Es noticia
¿Quieres que tu hijo no destaque por inteligente para evitar el 'bullying'? Idiotízalo con el fútbol: ¡Conmigo funcionó!
  1. Cultura
Hernán Migoya

Por

¿Quieres que tu hijo no destaque por inteligente para evitar el 'bullying'? Idiotízalo con el fútbol: ¡Conmigo funcionó!

Lo más fascinante del fútbol es que ya se encuentra tan imbricado en el sistema emocional, que las leyes morales que aplicamos en otros contextos no nos sirven a la hora de juzgar las acciones que lo rodean

Foto: Bellingham celebra con los aficionados del Madrid desplazados a Manchester el pase a semifinales de la Champions. (ProSportsImages/Ian Stephen)
Bellingham celebra con los aficionados del Madrid desplazados a Manchester el pase a semifinales de la Champions. (ProSportsImages/Ian Stephen)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

La otra noche en un bar de mi pueblo, Barberà del Vallès, una pareja de amigos obreros me contó que temían por su hijo de doce años, porque leía demasiado, y eso llamaba la atención de los vándalos de su clase, que ya lo habían acosado y arrojado a un contenedor de basura, entre otras lindezas. Esos padres sufrían y, en lugar de pensar que quienes debían cambiar eran los gamberros abusones, se aferraban a la esperanza de poder cambiar a su hijo, como si el problema fuera él: su papá y mamá albergaban el deseo de que no leyera tanto, que no fuera tan listo en clase, que fuera más mediocre para integrarse mejor. "España en toda su esencia", pensé para mí.

—¡Apuntadlo a un equipo de fútbol!

Mi idea les gustó:
—¡Ah, qué buen consejo! Lo dices porque así podrá hacer nuevos amigos, compartir una sana competitividad, mejorar anímicamente con el ejercicio, trabajar en equipo… ¿verdad? —me preguntó él.

—¡No, qué va! —respondí yo—. Pero a casi todos los matones les gusta el fútbol y, si él se convierte en forofo y encima destaca como jugador, empezarán a admirarlo, se hará amigo de ellos y así conseguirá que lo dejen en paz. Es como la película La invasión de los ladrones de cuerpos, ¿recordáis? Hay que fingir que eres uno de ellos para sobrevivir. Pues con el fútbol igual… Y además a lo mejor hasta llega a jugador de primera división y os hace millonarios. Ese es el sueño de un montón de padres en España, ¿no es cierto?

Así les empecé a contar también mi historia y cómo me convertí en un falso hincha de fútbol. FINGIR que me apasiona me ha ahorrado muchos problemas en la vida.

El fanatismo futbolero es bien

—¡Ah, lo que mejora la vida cuando finges ser aficionado al fútbol! —les arengué— ¡Son tantas las ventajas! Para empezar, puedes acudir a un estadio a berrear como un animal junto a otros energúmenos de tu misma especie, dando rienda suelta a esa bestia en ebullición que todos los hombres llevamos dentro (y ahora algunas mujeres también, desde que hay igualdad). Gracias al fútbol podemos volver a dividir el mundo en la simpleza del ELLOS contra NOSOTROS y a asumir que NUESTRO bando es mejor que el otro (sea cual sea este), así como insultar, vociferar y maltratar verbalmente sin que de ello se deriven mayores consecuencias. Y encima se nos permite la gilipollez de pensar que también contribuimos a las victorias de esos jugadores profesionales que nos "representan". Y luego de desahogar nuestro lado salvaje, nuestro residuo cromañón, nos vamos tan tranquilos al bar, a tomar una cerveza y a explicar cómo "podríamos" haber jugado mejor, metido más goles y vencido al adversario.

*Si no ves correctamente el módulo de suscripción, haz clic aquí

Y todo ello sin tener que lamentar que haya muertos en el campo de batalla, ni masacres, ni invasiones de territorios ajenos. ¡Los beneficios para la humanidad en ese sentido son clarísimos! Garantizan la rebaja del impulso de conquista en las tribus que conformamos, creando un sucedáneo con el que todas se sacian.

Así, además, al día siguiente podemos volver a nuestros maravillosos trabajos más dóciles y sin tantas ganas de matar al jefe.

Franco fusiló a media familia... ¡y nos legó el fútbol!

