"Son 20 euros. Y quítate la mascarilla": Así me colé en una fiesta ilegal en Madrid
Cerca de Vicálvaro, el miércoles 10 de marzo por la noche (y durante la madrugada del jueves) se celebró una de las muchísimas fiestas clandestinas que proliferan por la capital
En un rincón de la sala alejado de la barra, una mujer charlaba, ruborizándose, con un chico rubio. Eran las tres y media de la madrugada. El chico, con sus labios agrietados muy cerca del oído izquierdo de la mujer, le contaba anécdotas morbosas y presumiblemente graciosas que no conseguía escuchar. La chica llevaba un vestido corto que parecía blanco, pero había poca luz. Quizá era 'beige'.
Otro grupo de chavales de mi edad, de unos veinte años, estaban sentados en un sofá cutre de color rojo. En aquel momento sonaba una canción de trap. Un rato antes, había visto a estos muchachos fumando hierba mientras pedían unos chupitos en la barra. Habían mezclado alcohol con cannabis y sus jóvenes cuerpos habían roto motor. Parecían auténticos cadáveres en descomposición. Empecé a preguntarme si aquella era la primera fiesta clandestina a la que asistían. Quizá era la primera vez que fumaban porros.
Cerca de Vicálvaro, el miércoles 10 de marzo por la noche (y durante la madrugada del jueves) se celebró una de las muchísimas fiestas clandestinas que se realizan en Madrid, ciudad española que, desde hace un par de semanas, ha dejado de ser la capital del Estado para convertirse en la capital europea de las juergas ilegales y clandestinas.
No es ningún secreto que cada fin de semana (o, en este caso, día de diario) se organizan multitud de fiestas clandestinas en pisos y locales privados porque las convencionales, las de antro, discoteca y 'after' de toda la vida están prohibidas por no sé qué de una pandemia. Todos los sabemos, pues todos hemos vistos las imágenes que la Policía Municipal de Madrid difunde cuando las desarticula. De hecho, el fin de semana pasado, el del sábado 6, se intervinieron 250. Aunque esto es un auténtico 'vox populi', yo quería ir más lejos. Quería descubrir cómo es una por dentro. Vivirlo para contarlo.
El lunes 8 me puse a ello. Llamé a algunos de mis contactos más marroneros, a los típicos viejos golfos incombustibles que todos tenemos en nuestra agenda, y les pedí información.
—Prueba a subir al centro –me dijo uno de ellos–. Los relatas que hay por Arenal seguro que saben algo.
Le hice caso. El lunes por la tarde fui hasta Ópera, en pleno centro de Madrid, y subí por la calle del Arenal dirección a la Puerta de Sol, parándome a hablar con todos los RRPP de locales de copas que me encontraba.
Aunque en un primer momento pensé que iba a ser un poco complicado, no tardé ni quince minutos en sonsacarle algo de información a uno de ellos.
—Ya no se hacen en el centro. Aquí hay muchos policías por la noche –me dijo el tercero al que la pregunté. Era de origen latino–. Si quieres, dame tu teléfono y te pongo en contacto con un colega que conoce a gente.
Después de darle mi cuenta de Instagram en vez de mi número con la excusa de que no me lo sabía y de que, desafortunadamente, me había quedado sin batería en el móvil para mirarlo, seguí mi camino. Había sido fácil. Peligrosamente fácil, me atrevería a decir. Solo había tenido que hablar con uno de los que te ofrecen cachimba y copa por ocho pavos.
Al día siguiente, cuando abrí mi cuenta personal de Instagram por la tarde, tenía una solicitud de mensaje de un tal J. A. En la biografía de su perfil tenía puesto, bien clarito y sin disimular, que era relaciones públicas de algunas salas bastante conocidas de la noche madrileña. Por un momento, pensé que había dado un paso en falso, pues en mi perfil aparecía mi condición de periodista, pero J. A. no le dio mayor importancia.
Después de una breve charla, quedamos en que la fiesta sería el miércoles por la noche en una dirección desconocida de Vicálvaro, al sudeste de Madrid. Imagino que no me quiso dar la dirección en ese momento por seguridad.
El miércoles, a las once menos cuarto de la noche, me apeé del metro y empecé a dar vueltas por el barrio, analizando la zona. Entendía perfectamente que la juerga de esa noche se hubiera trasladado desde el centro de Madrid hasta allí, pues Vicálvaro es un barrio residencial del que, aparentemente, nadie podría sospechar. Miré mi Instagram: a las once menos diez, J. A. me mandó la dirección exacta del local. Le di las gracias, me despedí y lo bloqueé.
