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Exijo una calle para Farinelli en Madrid
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Rubén Amón

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Exijo una calle para Farinelli en Madrid

Es inaceptable que el glorioso cantante del barroco permanezca sin reconocimiento en la ciudad donde vivió un cuarto de siglo y donde fue idolatrado

Foto: Fotograma de 'Farinelli, il castrato'. Gerard Corbiau. 1994.
Fotograma de 'Farinelli, il castrato'. Gerard Corbiau. 1994.

Dudo que el tono imperativo de este artículo vaya a cambiar las cosas, cuando ni si quiera las cambiaron una movilización de melómanos que reclamaron a Manuela Carmena la urgencia de una calle para Farinelli.

Se encontraba entonces la alcaldesa en la vorágine de la revisión del callejero. Y se le sugirió que la purga de los nombres vinculados al franquismo bien podría compaginarse con la rehabilitación de personajes ilustres a quienes maltrata o sepulta la memoria de la ciudad de Madrid.

Es el contexto que justifica los derechos adquiridos por Farinelli. Acaso el cantante más célebre de la historia. Y el artífice de una profundísima relación con Madrid, hasta el extremo de que residió en la villa y corte un cuarto de siglo, no ya como cantante sublime, sino como director de teatros -en el Buen Retiro y en Aranjuez- y como primera figura diplomática en la corte.

Nada que ver con el valor terapéutico que poseían las cuerdas vocales de Farinelli, "siempre afinadas como el arpa de Orfeo", de acuerdo con la retórica de la primera biografía oficial (1784). No en vano, Felipe V citaba todas las tardes al castrato en las dependencias del Palacio Real porque era el único modo de curarse la melancolía. Cuatro arias, las mismas, todos los días durante nueve años. El celo de los musicólogos y de los maestros historicistas han puesto al día la realidad operística del siglo XVIII, más o menos como si hubiera aparecido una Pompeya en las dimensiones del pentagrama. Carlo Broschi, he aquí su nombre de bautismo, impresionaba por la naturaleza de la emisión vocal.

Foto: Incendio en el Palacio de Osuna de Aranjuez, que está abandonado | EFE

La castración interrumpía el desarrollo de las cuerdas vocales en el escalón infantil, pero la caja torácica crecía como la de un adulto y el aire a disposición consentía suspender una nota durante horas, tal como solía hacer el maestro Farinelli en sus grandes exhibiciones. Provocaba desmayos. Desquiciaba a la platea. Y enamoraba a Barbara de Braganza, la esposa de Fernando VI… protector él mismo de la figura de Broschi como símbolo cultural de la capital del reino.

Se calcula que solo uno de cada 4.000 castrati alcanzaba la gloria. Y ninguno hubo como Farinelli. La película hagiográfica e hiperglucémica de Gérard Corbiau (1994) sirvió para recordar al capón de Dios unos 200 años después de su muerte, pero la estirpe de los castrati sobrevivió oficialmente hasta el año 1903, cuando el pontífice Pío X decidió eliminar la evisceración testicular por considerarla una abominable costumbre.

Foto: 'Aquiles en Esciros' en el Teatro Real. (EFE/Teatro Real/Javier del Real) Opinión

No es que los castrati languidecieran por razones humanitarias ni por salubridad. Lo hicieron porque las mujeres, claro, cantaron sin restricciones lejos del fundamentalismo papal que las vetaba. Y sobre todo porque apareció otra categoría de monstruos vocales: los tenores. Siempre habían existido, pero el primer do de pecho documentado de la historia -Gilbert Duprez, en 1831, interpretando Guillermo Tell- los introdujo en una categoría sobrenatural.

El autor de la ópera, Rossini, tuvo la impresión de que el trance parecía "el berrido de un capón en el momento del sacrificio", pero la reacción del público demostró una adhesión plebiscitaria al canto valiente, descarado, arriesgado, viril. Comenzó entonces una epidemia entre los castrati a la que ha sobrevivido póstumamente Farinelli en su hegemonía vocal.

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Recuerdo que hace unos años el Louvre propuso a sus visitantes una exposición "definitiva" de Praxíteles donde sólo constaba el pedestal de una obra desaparecida del escultor griego. El resto de la muestra consistía en la influencia que ejerció sobre sus epígonos y en las estatuas que evocaban al maestro, pero no había ni podía haber un testimonio original.

Sucede lo mismo con Farinelli. Cualquier manera de emularlo es una aproximación. Sospechamos cómo podía cantar. Conocemos su repertorio, su increíble tesitura, el aire que cabía en sus pulmones, los documentos que acreditan el eclipse de Carlo Broschi en el siglo XVIII, pero los homenajes póstumos retratan un pedestal sin estatua... y una ciudad sin memoria: exijo una calle para Farinelli en Madrid. O una plaza. O una avenida. O la M-30.

Es una cuestión de justicia y de dignidad, más todavía cuando la capital del reino se apresuró a colocar una calle en memoria de Raffaella Carrà recién fallecida la "cantante". Ignoro los motivos de semejante reconocimiento póstumo. Y me preocupa que el oportunismo y la sensiblería prevalezca sobre los deberes primordiales con la cultura y con la historia.

Dudo que el tono imperativo de este artículo vaya a cambiar las cosas, cuando ni si quiera las cambiaron una movilización de melómanos que reclamaron a Manuela Carmena la urgencia de una calle para Farinelli.

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