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Un viaje desde el centro del Sol hasta las casas de protección oficial: de la Champions al derbi
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DESDE EL MUNDO REAL

Un viaje desde el centro del Sol hasta las casas de protección oficial: de la Champions al derbi

El Real Madrid es un equipo imparable, único y alegre cuando suena el himno de la Champions, pero cuando toca jugar en la Liga, se convierte en una escuadra vulgar

Foto: Vinícius pelea con Savic y Witsel. (EFE/Juanjo Martín)
Vinícius pelea con Savic y Witsel. (EFE/Juanjo Martín)

A media tarde, la gente tiene otras cosas que hacer. El fútbol dejó de ser una prioridad cuando las naciones se fueron extinguiendo sumergidas en el streaming. El último aullido de la Liga fue la guerra entre Mourinho y Cataluña. De esa tensión surgieron los 8 segundos de independencia azulgrana. El momento más vistoso de la democracia española desde que Uli Stielike entró en el Congreso disfrazado de Teniente Coronel de la Guardia Civil.

Quedan pequeñas pendencias, algunos ritos, ciudades que se cantan a sí mismas y una masa informe de sórdido trabajo táctico con la capacidad de fascinación de una pyme. Es la Liga. Un derbi, se anunciaba por megafonía. El Atleti ha ido mejorando en su juego y el del Madrid no existe, como acostumbra. No hay choque de estilos, no hay puntos en juego —la Liga es del Barça desde hace mucho—, no hay rencores. Solo fútbol. Puro fútbol. Y así fue. Un partido roñoso con un solo trazo destacable. El gol de cabeza de Álvaro. Un canterano en la era Ancelotti. Unicornio rosa relleno del deseo madridista.

Foto: Álvaro celebra con Asensio su gol a Osasuna. (Reuters/Vincent West)

El partido comenzó ágil y ligero, quizás porque la convicción era escasa en los intérpretes. Como siempre que Kroos es mediocentro, la pelota va rápida, pero vuelve más rápida todavía. El balón iba y venía como en un entrenamiento. Ni el Atleti llevaba al Cholo esculpido en cada gesto, ni el Madrid acababa sus ataques. Hay un tiro fácil y rápido de Asensio, sin necesidad de hacerse hueco, a lo Stephen Curry, que despierta una alegría discreta en el público. El resto del partido del balear fue un homenaje a la estrella frustrada que es. Negado en todas las posibilidades en las que un jugador de ataque puede estar negado: impreciso en el último pase, lento en la filigrana, pesado en los desplazamientos, inexistente de cara al gol. Cada vez que Asensio da un paso hacia la entrada, las puertas automáticas se cierran bruscamente y lo pillan en medio.

Benzema estaba pesado, grasiento, como un cantante de ópera que sale a escena tras comerse una fabada, pero aun así había una ocasión cada poco tiempo. Es un misterio de dónde las saca el Madrid, pero haberlas, haylas. Primero fue Militao el que se dio un paseo hasta el ataque y cruzó un pase que casi lo caza Karim. Luego fue Ceballos, que ha encontrado su regate, quien dejó a Vinícius de cara hacia la portería con un precioso pase en profundidad. Y otra vez el brasileño con su jugada de la semana: recorte hacia fuera y tiro combado.

Y se acabó. El Atleti se cerró sobre sí mismo y el Madrid se encogió de hombros. No hubo más. Solo respeto, mucho respeto, como en una boda gitana. Llegó el descanso y el segundo tiempo comenzó como el primero. Ocasiones superficiales que están a punto, pero no. Vinícius estaba peleado con los controles, como si fuera de mármol y repeliese los balones. Ceballos daba esas vueltas sobre sí mismo para quedar en el mismo sitio que causan estupor en Kroos, que detesta los ademanes superfluos. El Madrid prefería perder el balón para darse a la liberación del contraataque, pero el Atleti cegaba los pasos y Vini se tropezaba con los bordes del mantel.

placeholder Vinícius se queja en el césped tras una falta. (EFE/Juanjo Martín)
Vinícius se queja en el césped tras una falta. (EFE/Juanjo Martín)

Salieron Tchouaméni, Modric y Camavinga. Solo destacó el primero. Con todo lo grande que es, resultó invisible para los contrarios, para el balón y para el Bernabéu, que todavía no tiene calado cuál es ese defecto donde puede posarse y agrandar la herida. Pero la gente ya murmura.

—Jajaja, el tronkameni este, es más lento que el eje terrestre.

—Talento generacional, decían.

—Pero ese tío no deja ni un rastro de emoción en el césped. Es carne de Everton.

Me imagino a Casemiro en el Manchester y me dan ganas de llorar.

—Pero si le llamabas Caseburro.

—Era con cariño, venga. Este va de sobrado y todo le resbala. Parece el hada de los bosques flotando sobre el partido.

—Oportunidad de mercado, 80 millones. No sé cómo no nos trajimos media docena.

Hay una expulsión absurda de Correa. Un codazo hecho desde el cariño es interpretado como agresión. Rüdiger se tira al suelo de una forma poco plausible, pero es el Bernabéu y es el Atleti. Hay que alimentar la narrativa colchonera. Al momento, hay un gol de Giménez en una falta lateral botada por Griezmann. Lo gritan con rabia y por unos segundos el partido cambia y se vuelve algo serio, respetable, violento y suburbial.

