del club alpino local, aquel obrero de Leopolstadt. A última hora ni siquiera anunciaba la prensa aquellos juicios sumarísimos, porque no había papel. Ni ficciones que pudieran creerse...

El final de la guerra les pilló a los tres en Hütteldorf. Silencio. Vosotras no contéis lo que hice, no me interesa, no lo necesito. Se separan, siguen viéndose. Una mañana, finales de los cuarenta, Duschka llama a su nueva puerta. Vamos, vamos a esquiar. Sube con Lucia hasta Dachstein. Andando, claro. Cada poco saca trocitos de chocolate de un bolsillo y se los da. Eso recordará ella años más tarde. Los trocitos dulces que Reinhold llevaba encima.

(Otra vez quiso enseñarla a escalar. Por Mödling. No hubo forma, no era algo que le gustase. Estuvo un lustro encerrada, temiendo cada día por su existencia. Escalar no era algo que le gustase. Igual hay una lección en eso).

placeholder Campo de concentración Lager, el 3 en mayo de 1945. (Getty/Fox Photos)
Campo de concentración Lager, el 3 en mayo de 1945. (Getty/Fox Photos)

Así transcurren décadas. Oye, Duschka, le dijo un día un compañero alpinista. Oye, Duschka, dijo, ¿sabes que durante la guerra recibí una denuncia anónima sobre ti? Reinhold no dice nada, el otro había militado en la Gestapo. Una denuncia anónima, sigue, que guardabas a dos judías en el taller. Sonríe, le quita hierro, pregunta, indiferente. ¿Y qué hiciste? Oh, la rompí, qué iba a hacer. Cómo creer que tú hicieses eso, Duschka.

Continuó Reinhold haciendo lo que más le gustaba. Escalar, hacerse uno con la montaña. Silencio, nunca sacar secretos. Sección Edelweiss de la Asociación Alpinista de Austria. Salidas a los Alpes tiroleses de Stubai, ejercer de guía, en ocasiones, por la zona del Col du Midi, Macizo del Mont Blanc. Cima incluso, tenía 60 años, en el Schreckhorn, un cuatro mil precioso con forma de pirámide anaranjada en atardeceres.

Reinhold Duschka murió en 1993. Unos años antes, en 1990, fue reconocido por Yad Vashem como 'justo entre las naciones' (el mismo título que ostenta Gino Bartali, el de todos aquellos que hicieron por mantener Humanidad en tiempos inhumanos), le hicieron una ceremonia 12 meses más tarde, en la Viena que recordaba para no revivir. Todo aquello lo movió Lucia, porque él... bueno, son cosas de antes, déjalas estar, lo hice de corazón, volvería a hacerlo, qué más dan ahora una palabra u otra. Pero Lucia pensaba que no, que no. Que se conozca tu historia, Reinhold. Contactaremos con Yad Vashem. Después, cuando tú ya no estés entre nosotros, Reinhold, yo daré charlas por colegios, por escuelas. Para que nadie olvide, para que no les dejen olvidar. Una obra de teatro, una placa conmemorativa donde estuvo aquel taller ('werkstättenhof', que dicen allá)

El sitio al que durante años llamaron 'casa'.

Donde Reinhold guardaba cuerdas, botas y jerséis de montaña. Donde custodió, también, cachitos grandes de dignidad.

Aquí arriba no hay nada malo.

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