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Entre la ley y la élite: el lado oscuro de los concursos de arquitectura en España
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Fernando Caballero Mendizabal

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Entre la ley y la élite: el lado oscuro de los concursos de arquitectura en España

Las administraciones destierran la meritocracia y convierten nuestra arquitectura en el coto de unos pocos

Foto: Sánchez interviene la inauguración de la Casa de la Arquitectura. (Europa Press/Eduardo Parra)
Sánchez interviene la inauguración de la Casa de la Arquitectura. (Europa Press/Eduardo Parra)
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Hace pocas semanas el presidente del Gobierno inauguraba la Casa de la Arquitectura, en cumplimiento del mandato legal para la calidad de la arquitectura española. Ya tenemos, por fin, una ley que, tras cinco mil años de profesión, nos dice lo que es buena y mala arquitectura y, además, con la reinauguración de la Arquería de Nuevos Ministerios, una sala de exposiciones dedicada a esta ilustre disciplina desde 1983, la arquitectura española tiene el lugar que se merece bajo el paraguas protector de la administración.

¿Pero a quién protege realmente ese paraguas? Desde el descalabro de la profesión en la crisis de 2008-2014 y el escarmiento generalizado por los casos de corrupción urbanística durante los años del boom inmobiliario, nuestros políticos han procurado cubrirse bien las espaldas a la hora de contratar tanto edificios de viviendas, como de otros usos públicos y, por supuesto, grandes obras de arquitectura. En los concursos públicos los pliegos de condiciones son más estrictos y la transparencia más rigurosa. Que la obra elegida sea la mejor posible… en fin, déjenme que lo dude.

Estas normas de contratación pública proceden de la transposición de dos directivas comunitarias. Vienen de Europa. Como siempre, buenas intenciones aunque con consecuencias quizá no tan inesperadas. Para cubrirse las espaldas, muchos pliegos de condiciones elevan las barreras de entrada hasta unos niveles que hacen que solo reúna los requisitos para competir una determinada élite dentro de la profesión (la que le interesa a los redactores del pliego).

Foto: Michael Diamant.

Los políticos van a lo seguro, no quieren experimentos. Cuando una administración convoca un concurso de arquitectura para un edificio de cierta entidad, este suele constar de dos fases. La primera es una criba cruel y clasista donde "los participantes deberán ser profesionales de reconocido prestigio, capaces de acreditar la debida solvencia profesional y económica". Es decir, si quieres tener la oportunidad de construir algo señero y presumiblemente bien pagado, más te vale haberlo hecho al menos un par de veces y, quizá, ni aun así sea suficiente. Al final siempre ganan Foster y quienes ya le hablan de tú a tú. Son muchos los no se presentan porque ¿para qué? Saben que tienen las mismas posibilidades que si el concurso estuviera "dado" de antemano.

La "solvencia técnica" significa generalmente haber construido previamente edificios de la misma categoría —y tamaño— que el del concurso y, por supuesto, la puntuación mejorará cuantos más se hayan hecho. Una pez que se muerde la cola. Y en cuanto a la solvencia económica, lo que busca es una garantía de que, como pasó en la crisis, la oficina no quiebre a mitad de la obra. Ambos casos se dan también (y con más sentido) en el sector privado, que concentra, por cierto, el grueso de los encargos en las mismas oficinas que ganan los concursos públicos.

Se habla mucho del talento que se marcha al extranjero, de los jóvenes que se van porque aspiran a algo más

La discrecionalidad a la hora de valorar la calidad de una propuesta no es negativa per se. La supuesta igualdad de oportunidades que resulta de una puntuación aséptica y matemática es una forma perversa de garantizar, bajo el velo de las buenas prácticas y la transparencia, una limitación drástica de la competencia. Y en consecuencia de las oportunidades de la profesión que ve limitadas sus opciones de destacar y prosperar, resignándose a pequeños encargos o simplemente a engrosar la masa laboral de aquellas empresas que no son expulsadas de los concursos públicos.

Se habla mucho del talento que se marcha al extranjero, de los jóvenes que se van porque aspiran a algo más que a las migajas que les ofrece su país, y es que es literalmente así. El presidente del gobierno y los de las comunidades autónomas ofrecen lentejas servidas con buenas palabras, leyes rimbombantes sobre la calidad y el rebranding de las salas de exposiciones, mientras las administraciones apuntalan la devaluación de los costes laborales.