Yo de niño era el empollón de la clase, así que me tocó sufrir acoso escolar, claro. No, no me pegaban. La gestión del miedo que te hace vulnerable a su dominio no funciona así: escupían a mis pies, me llenaban de mocos y flemas la chaqueta colgada en la silla, o me amenazaban verbal y gestualmente en el patio. Al resto de la clase también la amenazaban, pero casi nadie se atrevía a alzar un dedo contra ellos. Sabían que nuestra respuesta nunca podría llegar a ser violenta y se aprovechaban de esa "debilidad".

Pronto comprendí que si destacaba en fútbol podría hacerme amigo de ellos, porque les chiflaba ese deporte. Así que las noches de partido me plantaba frente a la tele familiar con la radio sintonizada al Butanito y trataba de aprender de los comentarios de mi padre. Pero nada, desistí a la cuarta o quinta retransmisión: aquello aburría a las ovejas. Así que probé a apuntarme al equipo local: me pusieron de extremo izquierda y no daba una, con mi zurda y ocho dioptrías el único gol que logré meter fue contra mi propio portero. (También me apunté a rugby, pero el único tanto que estuve a punto de lograr quedó frustrado cuando me golpeé de frente con el poste de gol).

Obviamente, en el patio del cole también fui el hazmerreír de los pandilleros. Cabreado, le pedí a mis padres que me compraran la mejor pelota de fútbol imaginable y la llevé a clase. En el recreo, como dueño de una pelota de fútbol real, pude organizar yo el partido y prohibí a los matones que jugaran, porque siempre nos pegaban patadas y manipulaban los resultados. El matón más grande y fornido le quitó entonces una pelotucha de plástico a uno de los alumnos sumisos y me dijo:
El partido lo jugamos con esta, porque lo digo yo, y tú te vas a la mierda.

Las noches de partido me plantaba frente a la tele familiar con la radio sintonizada al 'Butanito' y trataba de aprender de mi padre

Me señaló y me echó del campo. Todos callaron y acataron sus órdenes. Esa fue mi mayor experiencia con la solidaridad de los oprimidos. Y yo, ¡valiente idiota!, en efecto me fui a la mierda… Aunque en ocasiones me gusta pensar que fui, tan sólo, un idiota valiente.

Entretanto mi padre, un carpintero muy de izquierdas, me comentaba cómo los adalides de la resistencia cultural al dictador tenían la clara teoría de que el fútbol era un pan y circo que el indeseable de Francisco Franco había importado para mantener a la sociedad española estupidizada y así impedir que se preocupara de los problemas reales de su país, entre ellos, por descontado, el más grave de todos: el de vivir en una deplorable dictadura.

Foto: Franco y el fútbol, una relación simbiótica.

Con lo que no contaban esos antifranquistas con acceso a los medios (muchos de ellos, por tanto, activistas de salón) era que, instaurada la democracia, el fútbol se iba a popularizar todavía más, con lo cual ese presunto proceso de estupidización progresiva de la que nos advertían no sé muy bien qué puede significar en nuestra coyuntura política.

Una de dos: ¿Será que la democracia resulta todavía más engorrosa, liosa o encabronadora para el grueso del pueblo español y necesitan a toda costa una vía de escape que les permita desentenderse de la realidad? ¿Será que la democracia parlamentaria es un sistema tan majo que nos hace sentir relajadísimos y deseamos celebrarlo viendo un partido de fútbol por día? En todo caso, hace cincuenta años nadie podía imaginar que el fútbol llegaría a estar tan presente en la vida cotidiana de la población. Antes, quieras que no, el follón se limitaba a los fines de semana —en lugar de salir a pasear con la pareja y el perro, se paseaba con la pareja y el transistor—, pero ahora el aliciente de un partido es casi diario.

La impunidad del deporte rey

Pero lo más fascinante del fútbol es que ya se encuentra tan imbricado en el sistema emocional de nuestro país (y de muchos otros), que las leyes morales que aplicamos en otros contextos civiles no nos sirven a la hora de juzgar las acciones que rodean al universo balompédico.

La demostración de que, definitivamente, un crimen no es tan crimen si estamos atrapados en un sentimiento de admiración e idolatría hacia el criminal o, más simple aún, si ese criminal ha formado parte de nuestra educación sentimental, ya sea como mito de la infancia o actual y prolongada divinidad, queda constatada en el mundo del fútbol y sus discutibles negocios antes incluso que en el de otros campos propicios al fanatismo como el cine o la música.

