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'120 pulsaciones por minuto': no hay tiempo para llorar, la lucha sigue
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'120 pulsaciones por minuto': no hay tiempo para llorar, la lucha sigue

Robin Campillo se llevó el Gran Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes por esta personalísima historia de su pasado como activista contra el sida

Foto: Robin Campillo se llevó el pasado Gran Premio del Jurado de Cannes por '120 pulsaciones por minuto'. (Avalon)
Robin Campillo se llevó el pasado Gran Premio del Jurado de Cannes por '120 pulsaciones por minuto'. (Avalon)

En '120 pulsaciones por minuto' hay una sensación permanente de urgencia que atraviesa al espectador y a los protagonistas, pero ante la que parecen impermeables el resto de quienes los rodean. Y angustia. Angustia de ver pancartas con el rostro de jóvenes muertos que poco antes se manifestaban en contra de que los dejasen morir, o que bailaban —¿por qué no?— en una discoteca, y bebían y follaban, celebrando cada noche de vida. Porque una cosa es que te dejen morir y otra dejarse morir. A principios de los años noventa, cuando transcurre la acción, para algunos —como todavía ocurre de forma masiva en África— el recuento de linfocitos T4 marcaba el umbral de la muerte. La batalla podía perderse en cuestión de meses, casi sin que uno se diese cuenta de que había una batalla que librar. Los enemigos: el VIH y una opinión pública que miraba para otro lado. Al fin y al cabo el sida era una enfermedad de gais, putas, yonquis y gentes de mala vida.

Foto: Una de las acciones de Act Up Paris.

Más de 20 años antes de debutar en el circuito de cine independiente con su ópera prima 'La resurrección de los muertos' (2004), Robin Campillo era un veinteañero de origen marroquí que estudiaba cine en el Instituto de Estudios Cinematográficos Superiores de París. Allí conoció a Laurent Cantet, con quien años después coescribió 'En la clase', ganadora en 2008 de la Palma de Oro en Cannes y candidata a los Oscar a mejor película de habla no inglesa un año después. Alrededor de esa misma época Campillo conoció, en otro contexto muy diferente, a Philippe Mangeot, joven, activista y seropositivo. Junto a él vivió a finales de los ochenta el nacimiento de Act Up Paris, una asociación desde la cual pelearon para visibilizar los estragos del sida y concienciar al Estado y a la opinión pública de la necesidad de actuar contra una enfermedad que se estaba convirtiendo en epidémica. Y juntos han escrito el guion de '120 pulsaciones por minuto', la ganadora del Gran Premio del Jurado y del Fipresci en el pasado Festival de Cannes y la película por la que Francia apostaba —aunque al final se ha quedado en el camino— para competir en los próximos Oscar.

Y estos años de activismo, frenesí juvenil y lucha por la supervivencia son los que relata Campillo en su tercer largometraje como director, en una película que bascula, como los propios protagonistas, entre el espíritu festivo, la pedagogía, la denuncia social y la demoledora cotidianidad de un enfermo de sida. Un poco como en 'Un amor de verano', de Catherine Corsini, el director documenta la cronología de un movimiento reivindicativo y la entrelaza con una historia de amor que actúa de columna vertebral sobre la que pivotan los acontecimientos históricos. Pero, a diferencia de la película de Corsini, el pulso lo gana finalmente el retrato colectivo por encima del relato emocional de los protagonistas.

placeholder Robin Campillo dirige '120 pulsaciones por minuto'. (Avalon)
Robin Campillo dirige '120 pulsaciones por minuto'. (Avalon)

Sin embargo, y a pesar de que a '120 pulsaciones por minuto' le falta, paradójicamente, corazón, el director consigue insuflar la vibrante energía de una juventud tan osada como enfadada y dispuesta a regalar amor. Tal y como la describe Campillo, Act Up Paris a principios de los noventa era una asociación integrada, sobre todo, por veinteañeros —como él entonces— que de una forma u otra habían tenido experiencias cercanas con una enfermedad no demasiado conocida —hacía 10 años que habían detectado los cinco primeros casos— y muy vinculada a minorías sociales marginales. Chicos que se sentían abandonados por el Estado y que, precisamente por esa etiqueta de marginalidad, hicieron suya la bandera de la prevención contra el sida y ocuparon las labores que se presuponen a un Gobierno: la de prevenir e informar a la sociedad y la de fiscalizar las investigaciones de los laboratorios que trabajaban en medicamentos para prolongar la esperanza de vida de los infectados.

