Es noticia
Un día en la 'narcoesquina' de Lavapiés: así se explica la degradación de un barrio
  1. España
  2. Madrid
“Sentimiento Baltimore”

Un día en la 'narcoesquina' de Lavapiés: así se explica la degradación de un barrio

Cuatro calles, dos plazas y multitud de narcopisos son los campos de trinchera de la venta y consumo de estupefacientes en el barrio. Localizamos algunos. Los vecinos acusan a las instituciones de abandono. ¿Ha vuelto Lavapiés a los 80?

Foto: Plaza Nelson Mandela desde el interior de una vivienda. (A. M. V.)
Plaza Nelson Mandela desde el interior de una vivienda. (A. M. V.)

Dos dimensiones y un barrio, Lavapiés. El ambiente canalla, castizo y verbenero del Madrid de las corralas cuenta con una cara B. Más allá de las calles de Lavapiés y Argumosa, se esconde un micromundo de compra venta y consumo de drogas. Lo que hoy vive el barrio es una realidad compleja con muchas y variadas víctimas. Caravaca inicia un recorrido hacia la delincuencia. Los trapicheos aumentan calle arriba y, en el cruce con Amparo, comienzan los rumores. “Esta es la narcoesquina”, apunta una mujer de 64 años que nació en Salitre, a pocos metros de donde ahora pasea a su perro, y que ha vivido toda su vida en el barrio. Ningún residente quiere desvelar su identidad, pero todos hablan de un tal B., el supuesto cabecilla de uno de los pisos donde se produce el intercambio. “Actúa de receptador. Le pagan con móviles y demás objetos robados”, apunta un vecino muy próximo al domicilio al que todos señalan. Paradójicamente, en las mismas calles abundan los Airbnb. No hay hueco en ninguno hasta el mes que viene.

Foto: Presencia policial frente a La Quimera, dos días después del desalojo. (A.F.)

El inmueble del que hablan tiene las paredes blancas, un sofá, una cama próxima a la ventana —por la que, dicen, se hace el intercambio de sustancias y objetos—, un paquete de tabaco de liar sobre la mesa, un bote de Nivea y poca luz. Un piso anodino. El residente niega las acusaciones: “Sí, yo me llamo B., pero hay muchos B. en este barrio, es un nombre muy común, es otra persona seguro”. Todos hablan de B., pero pocos saben realmente quién es. "Son muy listos, se cambian de piso unos a otros para despistar", explica un vecino. "Hoy he visto al B. auténtico sentado en las escaleras", añade otro.

Un hombre de menos de 30 años al que se le pregunta por el susodicho y por la venta de pasta base de cocaína responde: “¿Por qué quieres pillarle solo a él? Yo también tengo, es buena, te dejo probar si quieres. B. es mi hermano, no te preocupes”. En la misma calle Caravaca, los residentes aseguran que hay otro narcopiso en activo y dos que, por el momento, están más parados. “No hay un patrón. Cuando desmantelan uno, se activa otro”, apunta Elia Marcos, al frente de la iniciativa Lavapiés Denuncia. La Policía Nacional no ha confirmado esta información y las investigaciones en torno al barrio continúan abiertas.

En la misma esquina se ha instalado una cámara de seguridad, pero los trapicheos no cesan a pesar de la abrumadora presencia policial. Las patrullas recorren periódicamente las mismas calles. Este es uno de los puntos neurálgicos de las quejas de los residentes, con banderas amarillas en las ventanas en señal de protesta, pero no el único. Desde hace meses, la violencia y la droga se ha disparado en algunas zonas.

A escasos metros, la imagen es completamente distinta. En la calle Lavapiés reina el jolgorio, las cañas y las tapas. Restaurantes indios y veganos, tiendas nuevas, modernos de gabardina y gafas de sol cuadradas a finales de octubre, terrazas y la vida activa y callejera que ha definido durante décadas al barrio. El supuesto B. sale de su domicilio con actitud enfadada y se dirige a la céntrica calle; habla con unos y con otros, y desaparece. Pero el aumento de las drogas no es evidente para todos; entre ellos hay quienes reconocen Lavapiés como un barrio donde los estupefacientes siempre han sido compañeros de noche. “Yo creo que droga siempre ha habido, aunque igual ahora han aumentado las duras”, apunta Carlos desde su terraza panorámica al corazón del barrio. “Si llevas un iPhone a las dos de la mañana, pues igual te roban. Como te pueden robar en la Puerta del Sol”, explica Jorge, al frente de la asociación Dragones, de las pocas iniciativas vecinales que quedan en pie. ¿Qué ha ocurrido para que, ahora, se multipliquen las quejas?

placeholder La esquina de la calle Caravaca con Amparo, el punto en el que, según los vecinos, B. vende droga. (A. M. V.)
La esquina de la calle Caravaca con Amparo, el punto en el que, según los vecinos, B. vende droga. (A. M. V.)

