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El miedo irracional de los hombres ante los avances de las mujeres
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El miedo irracional de los hombres ante los avances de las mujeres

Se edita 'La cultura del narcisismo' (Capitán Swing), la obra magna del historiador Christopher Lasch publicada originalmente en 1979. Ya entonces señalaba el terror masculino ante el feminismo

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La evasión del sentimiento, ya sea que intente o no justificarse bajo una ideología de los compromisos no vinculantes, adopta sobre todo la forma de una evasión de la fantasía. Esto prueba que ella representa bastante más que una reacción defensiva ante desengaños externos. Hoy por hoy, hombres y mujeres buscan escapar de la emoción no solo porque hayan recibido excesivas heridas en la batalla amorosa; también porque experimentan sus propios impulsos como insoportablemente urgentes y amenazantes. La evasión del sentimiento no solo se origina en la sociología de la guerra entre los sexos, sino en la psicología asociada a ella. Si "muchas de nosotras", como observa Ingrid Bengis acerca de las mujeres y otros han observado acerca de los hombres, "hemos debido anestesiarnos ante [nuestras] necesidades", la naturaleza misma de esas necesidades (y de las defensas erigidas contra ellas) da pie a la creencia de que no es posible satisfacerlas mediante vínculos heterosexuales —y quizás, que no debería satisfacérselas de ningún modo— e impulsa, por ende, a la gente a retroceder ante encuentros emocionales intensos.

Los deseos instintivos son siempre una amenaza contra el equilibrio psicológico; por esa razón nunca pueden expresarse directamente. Pero en nuestra sociedad se presentan como algo intolerablemente amenazante, debido en parte al colapso de la autoridad que eliminó tantas prohibiciones externas contra la manifestación de impulsos peligrosos. El superyó no puede ya aliarse, en su lucha contra la pulsión, con la autoridad externa; debe descansar casi enteramente en sus propios recursos, y la eficacia de estos también ha disminuido. No es solo que los agentes sociales de la represión hayan perdido buena parte de su fuerza, sino que sus representaciones internas en el seno del superyó experimentaron una mengua similar. El yo ideal, que coopera en la labor de represión haciendo del comportamiento socialmente aceptable un objeto de catexis libidinal, se ha vuelto deslucido e ineficaz en ausencia de modelos éticos obligatorios fuera del yo. Esto significa, como hemos visto, que el superyó debe apoyarse más y más en dictámenes severos, punitivos, extrayendo las pulsiones agresivas del ello y dirigiéndolas contra el yo.

placeholder 'La cultura del narcisismo', de Christopher Lasch
'La cultura del narcisismo', de Christopher Lasch

El narcisista se siente consumido por sus propios apetitos. La intensidad de su avidez oral lo conduce a formular exigencias desmesuradas a sus amistades y parejas sexuales; con todo, en el acto repudia esas exigencias y pide solo un nexo casual, sin promesa de continuidad por ambos lados. Añora liberarse de su propia avidez y de su ira, lograr un desapego apacible que trascienda la emoción, superar su dependencia de los demás. Añora una indiferencia ante las relaciones humanas y ante la vida misma que le permita reconocer su cualidad pasajera, según esa lacónica frase de Kurt Vonnegut, "Y así sucesivamente", que tan bien expresa la aspiración última de quien busca tratamiento psiquiátrico.

Pero aunque el hombre psicológico de nuestra era se atemoriza ante la intensidad de sus necesidades internas, su miedo no es menor ante las necesidades de los demás. Una razón por la que le inquietan las exigencias que impone imperceptiblemente a los demás es que ello justifica que los demás hagan otro tanto. Los hombres temen, en particular, las exigencias de las mujeres, no solo porque estas ya no dudan en presionarlos, sino porque ya difícilmente pueden imaginar una exigencia que no desee consumir por entero aquello sobre lo cual recae.

Las exigencias sexuales de la mujer aterran a los varones porque reverberan en niveles demasiado profundos de la mente masculina

Las mujeres piden hoy dos cosas en su relación con los hombres: satisfacción sexual y ternura. Ya sea de forma separada o juntas, ambas exigencias parecen transmitir a muchos varones un mensaje similar: que las mujeres son voraces, insaciables. Ahora bien, ¿por qué no habrían de responder de esa forma los hombres a exigencias que la razón les indica que gozan de evidente legitimidad? Los argumentos racionales titubean al verse enfrentados a ansiedades inconscientes; las exigencias sexuales de la mujer aterran a los varones porque reverberan en niveles demasiado profundos de la mente masculina, evocando fantasías tempranas de una madre posesiva, asfixiante, voraz y castradora.