Foto: El exfutbolista Dani Alves junto a su abogada Inés Guardiola. (EFE)

Así, si tu héroe del balompié acaba siendo acusado de alguna vulneración de la ley, tu amor por él te va a impedir renunciar a su veneración. Es más, seguramente te conviertas en un cómplice indirecto y ocultes la gravedad de su delito, primero para ti mismo y, por tanto, enseguida para los demás.

Sólo hay que ver, por ejemplo, la cantidad de feministas argentinas que lloraron en las redes a moco tendido la muerte de Maradona. Fue un espectáculo lamentable: yo entiendo que no todos tus ídolos y tus amigos van a ser puros. Pero al menos no difundas el vídeo de tu llanto derramado por alguien que encarnó todo aquello contra lo que tú has luchado. Llora en privado. ¿Que era un genio del fútbol? Claro, lo era y lo seguirá siendo. Una cosa no quita la otra ¡pero tampoco en el sentido inverso! (De paso, quiero expresar aquí mi admiración incondicional hacia la futbolista Paula Dapena por plantarse frente al minuto de silencio aplicado en los campos de fútbol por la muerte del Pelusa: la admiro por el mismo motivo por el que Conan el Bárbaro creyó que su dios Crom le ayudaría en la batalla: porque era una contra muchos).

Lo mismo acaba de suceder con Dani Alves, condenado a cuatro años de cárcel por violación. Hace poco supimos de su intercambio de sonrisas y saludo campechano con un mosso d’Esquadra a la entrada del Juzgado. Ese cachondeíto entre machos (uno de ellos en un uniforme que supuestamente representa la ley en nuestro país) resume a la perfección la controversia que causa la devoción por los reyes del balón. Porque ese intercambio de afabilidad implícita por parte del policía admirador lo hubiera podido protagonizar un altísimo porcentaje de nuestra población. A ver, díganme si no: si muchos españoles se encuentran con Alves por la calle, ¿mirarían para otro lado o correrían a pedirle un autógrafo?

El fútbol es asín.

Catarí que te vi

Y ya si nos ponemos con el Mundial de Qatar de hace dos años, la hipocresía es de un no parar. Mayores barbaridades sobre ese país y los desmanes delictivos que ha propiciado allí la organización de dicho evento no se podrían imaginar: explotación de trabajadores migrantes con presunta muerte de miles de ellos durante las obras; clara represión de las libertades ciudadanas; discriminación contra las mujeres, sometidas a un sistema de tutela masculina, y castigo con pena de cárcel a la homosexualidad (una "desviación mental", según el pistonudo Embajador oficial del Mundial), por no hablar de los muy comentados rumores de pagos bajo mano a la FIFA por el gobierno catarí.

Foto: Kylian Mbappé a su llegada al Palacio del Elíseo. (REUTERS Sarah Meyssonnier)

Si cualquiera de esos delitos o deslices éticos se hubiera producido en otro contexto, en uno aislado o exento de intereses emocionales en el público, la gran mayoría de los ciudadanos del globo se hubieran llevado escandalizados las manos a la cabeza y hubieran mostrado con la mayor vehemencia su abyección a tamaños comportamientos.

Tal como fueron las cosas, con un Mundial en el punto de mira por sus muy cuestionables cimientos asentados sobre la discriminación, la tortura, el abuso y hasta la muerte, ¿cómo reaccionó esa gran mayoría?

Prendió la tele, se sirvió su cerveza y a disfrutar.

Mirando, paradójicamente, con una venda en los ojos.

Hannah Arendt era tonta

Lo cual nos hace preguntarnos para qué necesitamos a los Hannah Arendt del mundo diciéndonos que si la "banalidad del mal" por aquí y por allá… ¿Pero es que no ven la realidad? No hace falta ser un filósofo ni un académico para darse cuenta. En cualquier pueblo se vive desde que eres niño.

Mi bisabuelo fue asesinado en su aldea leonesa porque los republicanos le obligaron a entregarles todas sus vacas a punta de fusil. Llegaron los franquistas y preguntaron: "¿Quién ha colaborado con los rojos?". Y un vecino envidioso: "Este". Hala, al paredón. Por debajo de las ideologías, por nobles que sean (y yo creo que la facción demócrata del bando republicano era mucho más noble que todo el bando franquista), siempre se ponen en juego emociones rastreras. Que un asesino las ventile bajo una bandera más representativa no le quita lo asesino. Pero la gente sigue necesitando alinearse ciegamente.