“Yo siento que las instituciones siempre han mirado hacia otro lado”, apunta Teresa, con más de 20 años en Lavapiés a sus espaldas. “La diferencia es que antes teníamos un tejido vecinal mucho mayor y ahora nos están expulsando a todos, poco a poco. O bien con fondos de inversión comprando edificios enteros o bien porque no se soporta. Es sentimiento Baltimore total. Tener que escuchar a una mujer gritando: '¡Policía!' desde una azotea porque la están agrediendo me dejó destrozada un fin de semana entero”. Teresa denuncia la violencia de género que existe dentro del mundo de la droga. "Lo sabes porque las escuchas llorar gritando: 'Me acaban de violar', y te parte en dos".

Las plazas Nelson Mandela y Arturo Barea —antiguas Cabestreros y Agustín Lara— son otros dos puntos clave. Erik apenas lleva cinco meses viviendo frente a la primera y explica cómo, desde que desalojaron La Quimera el pasado mes de septiembre, muchos de los que allí vivían se han trasladado bajo los árboles de la plaza. “Son como 10 y echaron a 70. Veo más violencia y hay mucho ruido”. El centro social okupado, en desuso desde hace más de dos décadas, fue durante años el cobijo de asociaciones dedicadas a actividades socioculturales y talleres infantiles.

Foto: Policías en el desalojo de La Quimera. (Twitter/Policía Municipal Madrid)

Con la pandemia, se produjo un cambio en su interior. “Fue una especie de golpe de estado interno”, apunta Marcos. Entró la droga y, con ella, los problemas, las peleas y el aumento de drogodependientes. Con el desalojo, Besha, una activista africana, creó una red para ayudar a quienes residían dentro —muchos no estaban vinculados con la delincuencia— a encontrar un lugar donde dormir. Otros tuvieron que permanecer en la calle: uno de ellos vive en la plaza, con apenas 21 años, estuvo ocho meses en La Quimera y explica que subsiste como puede. Se acerca otro hombre de edad más avanzada y le insiste para que le consiga algo para consumir. "No tengo nada, de verdad", insiste el joven. Aina reside en el edificio de enfrente y trabaja con personas que solicitan protección internacional: “Nadie se viene de su país para dormir en una plaza”.

placeholder Bandera amarilla, señal de protesta de los vecinos. (A. M. V.)
Bandera amarilla, señal de protesta de los vecinos. (A. M. V.)

Frente a la misma reside Mercedes, gerente de la red de pequeños comercios, que inició parte de la protesta vecinal. “Consumen en los columpios de los parques, por ese tipo de cosas es tan preocupante”. El dueño del inmueble, José Martínez San Andrés, es un anciano que baraja la posibilidad de convertir el edificio en una residencia de ancianos o estudiantes, aunque desde el área de Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid aseguran que, por el momento, no han tenido reuniones con él.

Nadie aquí habla de B. Los dueños de la plaza —como les apoda Erik— son conocidos como P. y A. Y apunta a que manejan el cotarro de la droga porque “escuchas preguntar por ellos constantemente”. Y hay dueños de narcopisos, también, cuyos nombres saltan de boca en boca. En la misma calle Amparo, varias personas acceden al interior de un edificio. “¿Ves que los de arriba y los de abajo tienen las banderas amarillas? El del medio es el de BA., tenía dos pisos y ahora está instalada en este”, explica Elia.

En Arturo Barea confluye una terraza —siempre llena—, las ruinas de una iglesia reconvertida en biblioteca y otra “esquina conflictiva”. Ezequiel vive en ese mismo edificio. “Me asomo a la terraza y les veo consumiendo heroína y crack, especialmente por la noche. El perfil es muy diverso, pero lo más preocupante es que son muy jóvenes. Creo que parte del problema es la falta de comunicación entre asociaciones e instituciones. Se necesita una acción más estrecha para que gente sin recursos pueda integrarse mejor y no tener que dedicarse a cosas ilícitas o no tener que vivir de la droga”.

