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Viaje por el brutalismo de Madrid
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Rubén Amón

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Viaje por el brutalismo de Madrid

La capital fue escenario de una fertilísima regeneración arquitectónica en la década de los sesenta cuyo emblema es Torres Blancas y cuyas huellas de hormigón describen un itinerario fascinante (y fantasma)

Foto: La Pagoda, ya demolida, de Fisac, todo un emblema desaparecido del brutalismo en Madrid. (Cedida)
La Pagoda, ya demolida, de Fisac, todo un emblema desaparecido del brutalismo en Madrid. (Cedida)

Una de las obras más interesantes de la arquitectura madrileña no existe. Y no porque desapareciera con el paso del tiempo, sino porque el Ayuntamiento de Madrid permitió demolerla en 1999.

Me refiero a la Pagoda de Miguel Fisac, sobrenombre de la sede de los laboratorios JORBA y víctima de un atentado urbanístico que las autoridades permitieron a expensas de la reputación del brutalismo.

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El brutalismo no es una parafilia sexual ni una patología sociológica, sino una corriente arquitectónica que se derivó de la precariedad de la posguerra -II Guerra Mundial- y cuya idiosincrasia tanto se reconocía en la sobriedad de los materiales -el hormigón, el ladrillo, el metal- como en la funcionalidad de las construcciones. Era la manera de reaccionar a la desolación de los bombardeos y a la devastación de las ciudades, aunque las emergencias de la corriente arquitectónica no contradijo el esmero de una estética severa y responsable, empezando por los "prototipos" de Londres.

La monstruosidad de la Guerra había introducido un discurso filosófico respecto a la misión del arte. Y a la resignación con que debía aceptarse el fin de la belleza en su dimensión más lúdica y creativa. Procedía un periodo de oscuridad, de sobriedad. O un movimiento de rotundidad y grisura al que pusieron adjetivos interesantes varios de los arquitectos más cualificados de Occidente. Incluidos Le Corbusier, Mies van der Rohe o Alvar Aalto.

placeholder Torres Blancas de Madrid. (Foto: iStock)
Torres Blancas de Madrid. (Foto: iStock)

El brutalismo prorrumpió en la España de Franco y lo hizo en Madrid. No me refiero a la fealdad y al feísmo de las construcciones precarias, ni a la vacuidad hortera de la arquitectura megalómana-imperialista, sino a la condescendencia con que el régimen toleró las fórmulas vanguardistas.

La difunta Pagoda de Fiscac, inaugurada en 1967, fue una de ellas, aunque la expresión brutalista más popular de todas probablemente consiste en las Torres Blancas, de Sáenz de Oiza. No se explica la realización de la obra (1969) sin la mediación de Juan Huarte, propietario de la empresa constructora y mecenas polifacético de las vanguardias.

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Se ha convertido Torres Blancas en un icono de la ciudad, más interesante de cuanto puedan serlo la Cibeles o la Puerta de Alcalá. Y en el ejemplo de una peculiaridad del brutalismo madrileño: las obras que jalonan el interés del movimiento no se localizan en barrios populares ni en modelos desarrollistas, sino en zonas privilegiadas de la ciudad y en barrios acomodados.

Es el caso de la urbanización Galaxia en Argüelles o de la zona más exclusiva de Cuzco, aunque el brutalismo también puede identificarse en otros edificios civiles que han sobrevivido a los vaivenes de las modas y que han adquirido una singularidad estética en las entrañas de la villa.

Las obras que jalonan el interés no se localizan en barrios populares ni en modelos desarrollistas, sino en zonas privilegiadas

Se me ocurre el caso de la Facultad de Ciencias de la Información en el campus de la Complutense. La he frecuentado (muy poco) como alumno y como profesor ocasional, pero tiene sentido apreciarla en su vigencia y audacia arquitectónica, más o menos como si tuviera más relevancia el continente -el edificio- que el contenido -la actividad académica-.

placeholder Fachada de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. (EFE/Ballesteros)
Fachada de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. (EFE/Ballesteros)

El brutalismo no discrepa de la armonía ni de la belleza, pese a la definición semántica del movimiento arquitectónico. Ni siquiera se manifiesta en la excentricidad o las variedades estrafalarias. Por eso tiene sentido detenerse en el suburbio carísimo de Somosaguas. Y asombrarse con el chalé de hormigón que concibió Javier Carvajal a finales de los sesenta.

placeholder Panorámica de la Casa Carvajal. (Cedida)
Panorámica de la Casa Carvajal. (Cedida)

Se trata de una propiedad privada, pero la visita clandestina en los aledaños del templo civil permite hacerse una idea del racionalismo brutalista en su expresión más pura y estética. No hace falta transgredir la propiedad privada. Otra posibilidad para apreciarla consiste en navegar en las filmotecas y reanimar La madriguera, una película inquietante de Saura que se rodó en la Casa Carvajal y que redunda en la fertilidad con que las vanguardias cohabitaron con el franquismo, no por afinidad, claro, sino por la ceguera del caudillo y el desinterés mismo hacia la cultura.

Una de las obras más interesantes de la arquitectura madrileña no existe. Y no porque desapareciera con el paso del tiempo, sino porque el Ayuntamiento de Madrid permitió demolerla en 1999.

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