A las once y cinco de la noche, habiendo entrado ya en vigor el toque de queda de la Comunidad de Madrid, me presenté en el portal en el que se desarrollaría la fiesta. Por las indicaciones que tenía, deduje que se trataba de un bajo o, incluso, de un local en el subsuelo. Y acerté. El portal estaba mal cerrado, así que empujé la puerta y me metí en el edificio. Era un bloque de viviendas convencional, sin nada interesante. Después de un rápido vistazo a los buzones, corroboré mi idea de que era un edificio normal en el que vivía gente, pues había cartas en el interior de estos.
Seguí las indicaciones que me habían dado y, bajando unas escaleras de madera, llegué a una especie de rellano en el subsuelo. Estaba seguro de que eran los trasteros. No había ni un alma en el rellano, ni se escuchaba nada más que un leve ruido a lo lejos, como ahogado. Supuse que era la música.
Llamé a la puerta con los nudillos y, al segundo, me abrió un tipo alto vestido con un abrigo The North Face negro. No podía explicarme cómo podía llevarlo, pues hacía un calor insoportable. Me hizo pasar a un pequeño recibidor y cerró la puerta tras de mí. Estaba dentro de la fiesta.
—Tienes que dejar aquí tu abrigo y tu teléfono –dijo señalando una puerta que daba a una minúscula habitación llena de percheros–. Puedes venir a ver el móvil cuando quieras, pero no puedes estar dentro con él ni hacer fotos […]. Si viene la policía o pasa cualquier cosa, tienes que decir que no has pagado entrada. Ni alcohol. La botella la has traído de tu casa. Aquí, si preguntan, no vendemos alcohol. ¿Has venido tú solo?
—Sí.
—De acuerdo –dijo mirándome raro mientras sacaba un datáfono de su bolsillo–. Son veinte euros. Y quítate la mascarilla.
Pagué mi entrada con tarjeta, le dejé mi cazadora –a la que le asignó el número 42– y crucé el pequeño pasillo hacia la fiesta en sí.
Efectivamente, aquello era un trastero. Bueno, lo había sido. El local de fiesta estaba separado en dos espacios cuadrados de unos cuarenta metros cada uno. En el medio, entre los dos espacios, había un tabique mal construido en el que había un boquete rectangular bastante grande, justo en el centro.
En el ambiente de la izquierda, al que daba el pasillo de la entrada, estaba la barra de obra, de color marrón, una pequeña cocina y lo que parecía una pista de baile improvisada. En el de la derecha, al otro lado del muro, había varios sofás puestos contra las paredes. Había ventanas que, deduje, daban a la altura de la acera, pero estaban tapadas con cajas de Cacique y J&B. Efectivamente, aquello parecían unos trasteros a los que les habían tirado las paredes para convertirlo en un espacio relativamente amplio, rectangular y sencillo. El suelo era de baldosas con dibujos de gotas marrones.
Aunque apenas había luz –la única iluminación del local eran un pequeño flexo tras la barra y una especie de lámpara de lava en una mesa que había junto a uno de los sofás de la otra sala–, conté hasta sesenta personas, sentadas y de pie, en un espacio que no superaría los ochenta metros cuadrados. Todo estaba repleto de gente sin mascarilla, a excepción del pasillo, en el que solo se encontraba el portero.
Para disimular, me acerqué a la barra a pedir una copa, un Jim Beam con Coca-Cola.
—De whisky solo tenemos Ballantines y J&B –me dijo la camarera. Acepté lo primero, frustrado–. Son ocho euros.
Pagué la consumición, también con tarjeta, y le pregunté, con impostada cara de inocente curiosidad, algunos detalles de la fiesta.
—No, a mí la policía nunca me ha pillado trabajando, pero a una amiga mía sí. La multaron igualmente, pues si vienen tenemos que decir que estamos de fiesta, no trabajando […]. Claro, esto se paga en negro […]. Antes las hacíamos los fines de semana en un AirBnB del centro, pero ahora es imposible. Es más seguro hacerlas los días de diario, menos los jueves, y en barrios periféricos como este.
No quería ni incordiar ni cantearme, así que me puse a dar vueltas entre la gente en busca de algo de conversación. No encontré el baño por ningún sitio, así que deduje que no había (aunque luego me percaté de que estaba cruzando el improvisado ropero, justo en la entrada).
Sería ya la una de la mañana cuando se hizo el silencio más absoluto. La música se apagó y alguien encendió los viejos fluorescentes del techo. Se podía escuchar alguna risilla nerviosa entre los asistentes. Me acojoné, pues como fuese la policía no había escapatoria por ningún sitio. El mismo alguien que encendió las luces gritó "falsa alarma, tranquilos" y las volvió a apagar a los dos minutos, por lo que la camarera volvió a poner la música.