Foto: Pancarta en Lavapiés contra el desahucio de las vecinas por un fondo de inversión. (Zavan Films)

Respecto a la edad, uno de los casos que más llamó la atención de Elia fue el de "un niño de 12 años con una actitud muy violenta y consumidor frecuente que estuvo en coma durante 10 horas por una sobredosis de crack".

El auge de la conflictividad en Arturo Barea también se explica por el cierre por obras de las plazas Menistriles y la Corrala. Esta última se sitúa frente al bar Universidad, y sobre este vivía Patricia. “Una vez les vi lanzándose bolardos a la cabeza y por eso decidí mudarme de calle. Ahora he cambiado de mundo”. Todos los miércoles a las ocho de la tarde, los vecinos interesados preocupados por la situación se reúnen en esta plaza.

Hay quienes aseguran que la dejadez con el barrio viene de antes de la pandemia. Teresa vivió frente a un narcopiso en 2018: “Ver a una chica preciosa, de 17 o 18 años, suplicarle a un tío en un piso que la deje entrar es terrible. La voluntad de nadie es vivir así”. Su tristeza se agranda cuando reconoce a quienes vio crecer caer poco a poco. “Hace 15 años conocí a J., una niña monísima. Llegó su adolescencia y la veías con alguno que sabías que pasaba, luego te contaban que la pillaron robando, consumiendo… y finalmente gestionando un narcopiso cuando arrestaban a los que lo llevaban”. Ahora, desde su balcón ve cada mañana a algún toxicómano frente al portal.

¿Ha vuelto Lavapiés a los 80?

Las últimas semanas han puesto el foco en el barrio y muchos se han preguntado si se está volviendo a los años 80. La fotógrafa Mariví Ibarrola conoce muy bien aquellos años, armada con una cámara recorrió, incansable, sus calles. Retrató la movida madrileña y el Lavapiés de la década de los 80; lo recopiló todo en las obras Yo disparé en los 80 y De Lavapiés a la Cabeza. Se empapó del barrio y lo conoce al dedillo. Ahora, todavía vecina, recuerda un lugar “decrépito y maravilloso”. Humilde y poco cuidado, ensalzado siempre “por el factor humano”. El hogar de quienes venían de las provincias y la fábrica de servicios para la urbe.

placeholder Corrala de la calle Miguel Servet. Año 1980. (Mariví Ibarrola)
Corrala de la calle Miguel Servet. Año 1980. (Mariví Ibarrola)

En los mismos años aprobó la oposición a policía municipal Isabel, todavía en activo en el turno de noche y que lleva ejerciendo en Lavapiés desde 1985. “Era un barrio especialmente de delitos de patrimonio y hurtos. La gente necesitaba dinero para consumir, especialmente heroína, y se centraban en esos delitos para pagarlo”, apunta. La plaza Nelson Mandela, Cabestreros por entonces, era el escenario habitual. Pero “te diría que la calle Ballesta, Desengaño y Cruz eran más inseguras”, todas en Malasaña, continúa.

En los 90, el barrio comenzó a adquirir fama de peligroso. Apareció la famosa banda del pegamento y vecinos como Teresa se mudaron a lo que ellos denominan “el Lavapiés alto”, más cercano a Tirso de Molina, por temor a ese grupo. “Hoy siento que la gota ya ha colmado el vaso. Quizá por ser más mayor o porque una está preparada para un déjà vu, pero no para dos”.

No obstante, aquella práctica no se alargó en el tiempo. “No fue como la heroína, que destrozó tantas vidas. Tengo la sensación de que no es una droga que haya calado mucho en la sociedad. El problema es que eran muy jóvenes”, apunta la agente. Ibarrola sentencia que aquellos años le recordaban a un “polígono industrial”; mucho tráfico, carga y descarga y multitud de tiendas. Y siempre gente en la calle.

placeholder Isabel Peña, agente municipal en Lavapiés desde los 80. (A. M. V.)
Isabel Peña, agente municipal en Lavapiés desde los 80. (A. M. V.)