El Madrid se pone en la piel de la remontada, pero en la Liga, esa piel resulta poco favorecedora. Está el gol del chaval, el hispano-uruguayo de la cantera, exactamente el mismo que el que marcó Giménez. No saben hacer otro, dice alguien. Y el partido se va acabando con la convicción de que un empate no les hace pasar vergüenza a ninguno de los contendientes.

placeholder Álvaro cabecea el gol del empate en el derbi. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Álvaro cabecea el gol del empate en el derbi. (EFE/Rodrigo Jiménez)

Este es un Madrid saciado. Lleno hasta el tope de títulos. No busca la playa para tomar el sol, sino para llegar hasta el horizonte. No peleará la Liga. No pueden hacerlo, porque la plantilla es corta y el Barça está lleno de jóvenes hambrientos. Y no quieren hacerlo porque la gloria de una Liga se antoja un pasatiempo menor para los príncipes. Así que la verdad de este equipo hay que buscarla unos días atrás.

El martes 21 de febrero, el Real juega en Anfield la ida de la eliminatoria de octavos de la Champions. Kenny Dalglish, leyenda del Liverpool, ofrece una corona de flores a la afición madridista. Hace unas horas, ha muerto Amancio en la capital de España tras una larga enfermedad. Hay un minuto de silencio tan hermoso como el canto de la afición inglesa. Amancio Amaro. Cuando agarraba la pelota, esta desaparecía de los ojos del espectador unos segundos para reaparecer en los pies del coruñés unos metros después. El Brujo. Un regateador indomable que llevaba al éxtasis al estadio.

Comienza el partido. Klopp construye edificios en llamas que se derrumban una y otra vez sobre la portería contraria. El Madrid ni siquiera resiste. En la segunda jugada, Salah se viste de Messi y deja un pase interior brillante como un collar de perlas. Darwin Núñez, de profesión delantero uruguayo, la mete de espuela en la portería blanca. No hay pausa. Nadie razona con la pelota. Cubos y cubos llenos de ferralla caen sobre el área madridista. Courtois yerra en un control y Salah marca el segundo. Ha sido demasiado fácil y demasiado pronto. Y encima, el peor jugador del Madrid hasta ese momento, Alaba —en posición de lateral izquierdo con mentalidad de archiduque—, cae lesionado y es sustituido por Nacho. Y Nacho va a dibujar un NO en la frente de Salah cada vez que el egipcio lo intente por su lado.

Ancelotti sonríe. Ahora empieza todo. Benzema pide tranquilidad, solo hay que marcar un gol y después, otro gol. Al fin y al cabo, es nuestra profesión, ¿no? El Madrid se despereza y cada vez que junta tres pases, observa una vía de agua en la zaga del Liverpool. Pero ellos siguen y siguen. Parecen un salmón remontando un río. ¿Dónde quieren llegar? ¿Por qué no pueden parar? En la zona donde habitaba Casemiro, han construido un orfanato. Pero Salah ya no sonríe. Nacho es especialista en tapar hacia dentro a los extremos, esos modos de central no los olvida. Y el partido entra en otra etapa. 'Dominio aparente del Madrid, tranquilo, pero sin profundidad': podría haber una exposición con ese título en Arco, llena de cadáveres descuartizados con las camisetas de todos los equipos de la Premier.

placeholder Benzema, a punto de marcar uno de sus goles en Anfield. (EFE/EPA/Peter Powell)
Benzema, a punto de marcar uno de sus goles en Anfield. (EFE/EPA/Peter Powell)

Media docena de toques intrascendentes hasta que el balón le llega a Benzema cerca del área. Conecta con Vinícius, que está rodeado de inspectores. El brasileño hace una pared con Karim sin moverse del sitio. Sigue rodeado. Amaga hacia afuera y suelta la pierna y al final de la pierna hay una pelota que sigue la trayectoria circular de su amo. Es gol, fue un latigazo seco y sonó como la demolición del Liverpool. Las andanadas británicas dejaron de tener eco. Sin pausa alguna, solo devenir, una vez que el Real averiguó el origen de sus problemas —la diagonal de Salah y su pase interior—, el Liverpool se hizo de juguete. Y al otro lado compareció el dragón, muy tranquilo, sin llamadas a la desesperación ni a la agonía, con la frialdad de Karim y las volutas de Modric, que llevaban el balón hasta el castigo inmisericorde al que Vini somete a cada defensa.

A ratos, el Madrid se quedó parado. Totalmente parado. Y sacaba ocasiones de ahí. ¿Cómo puede descifrar eso un inglés? Eso no es deporte. Es lo contrario al deporte. Una perversión de la norma desde lo inmaculado. La contradicción es un rasgo del Madrid desde el principio de los tiempos. Solo hay pausa si existe la estampida. Solo en el silencio se escucha el grito.

Si Benzema ha hecho un partido mediocre, sellará la victoria con un gol de una belleza lejana, la de nuestros deseos. Un amago lento como una despedida y un disparo a bocajarro que atraviesa el telón y llega a las praderas de Amancio. Aquellos campos en blanco y negro donde todo era diferente para acabar siempre de la misma manera: con una victoria sagrada del Madrid, en los lugares donde la pelota hiere más.

En la Copa de Europa. Otra vez. Otro año. Los mismos argumentos. La misma felicidad.

A media tarde, la gente tiene otras cosas que hacer. El fútbol dejó de ser una prioridad cuando las naciones se fueron extinguiendo sumergidas en el streaming. El último aullido de la Liga fue la guerra entre Mourinho y Cataluña. De esa tensión surgieron los 8 segundos de independencia azulgrana. El momento más vistoso de la democracia española desde que Uli Stielike entró en el Congreso disfrazado de Teniente Coronel de la Guardia Civil.

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