La persistencia de esas fantasías intensifica y pone al descubierto el terror oculto que siempre fue parte importante de la visión masculina de la feminidad. La fuerza de esas fantasías preedípicas en el tipo de personalidad narcisista aumenta la probabilidad de que los hombres se acerquen a la mujer con sentimientos desesperanzadoramente ambiguos, de dependencia y a la vez exigentes por su fijación en el pecho materno, pero aterrados ante la vagina, que busca digerirlos vivos; ante esas piernas con que el imaginario contemporáneo concibe a la heroína, unas piernas que pueden, hipotéticamente, estrangular o seccionar a la víctima hasta matarla; ante ese pecho amenazante y fálico, enfundado en una armadura rígida, que en los terrores inconscientes se asemeja bastante más a un implemento de destrucción que a una fuente nutricia. La hembra voraz, una figura acuñada desde hace mucho en la pornografía masculina, afloró durante el siglo xx a esa luz del día que supone la respetabilidad literaria.

placeholder El historiador Christopher Lasch (CREATIVE COMMONS)
El historiador Christopher Lasch (CREATIVE COMMONS)

De modo similar, la mujer cruel, destructiva, dominante, la belle dame sans merci, se desplazó de la periferia de la literatura y las demás artes a una posición próxima al centro. Antes era una fuente de excitación deliciosa, de gratificación sadomasoquista, matizada de horrorizada fascinación; ahora inspira inequívoca aversión y pavor. Deshumanizada y dominante, ardiendo (como dijera Leslie Fiedler) en "una lascivia de los nervios antes que de la carne", despoja a todo hombre que cae bajo su encantamiento. Dentro de la ficción norteamericana, adopta una variedad de disfraces: la heroína maliciosa de un Hemingway, un Faulkner o un Fitzgerald; la Faye Greener de Nathanael West, cuya "invitación no era al placer, sino a la guerra, una guerra dura e intensa, más cerca del asesinato que del amor"; la Maggie Tolliver de Tennessee Williams, filosa como una gata sobre el tejado de zinc caliente; la esposa dominante, cuyo dominio del marido —como sucede en el humor carente de toda alegría de un James Thurber— evoca el dominio de la madre castradora sobre su hijo; la "mamá" devoradora de hombres que denunciaban los agudos falsetes de Philip Wylie en Generation of Vipers (Generación de víboras), de Wright Morris en Hombre y niño y de Edward Albee en The American Dream (El sueño americano); la madre judía y asfixiante, encarnada por la señora Portnoy; la vampiresa hollywoodense (Theda Bara); la seductora intrigante (Marlene Dietrich) o la rubia perversa (Marilyn Monroe, Jayne Mansfield); la precoz violadora de Nabokov en Lolita o la precoz asesina de William March en La mala semilla.

La hembra voraz, una figura acuñada desde hace mucho en la pornografía masculina, afloró durante el siglo XX

Niña o mujer, esposa o madre, esta hembra descuartiza a los hombres o se los traga enteros. Viaja en compañía de eunucos, de hombres aquejados de heridas innombrables o de unos pocos individuos fuertes, pero degradados por su intento fallido de convertirla en una mujer real. Sea o no verdad que la impotencia ha aumentado entre los norteamericanos —y no hay razones para dudarlo—, su espectro obsesiona el imaginario contemporáneo, en no menor medida porque concentra el temor de que una cultura occidental agotada esté a punto de colapsar ante el avance de razas algo más curtidas. Por otra parte, la misma naturaleza de la impotencia ha experimentado un giro histórico importante. En el siglo XIX, los varones respetables sufrían en ocasiones embarazosos fracasos sexuales con damas de su propia clase, o bien por lo que Freud denominó "impotencia psíquica": la característica escisión victoriana entre sensualidad y afectividad. Aunque la mayoría de esos individuos se abandonaba obedientemente al encuentro con su esposa, obtenía placer sexual únicamente del encuentro con prostitutas o mujeres degradadas en algún otro sentido.

Como explica Freud, este síndrome psicológico —"la forma más habitual de degradación" en la vida erótica de su época— se originaba en el complejo de Edipo. Tras la dolorosa renuncia a la madre, la sensualidad solo busca objetos que no evocan nada de ella, mientras esa madre, junto a otras mujeres "puras" (socialmente respetables), es idealizada y queda fuera del ámbito sensual.

Esos individuos se abandonaban obedientemente al encuentro con su esposa, obtenían placer sexual únicamente del encuentro con prostitutas

Hoy en día, típicamente, la impotencia no parece originarse en la renuncia a la madre, sino en experiencias más tempranas, a menudo reactivadas por las propuestas de aspecto agresivo de mujeres sexualmente liberadas. El temor a la madre voraz de la fantasía preedípica provoca un miedo generalizado a la mujer, que tiene poco en común con la adoración sensiblera que los hombres garantizaban en otra época a mujeres que los incomodaban sexualmente. El temor a la mujer, íntimamente asociado al temor a los consumidores deseos del fuero interno, se revela no solo como impotencia, sino como una ira sin límites contra el sexo femenino.

placeholder Marlene Dietrich, una de las mujeres fatales de Hollywood
Marlene Dietrich, una de las mujeres fatales de Hollywood