Y los delitos difieren de los actuales. No había tanto narcopiso porque quienes consumían iban a comprar a los poblados. La cada vez menos frecuencia de las cundas —vehículos que transportan toxicómanos a lugares de venta ilegal— y las intervenciones en puntos estratégicos de la droga madrileña —como la Cañada Real y el polígono Marconi— han creado la concentración en Lavapiés. “Antes venían aquí y, bueno, pues consumían; pero ya. El problema es que ahora todo el proceso se hace aquí”, explica Mercedes. “En el narcopiso al lado de mi casa de 2018 no solo se compraba, era también un lugar de consumo. Recuerdo cuando vino la Policía y salió de ahí todo tipo de gente que jamás imaginarías que fuesen a coincidir en otro lugar o contexto”, explica Elia. “No creo que estemos en el punto de los años 80, pero no nos gustaría llegar ahí”.

Foto: Fotografía de la nave siendo desmantelada. (Ayuntamiento de Madrid)

“En los 2000 había más vida, con el boom de la construcción se multiplicó la vida en la calle. Más alegría, más gente de todas partes”, explica Jorge, de la asociación Dragones. ¿Qué pasa, entonces, en Lavapiés? Hay quienes señalan directamente a la gentrificación. Carteles de "compro edificio" abundaron en fachadas durante meses. Subida del alquiler y personas mayores aguantando por tener una propiedad de renta antigua. “A unas amigas les llegó un burofax un día y, al siguiente, estaban fuera”, explica Elia. Además, el único colegio público del barrio, el Antonio Moreno, lleva cinco años cerrado. "Los estudiantes se tienen que trasladar hasta Carabanchel... Es normal que las familias decidan mudarse para estar más cerca del colegio", indica Elia.

El bar Pum Pum Café provoca largas colas de hipsters que enfurecen a los más clásicos del barrio, con pintadas encima en las que se puede leer Punk Punk Café. José Antonio, en Lavapiés desde principios de los 90, sí lo defiende. “¿Qué es exactamente esa gentrificación? Es todo muy complejo. Las cosas cambian y los locales nuevos dan más movimiento. Yo siento, además, que los restaurantes indios llegará un futuro próximo en que decaerán, es así”.

La Delegación del Gobierno y la Jefatura Superior de Policía Madrid cuentan con un plan conjunto para el barrio y uno de sus objetivos es aumentar la coordinación con los agentes locales e intensificar el contacto con los vecinos. Además, recuerdan que las Unidades de Prevención y Reacción (UPR) están desplegadas en las plazas de Nelson Mandela y Arturo Barea, y que actuarán "si es necesario" con, entre otros cometidos, aumentar las identificaciones, las incautaciones de droga y localizar los lugares de venta. "El 40% de los efectivos policiales de Centro están dedicados a Lavapiés", remarcan fuentes de Delegación del Gobierno.

Pero todos coinciden en lo mismo. “El barrio tiene contenido y ese contenido es la gente”, apunta Ibarrola. Lavapiés, por el momento, busca recuperarse a sí mismo. Andar a las tres de la mañana sin compañía por la calle Mesón de Paredes a la altura de Arturo Barea no es plato de buen gusto. Ni a las cuatro ni a las cinco. “Salgo para trabajar muy pronto y siempre me encuentro a gente en el suelo”, sentencia Benito, vecino de Salitre, donde se ubica otro narcopiso. No obstante, reconocen que últimamente ha habido menos follón.

—¿Y eso por qué?

—Porque es tiempo de verbena y Tapapiés, que es para lo que interesa este barrio.

Dos dimensiones y un barrio, Lavapiés. El ambiente canalla, castizo y verbenero del Madrid de las corralas cuenta con una cara B. Más allá de las calles de Lavapiés y Argumosa, se esconde un micromundo de compra venta y consumo de drogas. Lo que hoy vive el barrio es una realidad compleja con muchas y variadas víctimas. Caravaca inicia un recorrido hacia la delincuencia. Los trapicheos aumentan calle arriba y, en el cruce con Amparo, comienzan los rumores. “Esta es la narcoesquina”, apunta una mujer de 64 años que nació en Salitre, a pocos metros de donde ahora pasea a su perro, y que ha vivido toda su vida en el barrio. Ningún residente quiere desvelar su identidad, pero todos hablan de un tal B., el supuesto cabecilla de uno de los pisos donde se produce el intercambio. “Actúa de receptador. Le pagan con móviles y demás objetos robados”, apunta un vecino muy próximo al domicilio al que todos señalan. Paradójicamente, en las mismas calles abundan los Airbnb. No hay hueco en ninguno hasta el mes que viene.

Delincuencia