En uno de los sofás que hacían esquina, una chica morena se pintaba una raya de cocaína encima de un paquete de tabaco. Eso hizo que me entraran ganas de fumar, así que me encendí un cigarrillo y me acerqué a hablar con ella. Eran las dos y media de la mañana, pero iba increíblemente borracha.
—Hace… buah, ya no salgo de fiesta –era difícil entenderla–. Me queda poca (cocaína) y solo la uso para quitarme la borrachera. ¿Te apetece una? Hay un chico aquí que vende, pero tampoco me queda dinero.
Sería ya la una de la mañana cuando se hizo el silencio más absoluto. La música se apagó y alguien encendió los fluorescentes del techo
Le rechacé el tiro y seguí dando vueltas, intentando socializar, aunque con poco éxito, con el resto de los asistentes de la juerga. Iban en grupos pequeños, como mucho de seis personas. Aunque yo era uno de los más jóvenes, tampoco parecían bastante mayores que yo. La edad media sería de unos veinticinco años.
A las cuatro de la mañana, ya estaba harto de estar allí. No habían ventilado la sala en toda la noche, por lo que la densidad del humo de los cigarrillos era tan grande que podía palparse. Me escocían los ojos. En la barra, sola, vi a una chica muy rubia pidiendo una copa. Parecía extranjera, así que me acerqué a hablar con ella. Quizá podría entrevistarla si fingía que intentaba ligar.
—Soy de Nantes, al norte de Francia –bingo–. Hace dos años estuve en Madrid de erasmus y me gustó mucho. Estudié español. He venido porque me han dicho que aquí se pueden hacer fiestas. Estoy en la fiesta con unos amigos españoles de la universidad.
"Venir es muy fácil, solo necesitas un test negativo, aunque algunos no se lo hacen, y una buena excusa. Yo tengo un papel de… ¿cómo se llama el médico de lo de los pies?... ¡eso, el podólogo! Una amiga mía trabaja en una clínica y me ha hecho el documento para poder venir. Es muy fácil. Cualquiera podría falsificar uno […]. Llevo aquí desde el viernes. Esta es la segunda fiesta a la que voy […]. ¡Ah, no pasa nada! Tengo dinero por si me multan".
Después de aquello, las horas se me hicieron eternas. La gente iba demasiado borracha y drogada, incluso la camarera. Creo que era el único que iba completamente sobrio (solo me bebí una copa en toda la noche, por disimular, ya que tenía que estar en mis plenas facultades mentales, por si acaso). A las seis y diez de la mañana, las luces se encendieron y, como si de un examen práctico se tratara, todos se levantaron de los sillones o dejaron de bailar y se pusieron en la posición de salida: había llegado la hora de irse.
—En grupos de diez, por favor –dijo, balbuceante, la camarera–. Supuse que era por disimular, ya que me parecía excesivamente cínico que se preocuparan por las aglomeraciones y las distancias de seguridad a esas alturas de la película.
Me colé como pude entre los diez primeros, recogí mi chaqueta y me fui. Estaba harto. En la salida, intenté buscar al cabecilla de todo aquello, pero no lo encontré. "¿Quién coño será el organizador? Tiene que ser un empresario, eso seguro, pues no todo el mundo tiene acceso a un datáfono", pensé.
Cuando por fin salí a la calle, inhalé profundamente aire fresco varias veces, me fumé un cigarrillo y me puse la mascarilla. Al día siguiente, iría a hacerme un test covid (negativo) por si las moscas.
El resto de los asistentes fueron saliendo poco a poco de la fiesta, tambaleantes, borrachos y gritando. Muchos no se acordaban ni de la mascarilla. Como en procesión, algunos fueron yendo al metro o a la parada del autobús más cercana. Una vecina se asomó a una ventana, pero no dijo nada. Su mirada cómplice, desde lejos, delataba que fiestas como las de la madrugada del jueves eran perfectamente normales en aquel lugar. Esta gente ya tiene su nueva normalidad.
En un rincón de la sala alejado de la barra, una mujer charlaba, ruborizándose, con un chico rubio. Eran las tres y media de la madrugada. El chico, con sus labios agrietados muy cerca del oído izquierdo de la mujer, le contaba anécdotas morbosas y presumiblemente graciosas que no conseguía escuchar. La chica llevaba un vestido corto que parecía blanco, pero había poca luz. Quizá era 'beige'.