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Por qué, finalmente, ser mujer me ha hecho más libre
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María Díaz

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Por qué, finalmente, ser mujer me ha hecho más libre

Cuando todas las opciones son erróneas, la única opinión válida es la de una misma

Foto: Una mujer participa en una marcha bajo la consigna "Ni una menos" de Argentina. (EFE/Juan Ignacio Roncoroni)
Una mujer participa en una marcha bajo la consigna "Ni una menos" de Argentina. (EFE/Juan Ignacio Roncoroni)
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La crítica forma parte de todo. La totalidad de los sistemas organizativos tienen como mecanismo de regulación un aparato de premios y castigos, en muchas ocasiones simbólicos. La crítica, por supuesto, no tiene nada de malo por sí misma. Además de ser, en cierta medida, inevitable, es una herramienta útil para la mejora, siempre y cuando sea esa la intención del emisor y el receptor esté dispuesto a ello. La crítica, además, es parte fundamental de la vida en sociedad. Es por esto que todos sabemos, más o menos, gestionar la crítica. Pero resulta que algunas lo hacen mejor que otros.

Hay sectores que, por su exposición, están en contacto directo con la crítica —desde figuras conocidas hasta personas que trabajan de cara al público—. Es más, ya tan solo basta con tener activa una cuenta en redes sociales para, por un azar o un algoritmo, quedar a la intemperie bajo un aluvión de críticas como no había ocurrido en otro periodo histórico. Pero ya seas un político, un camarero, un artista o, incluso, un polémico periodista, nada de esto curte contra los efectos nocivos de la crítica como lo hace ser mujer.

Se discute mucho y de manera fútil sobre esencialismos femeninos cuando la experiencia última y universal de la mujer es la crítica pública, injusta, constante y, sobre todo, contradictoria. Se critica una cosa y también su contraria. El error y la crítica son una certeza y una constante si eres mujer.

Comentan un cuerpo, pero también el otro. Se destroza una estética y también la opuesta. La guapa por guapa y la fea por fea. La alta es un chopo, la baja que se alce. La de pelo rizado que se lo alise y al sentido contrario también. El maquillaje está mal, pero la cara lavada está peor. La vanidad es un pecado y, a la vez, no arreglarse es una cuestión de dejadez. La falda: mal si es corta, mal si es larga. El cuerpo desnudo es pecado, lujuria, ganas de llamar la atención, pero el cuerpo velado está de igual manera lleno de reproches y juicios de valor. Y esto es solo en lo superficial.

La duda interna se instala y es solo entonces cuando las críticas externas comienzan a dar tregua. Ahora el censor eres tú misma

En lo moral, este fenómeno tiene matices aún más desquiciantes. Si todo lo descrito antes no es más que una muy molesta tomadura de pelo y pérdida absoluta de tiempo y recursos, cuando la crítica pretende corregir supuestos defectos en el comportamiento de las mujeres, se pasa, de golpe, a un ejercicio de luz de gas colectiva que, mediante una brújula ética cambiante, mina nuestra confianza, seguridad y capacidad de decisión. La duda interna se instala y es solo entonces cuando las críticas externas comienzan a dar tregua. Ahora el censor eres tú misma y ellos han terminado con su trabajo.

Pero hay otra forma de gestionar esto, una perspectiva sobre esta tortura psicológica social que tiene resultados inesperados e incontrolables. Si todo está mal, si tus gestos, tus maneras, tus opiniones y su expresión se van a poner en duda de forma sistemática, estés donde estés en el espectro —pues se pide de ti una cosa y a la vez la contraria— entonces, ¿qué más da? ¿Qué importa la crítica? ¿Qué valor o función tiene? Cuando dudas de las causas y consecuencias reales del castigo social, este pierde todo su efecto.

La libertad queda entonces totalmente desnuda, brillante, disponible, como única opción lógica ante la falta de coherencia

La libertad queda entonces totalmente desnuda, brillante, disponible, como única opción lógica ante la falta de coherencia. Quizá otros no sepan qué esperar de ti —o esperan, como un ideal femenino, algo imposible—, pero tú sí puedes esperar algo de ti misma, algo real y humano, con defectos y aristas, pero auténtico y emancipado. Esto, como el resto de grandes verdades, es mejor aprenderlo en la primera juventud, cuando la crítica es más dura y sangrante, pero nunca es tarde para aplicarlo. Como nunca está mal recordarse a una misma que si la crítica es sobre algo que jamás se reprocharía a un hombre —aún nadie me ha sabido explicar con propiedad qué quiere decir cuando se blasfema puta— es que hay algo, por pequeño que sea, que se está haciendo bien, en total y merecida libertad.

La crítica forma parte de todo. La totalidad de los sistemas organizativos tienen como mecanismo de regulación un aparato de premios y castigos, en muchas ocasiones simbólicos. La crítica, por supuesto, no tiene nada de malo por sí misma. Además de ser, en cierta medida, inevitable, es una herramienta útil para la mejora, siempre y cuando sea esa la intención del emisor y el receptor esté dispuesto a ello. La crítica, además, es parte fundamental de la vida en sociedad. Es por esto que todos sabemos, más o menos, gestionar la crítica. Pero resulta que algunas lo hacen mejor que otros.

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