A finales de los años noventa, un joven y desconocido arquitecto español, Alejandro Zaera Polo, dio la campanada cuando, junto con su mujer Farshid Moussavi, vencieron entre más de 600 propuestas, ganando uno de los grandes concursos internacionales del momento. De pronto España contaba con otro gran arquitecto capaz de mostrar el potencial de un país que luego lo utilizó para impulsar su "Marca España".

Foto: Propuesta ganadora de la futura estación de Chamartín

Que surja alguien nuevo, hoy, aquí, es casi ciencia ficción. Si lo que queremos es que las administraciones públicas sean "el motor de las transformaciones sociales y económicas que necesita el país", o si lo que buscamos es fomentar "el mérito de quienes tienen talento y buenas ideas", deben darse oportunidades de progresar a quienes no ocupan ya las posiciones de privilegio. Si un pequeño estudio de arquitectos tiene la mejor idea y accede a un gran encargo, podrá reforzar el sector en España y con ello proyectarse al extranjero. Ganar músculo competitivo es bueno para todos. Cosas de esa competencia tan ensalzada por Europa y de la que ahora se aprovechan otros a nuestra costa.

El último gran concurso que se falló hace pocos meses, el de la renovación integral de la estación de Chamartín (y que incluye tres torres), lo ganó, tras una polémica primera fase de cribado, la firma holandesa UNStudio, engrosando así su ya abultada cartera de rascacielos y grandes proyectos internacionales. ADIF (el gobierno) haciendo patria; aunque eso sí, necesitarán un partner local, que por supuesto es también una de esas grandes oficinas españolas.

Son las administraciones españolas las que escogen su versión más draconiana

No son los únicos. Pozuelo de Alarcón es otro ejemplo reciente, esta vez del PP. Entre el Colegio Americano y la Casa de Campo, su ayuntamiento convocó un concurso, de esos que por desgracia suenan a otra época, para la construcción de un centro de convenciones con un pequeño recinto ferial. La primera fase, recién terminada es, gracias al exceso de celo de unas reglas de puntuación innecesarias, una ocasión perdida para hacer algo más que asegurar que ganan los de siempre en vez de fomentar un poco la famosa meritocracia de la que ese partido hace gala.

Y este es solo un ejemplo en el mundo de la arquitectura. Ahora bien, y sin entrar en mucho detalle: que intente cualquier despacho de abogados competir contra una Big Four en algún contrato público suculento, aunque sea para poner a dos junior a hacer un PowerPoint.

Pero es que las directivas comunitarias no son las que cierran el camino a los pequeños, son laxas y entienden la necesidad de la discrecionalidad en aspectos de diseño. Son las administraciones españolas las que, al aplicar la norma, escogen su versión más draconiana.

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En España ya podemos dormir tranquilos porque el gobierno nos garantiza, por ley, que la arquitectura sea buena y de calidad. Aunque a su vez nos esté garantizando que media docena de empresas se aseguren en un concurso tras otro que jamás tendrán competencia.

No creo que nadie, yo tampoco, pueda cuestionar honestamente la calidad y el buen hacer de los profesionales de los grandes estudios de aquí y de fuera. Pero si al final, con el apoyo cómplice de las administraciones, siempre quedan finalistas las mismas cinco oficinas, lo que se fomenta es la concentración y no la competición. Al menos antes, el responsable político de los desmanes arquitectónicos tenía nombre y apellidos, ahora el resultado es fruto de un sistema frío, burocrático y adornado de transparencia. Este es otro ejemplo más del momento en el que estamos: el modelo de contratación pública se utiliza para hacer más ricos a los ricos sin que eso salpique a los políticos.

Hace pocas semanas el presidente del Gobierno inauguraba la Casa de la Arquitectura, en cumplimiento del mandato legal para la calidad de la arquitectura española. Ya tenemos, por fin, una ley que, tras cinco mil años de profesión, nos dice lo que es buena y mala arquitectura y, además, con la reinauguración de la Arquería de Nuevos Ministerios, una sala de exposiciones dedicada a esta ilustre disciplina desde 1983, la arquitectura española tiene el lugar que se merece bajo el paraguas protector de la administración.

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