Por debajo de las ideologías, por nobles que sean, siempre se ponen en juego emociones rastreras

¿Banalidad del mal? ¿Pero qué bagaje vital tendrán estos señoritos académicos y literatos? El ser humano es, por naturaleza, más cobarde en grupo que en solitario, tanto para atacar desbocado y sanguinario como para replegarse pusilánime y aterrado (recuerden el emporio sempiterno de los abusones de clase). Y más cuando se hace adulto y forma una familia cuyo bienestar depende de su boquita cerrada y su bolsillo lleno.

¿Que había quien encendía los hornos humanos y se retiraba tan pancho a su casa a cenar salchichas con la parienta? Pues claro. Y muchos de quienes tras la II Guerra Mundial denunciaban el atroz Holocausto no encontraban raro que la homosexualidad (el colectivo homosexual fue uno de los masacrados en las cámaras de gas de los nazis) siguiera siendo un delito en Alemania hasta 1994.

Así somos los humanos.

Así que, ¿cómo nos va a extrañar que la gente disfrute un partido de fútbol jugado sobre los cadáveres frescos de unos cuantos desdichados que han recibido, por toda elegía, el ulular irracional de unos estadios repletos?

Mis intentos por integrarme

En 1990 ingresé en la facultad de Ciencias de la Información y busqué la amistad de aquellos compañeros con mayor nivel maribel de entre los que tiraban para periodismo deportivo, intentando compartir su entusiasmo por adivinar quién iba a ganar la liga un año o quién la ganaría al siguiente y al otro. Allí fui testigo de cómo crecía el rumor de que el jugador del Barça Pep Guardiola era gay porque le gustaba leer poesía. Me pareció ya una concesión excesiva a la estulticia, así que, como ya no tenía matones alrededor, enterré mi falsa afición y me prometí no volver a empobrecer mi espíritu aparentando un apego a un deporte que en el fondo me la repimpampinflaba.

Pero, ¿cuál creen ustedes que es el colmo de un periodista local que detesta el fútbol? Tener que ocuparse de cubrir profesionalmente los partidos de su ciudad. Eso me sucedió a los 19 años por culpa del alcalde de la mía. En 1991 seguía compaginando la carrera de periodismo con la jefatura de redacción para la radio municipal. Ese verano había pocos sucesos y el director de la emisora me pidió que fuera a entrevistar al alcalde, un socialista muy poco sociable y casi eterno en el poder consistorial (creo que en años duró casi más que Pujol como Honorable), para que enunciara su programa estival. Me personé en el ayuntamiento y estuve media hora entrevistando al susodicho en su fresquísimo despacho, con la fría cordialidad de rigor. Diez minutos más tarde me hallaba de vuelta en la emisora y, en ese rato, el alcalde ya había tenido tiempo de llamar allí a exigir que me echaran, por haber cometido la desfachatez de ir a entrevistarle vestido con tejanos cortos.

Mi jefe, cual cazador conmovido con Blancanieves, se apiadó de mí y me retiró a la retaguardia del Informativo, esto es, a la discreta cobertura de las actividades deportivas. Ello incluía la retransmisión de partidos de fútbol...

Foto: Pancarta de apoyo a Vinícius Jr. (EFE/Rodrigo Jiménez)

No sé cómo ni por qué terminé sosteniendo un micrófono en el estadio de mi pueblo, a pie de grada, complementando la crónica en directo que ofrecía un locutor deportivo como dios manda. El partido se disputaba entre los dos equipos locales y la liga debía de ser 3ª Regional. Lo gracioso es que a mí nadie me había instruido ni indicado en qué consistiría mi tarea, más allá de unas vagas pautas sobre "fijarme en los detalles que no se pueden apreciar desde la cabina del locutor". La cabina era un tramo de cemento con una mesita de madera encima para sostener los aperos tecnológicos. Allí se acomodaba el locutor, un cuarentón andaluz con experiencia en el oficio, sentado junto a algún jugador veterano como comentarista.