Pero solo a un nivel muy superficial esa ira ciega e impotente, que parece hoy tan habitual, constituye una reacción varonil de defensa ante el feminismo. El feminismo ha reavivado recuerdos muy profundos en el hombre, y por eso suscita emociones tan primitivas. Además, el miedo de los hombres a la mujer excede la amenaza real de sus prerrogativas sexuales. Mientras que el resentimiento de la mujer contra los hombres arraiga, en su mayor parte, en la discriminación y el peligro sexual al que están constantemente expuestas, el resentimiento de los hombres contra las mujeres, siendo que aún controlan buena parte del poder y la riqueza de la sociedad (aunque se sientan amenazados en todos los frentes; esto es, intimidados, castrados), resulta profundamente irracional y, por ese motivo, es poco probable que se logre aplacarlo mediante la táctica feminista de asegurar al varón que las mujeres liberadas no son una amenaza para nadie. Cuando hasta "mamá" es una amenaza, no hay mucho que las feministas puedan decir para atenuar la guerra de los sexos o asegurar a sus adversarios que hombres y mujeres vivirán felices para siempre cuando la guerra haya concluido.

El alma del hombre y la mujer bajo el socialismo

¿Vivirían hombres y mujeres felices para siempre bajo otra forma de organización social? ¿Vivirían más felices bajo el socialismo? La respuesta a esta pregunta ha dejado de ser evidente para muchos, al revés de lo que fue para anteriores generaciones de socialistas. El movimiento feminista expuso sin miramientos la superficialidad del viejo análisis socialista, según el cual una revolución en las relaciones de propiedad habría de revolucionar automáticamente las relaciones entre hombres y mujeres. A excepción de los más rígidos y dogmáticos, todos los socialistas admiten la justicia de esta crítica feminista y la incorporaron a su labor, por ejemplo, en los estudios de Juliet Mitchell, Eli Zaretsky y Bruce Dancis. Por primera vez, gran cantidad de socialistas comenzó a asimilar el desafío histórico que el feminismo plantea al socialismo. Como bien manifestó Mary White Ovington ya en 1914, el socialismo "no implica simplemente un estómago lleno —eso se conseguía a menudo con la esclavitud—, sino una vida plena".

No cabe ya descartar el debate de cuestiones personales como una forma de "subjetividad burguesa". Por el contrario, pareciera que la explotación de la mujer por los hombres, lejos de constituir una formación secundaria dependiente en uno u otro sentido de la organización productiva, antecede a la instauración de la producción basada en la propiedad privada, y bien podría sobrevivir a su presunta desaparición.

La explotación de la mujer por los hombres antecede a la instauración de la producción basada en la propiedad privada

La justicia de la crítica feminista del socialismo no justifica, con todo, las conclusiones que algunas feministas extraen de ello: que la opresión de las mujeres representa la forma básica y primaria de explotación y que ella subyace y determina todos los restantes vínculos sociales. La explotación de la mujer evolucionó a través de muchas formas históricas, y no puede oscurecerse la importancia de esos cambios tratando el sexismo como un hecho inmutable de la existencia, que solo puede abolirse aboliendo la sexualidad e instaurando el reino de la androginia. La forma específica de opresión sexual de la sociedad capitalista tardía ha elevado la tensión sexual a una intensidad nueva, alentando al mismo tiempo una novedosa autonomía en la mujer, que la lleva a rechazar la subordinación. Aun en la pasividad política y el quietismo de estos años, es posible imaginar una transformación a fondo de nuestras actitudes sociales, y que una revolución de tipo socialista podría llegar a abolir el nuevo paternalismo —la dependencia de los expertos, la degradación del trabajo y de la vida hogareña—, del que hoy deriva en tan gran medida el antagonismo entre hombres y mujeres.

La instauración de la igualdad entre los sexos, la transformación de la familia y el desarrollo de nuevas estructuras de personalidad no son, en modo alguno, el anuncio de una utopía andrógina, pero tampoco dejarían inmutable en lo esencial la batalla entre los sexos. La abolición de tensiones sexuales es, en cualquier caso, un objetivo poco digno; el punto es vivir con ellas más alegremente de lo que hemos vivido con ellas hasta ahora.

La evasión del sentimiento, ya sea que intente o no justificarse bajo una ideología de los compromisos no vinculantes, adopta sobre todo la forma de una evasión de la fantasía. Esto prueba que ella representa bastante más que una reacción defensiva ante desengaños externos. Hoy por hoy, hombres y mujeres buscan escapar de la emoción no solo porque hayan recibido excesivas heridas en la batalla amorosa; también porque experimentan sus propios impulsos como insoportablemente urgentes y amenazantes. La evasión del sentimiento no solo se origina en la sociología de la guerra entre los sexos, sino en la psicología asociada a ella. Si "muchas de nosotras", como observa Ingrid Bengis acerca de las mujeres y otros han observado acerca de los hombres, "hemos debido anestesiarnos ante [nuestras] necesidades", la naturaleza misma de esas necesidades (y de las defensas erigidas contra ellas) da pie a la creencia de que no es posible satisfacerlas mediante vínculos heterosexuales —y quizás, que no debería satisfacérselas de ningún modo— e impulsa, por ende, a la gente a retroceder ante encuentros emocionales intensos.

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