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¿Cuándo haremos en Madrid un monumento al burócrata?
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Rubén Amón

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¿Cuándo haremos en Madrid un monumento al burócrata?

La capital española, como tantas otras ciudades, convive con estatuas grandilocuentes de personajes en que nadie repara y que se convierten en fósiles de la memoria

Foto: La estatua del Marqués del Duero en Madrid. (EFE/Mariscal)
La estatua del Marqués del Duero en Madrid. (EFE/Mariscal)

Puede que no exista menos correspondencia entre los honores que Madrid concede al Marqués del Duero y su verdadero grado de popularidad en la capital. Me refiero a la escultura ecuestre que gravita en la plaza de Gregorio Marañón con el militar y político en moderada posición de ataque.

Es uno de los ejes más transitados de Madrid, aunque los vecinos que la atraviesan en coche y en moto seguramente ignoran el nombre y los méritos del héroe. Pasamos por el monumento del Marqués del Duero sin saber quién es. Y no sabemos quién es ni siquiera cuando nos documentamos. Se han quedado lejos sus glorias en las guerras carlistas. Y ha amainado el fervor popular que suscitó la erección del monumento en 1885, una década después de haber fallecido don Manuel Gutiérrez de la Concha e Irigoyen.

Ni siquiera hay manera de reparar en los relieves escultóricos que aluden a las proezas, como si pretendieran emular las de Marco Aurelio o las de Trajano en las columnas que los inmortalizan en la ciudad de Roma.

Escribía Robert Musil que los monumentos "conmemorativos" terminan convirtiéndose en fósiles del olvido, en la punición silenciosa de sus protagonistas. Se quedan en las ciudades no para recordar nada, sino para consolidar la amnesia y el desprecio que exponen el desprecio de los ciudadanos.

Foto: Atasco en Madrid. (EFE)

El Marqués del Duero solo identifica el escenario de un atasco permanente en el eje de la Castellana, José Abascal y María de Molina. Y el único interés del monumento se limita a su funcionalidad, precisamente porque el mazacote remarca el centro de gravedad de la glorieta.

Paseamos y pasamos por avenidas ampulosas y estatuas de bronce sin tener idea de quienes las representan. "Como ya no podemos hacerles daño en vida", escribe Musil en alusión a los hombres y mujeres ilustres, "les amarramos un memorial de piedra al cuello y los lanzamos al olvido".

No cabe mayor escarmiento respecto a las pretensiones con que las generaciones pasadas pretendieron congelar la memoria y conquistar el futuro. El presente los desautoriza salvo extraordinarias excepciones. Pasamos delante del monumento de Alonso Martínez y de la escultura de Rial sin encontrarles mayor emoción de la que concedemos a un semáforo.

Paseamos y pasamos por avenidas ampulosas y estatuas de bronce sin tener idea de quienes las representan

Quizá sea más interesante fomentar los monumentos abstractos y sujetos imprecisos. Ya existen algunos en las ciudades, normalmente en dedicatoria del soldado desconocido. Madrid hizo un recordatorio genérico, oportunista y fallido a las víctimas del covid, aunque resulta más transgresora y atractiva la escultura al burócrata que se ha erigido en Reikiavik.

Se inauguró hace 30 años en la zona más bucólica de la capital islandesa. Y se ha convertido en un reclamo turístico de la ciudad gracias al espíritu satírico con que el escultor Magnus Tommason retrataba al abnegado héroe administrativo. No solo lo sepulta con una piedra gigantesca. También le otorga el rasgo prosaico de una cartera de trabajo y un traje.

Levantemos, pues, monumentos al ciudadano de bien, al profesor de autoescuela, al conductor de la línea 7, a la mujer que pasea el perro, al funcionario, al jubilado y al observador internacional. Y procedamos a retirar los monumentos fosilizados, no necesariamente para arrojarlos al mar ni al Manzanares, pero sí para reunirlos en un parque temático donde se puedan identificar las arbitrariedades y excentricidades de la historia.

Levantemos, pues, monumentos al ciudadano de bien, al profesor de autoescuela, al conductor de la línea 7 o a la mujer que pasea el perro

Existe en la periferia de Moscú, se llama Muzeon y es tan apacible como un cementerio. No hay otra cosa en el parque que estatuas desfiguradas, vestigios moribundos de piedra, símbolos de la propaganda soviética desarraigados y descontextualizados, como meteoritos de otras galaxias.

El parque se parece a un desguace de la memoria, a una regresión desordenada, pero reviste mucho interés recorrerlo. Porque redime de la destrucción a los antiguos dioses. Incluido Stalin, cuya grotesca estatua de mármol rosa llama la atención porque le falta la nariz. Se la partió o se la partieron cuando arrojaron la escultura al pavimento y la destronaron de la plaza de Tiflis (Georgia). Un museo al aire libre kitsch y des-sovietizado. Un camposanto de estatuas que vagan desorientadas entre fuentes precarias y praderas irregulares. Las hay que parecen haberse salvado de la erupción de un volcán, como las esculturas humanas de Pompeya. Y predominan los homenajes en piedra a Lenin, aunque Lenin no ha terminado de morir.

Se le puede observar en el tanatorio de la Plaza Roja, expuesto como una momia. Una especie de Blancanieves a punto de despertar. Y objeto de la devoción, del fetichismo o de la necrofilia. Las estatuas de Lenin han sido destronadas. Y se amontonan en el parque Muzeon, pero nadie se atreve a evacuarlo del lecho donde permanece crionizado.

Puede que no exista menos correspondencia entre los honores que Madrid concede al Marqués del Duero y su verdadero grado de popularidad en la capital. Me refiero a la escultura ecuestre que gravita en la plaza de Gregorio Marañón con el militar y político en moderada posición de ataque.

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