Empieza el partido y el locutor se pasa quince o veinte minutos narrando "las incidencias sobre el terreno de juego" (esta expresión se me quedó), en ese tono majestuoso y cantarín de los locutores de antes, alargando las últimas sílabas de las frases. El tipo funcionaba de maravilla, sin recurrir a mí ni preguntarme nada. Entretanto, de lo más agradecido, yo iba y venía con esmero por un lado del campo, en el sentido en que avanzara la pelota, dispuesto a no perderme un detalle de las escaramuzas cuerpo a cuerpo entre rivales y aguzando la vista especialmente en las faltas cometidas y cualquier añagaza que descubriera en los jugadores. Pero para lo que no estaba preparado fue para la pregunta que, de sopetón, me endiña el locutor con su florida entonación galante:

—¡Nuevo saque de esquinaaaa! Y vamos a nuestro observador de excepción a pie de campoooo: Migoyaaaa, con este córneeeer, ¿cuántoooos lleva pitados a su favor el equipo visitanteeee y cuantos el equipo locaaaaal?

Y ni corto ni perezoso, a mí sólo se me ocurrió contestarle:
—¡No tengooooo ni la máaaaas puñetera ideaaaaaaaaaaaa!

Aquella constituyó la única frase —y casi grito de socorro— que he proferido como locutor deportivo. Esa fue mi primera y última experiencia retransmitiendo partidos de fútbol. Desde entonces les pillé una tirria importante. La última vez que estuve en un estadio fue en 2011, durante mi primera visita a Buenos Aires: a un buen amigo porteño no se le ocurrió otro obsequio de bienvenida que invitarme a un partido de liga. Mi presencia allá me recordó a una noche que visité el puticlub Bailén 22 y otra que me infiltré en la discoteca Pachá: una de esas incursiones a un ambiente totalmente marciano a ti que sabes que jamás se volverán a repetir. Recuerdo el nombre de los dos equipos en liza, pero no cuál jugaba en casa: sólo sé que a la media hora estaba tan harto de los berridos descerebrados de la hinchada local que únicamente deseaba para mis adentros que el conjunto visitante les metiera un golazo…

Fui a un centro de conversión y ahora amo el fútbol

Pero hace unos años, ante las dificultades que seguía teniendo para socializar con mis compatriotas y encontrar temas de conversación con mis jefes y compañeros laborales, ingresé voluntariamente a un Centro de Conversión para Gente Indiferente al Fútbol (CECOGIF). Y salí de allí como nuevo, oigan: si no converso del todo, al menos sí con una formidable capacidad de tolerancia. Ahora puedo fingir que vibro con cada gol y hasta manipulo el lagrimal para derramar un reguerito, como los actores. ¡Veo un gol de Messi y se me pianta un lagrimón! ¡Veo uno de Cristiano y lloro como una magdalena!

Y con esta loa al fútbol terminé mi perorata a los padres preocupados, prometiéndoles que si aficionaban a su hijo al deporte rey, tendría la vida resuelta. Ellos asintieron tan convencidos que me embargó la depresión.

Foto: Un joven paseando un perro. Foto: Pixabay

En un momento de debilidad estuve a punto de decirles que no, que no siguieran mis consejos. Al contrario: que apoyaran a su hijo en todo y que, si quería leer más, ¡le facilitaran más libros! Que le permitieran desarrollar todo su potencial y cumplir sus sueños. Que lo animaran a ser fiel a sus capacidades y a alcanzar cualquier meta que se propusiera, que no lo disuadieran ni lo asustaran con que no se iba a adaptar al barrio. Y si la única solución que restaba era irse del barrio a un vecindario sin matones, pues a la mierda el barrio.

—Mirad, en realidad lo que vuestro hijo necesita son unos padres que…

Pero mi discurso quedó engullido por el grito atronador de los demás clientes del bar, pendientes de la tele.

Alguien había metido GOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOL.

Así que, fiel a mi yo reconvertido, me levanté de un brinco y me uní a la clientela eufórica, salté con ellos, coreé "campeones oé oé oé", me abracé a tres borrachos y sollocé de emoción.

¡Y eso sin saber siquiera quién coño estaba jugando!

La otra noche en un bar de mi pueblo, Barberà del Vallès, una pareja de amigos obreros me contó que temían por su hijo de doce años, porque leía demasiado, y eso llamaba la atención de los vándalos de su clase, que ya lo habían acosado y arrojado a un contenedor de basura, entre otras lindezas. Esos padres sufrían y, en lugar de pensar que quienes debían cambiar eran los gamberros abusones, se aferraban a la esperanza de poder cambiar a su hijo, como si el problema fuera él: su papá y mamá albergaban el deseo de que no leyera tanto, que no fuera tan listo en clase, que fuera más mediocre para integrarse mejor. "España en toda su esencia", pensé para mí.

Selección Española de Fútbol Trinchera Cultural
El redactor recomienda