Sean Dalmazo (Nahuel Pérez) —protagonista, si hubiera que elegir alguno, de '120 pulsaciones por minuto'— tiene 26 años y representa la facción más radical de Act Up Paris. Aquella que propone asaltar la sede de las grandes farmacéuticas lanzando bolsas de sangre o invadir las aulas de un instituto para repartir preservativos y panfletos educativos o armar un estruendo para llamar la atención de los medios de comunicación: todo ruido es bueno. Como en cualquier organización joven y de carácter asambleario, Campillo describe casi como en una docuficción las luchas de las distintas corrientes, de los distintos puntos de vista, de las voces de un enfermo terminal al que se le acaba el tiempo y necesita una solución urgente, de un seronegativo implicado por conciencia o de una madre cuyo hijo menor de edad se ha contagiado en un hospital público por una partida de sangre contaminada. Y a través de pequeñas pinceladas, la cinta descubre las pequeñas historias personales detrás del emblema. Aunque el cuerpo pide más.

placeholder Otra imagen de '120 pulsaciones por minuto'. (Avalon)
Otra imagen de '120 pulsaciones por minuto'. (Avalon)

En una cinta sin apenas presencia de adultos o progenitores, el encuentro de dos madres —una de un hijo vivo, otra de un hijo muerto— que se reconocen en los brazos de la otra es, en medio de tanto furor, uno de los momentos más sobrecogedores de una película que discurre libremente desde el lenguaje documental —con inserciones de metraje real de la época— hasta la poética de la abstracción de imágenes de microscopio —ahí está la alegoría visual de las motas de polvo y las células infectadas por el VIH— para narrar una experiencia a la vez tan personal como colectiva.

placeholder Cartel de '120 pulsaciones por minuto'.
Cartel de '120 pulsaciones por minuto'.
Foto: Tom Hanks y Meryl Streep protagonizan la última película de Spielberg. (E One)

Y frente a títulos recientes como 'Theo y Hugo, París 5:59', que también trata la amenaza del sida y una historia de amor homosexual, pero en el contexto de una sola noche, '120 pulsaciones por minuto' muestra además los estragos de una rutina esclavizada por la medicación y el deterioro físico, pero sin explotar en ningún caso —ni los personajes ni la película— la compasión facilona ni el exhibicionismo sentimentaloide. Y siempre manteniendo el espíritu reivindicativo, hasta un último plano que brama: no hay tiempo para llorar, la lucha sigue.

Foto: Stefan Konarske y August Diehl, en 'El joven Karl Marx'. (Pirámide Films)

En '120 pulsaciones por minuto' hay una sensación permanente de urgencia que atraviesa al espectador y a los protagonistas, pero ante la que parecen impermeables el resto de quienes los rodean. Y angustia. Angustia de ver pancartas con el rostro de jóvenes muertos que poco antes se manifestaban en contra de que los dejasen morir, o que bailaban —¿por qué no?— en una discoteca, y bebían y follaban, celebrando cada noche de vida. Porque una cosa es que te dejen morir y otra dejarse morir. A principios de los años noventa, cuando transcurre la acción, para algunos —como todavía ocurre de forma masiva en África— el recuento de linfocitos T4 marcaba el umbral de la muerte. La batalla podía perderse en cuestión de meses, casi sin que uno se diese cuenta de que había una batalla que librar. Los enemigos: el VIH y una opinión pública que miraba para otro lado. Al fin y al cabo el sida era una enfermedad de gais, putas, yonquis y gentes de mala vida.

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