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'El chico y la garza': el largo adiós de Miyazaki
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71 EDICIÓN DEL FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN

'El chico y la garza': el largo adiós de Miyazaki

La —de momento— última película del japonés inaugura el Festival de San Sebastián en medio de una crisis por la continuidad de los Estudios Ghibli

Foto: Una imagen de 'El chico y la garza'. la última película de Hayao Miyazaki. (Vértigo)
Una imagen de 'El chico y la garza'. la última película de Hayao Miyazaki. (Vértigo)

Avisó Hayao Miyazaki (Japón, 1941) que, por cuarta vez, se retiraba del cine. El chico y la garza iba a ser su despedida después de seis décadas dedicado a la animación. Por cuarta vez, el gran pope de la animación japonesa decidió regresar de la jubilación incluso sin haberse ido. Se desdijo otra vez de sus planes y anunció que volvía al trabajo con la cabeza llena de ideas. Hacía diez años exactos que Miyazaki no estrenaba en la gran pantalla —El viento se levanta, de 2013, estuvo nominada al Oscar, por eso la expectación y el secretismo han rodeado el viaje de El chico y la garza, estrenada de manera comercial solo en Japón y sin haber pasado ni por Cannes ni por Venecia, donde se le esperaba. A principios de septiembre se proyectó en Toronto con una recepción dividida, aunque unánime a la hora de sentenciarla como "el último canto del cisne", "el punto y final a una maravillosa carrera".

El Festival de San Sebastián la ha elegido como la película de apertura de su 71 edición, con el Kursaal abarrotado para ver el último truco de magia del maestro Miyazaki, justo un día después de anunciarse que el canal Nippon TV se ha hecho con la mayor parte de las acciones de Studio Ghibli y pasa a ser el socio mayoritario, adelantándose a la crisis de legado a la que se enfrenta la compañía con un Miyazaki sin heredero: su mala relación con su hijo Goro ha borrado a este último de la línea sucesoria.

De vuelta a lo cinematográfico, El chico y la garza supone el regreso de ese anime 2D que ha conseguido permear las convenciones occidentales y exportar una filosofía y una forma de hacer inhabitual en la industria estadounidense. Las películas de Miyazaki —Mi vecino Totoro (1988), Porco Rosso (1992), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001), entre muchas muchas otras—, trascienden el candor infantil con la creación de universos llenos de fantasía y sensibilidad y lecturas existencialistas que se alejan del espíritu marketiniano y uniformado de otros grandes estudios de animación. Como una sesión de té, en el cine de Miyazaki trasciende una cuestión ritual, artesana, casi milenaria, de la elaboración de un objeto delicado y único. Exige entrar en un mundo simbólico y alejado de la aplastante y gris realidad cotidiana, como de cuento tradicional.

El primer largometraje de cine a cargo de Miyazaki fue en 1979 El castillo de Cagliostro. Desde entonces, película a película, el japonés ha construido un universo que ha sublimado el arte de fabular de la animación: aquí todo es posible, desde anatómicamente —son muy representativas las criaturas del bestiario Ghibli— hasta narrativamente. Que la realidad no nos coarte la imaginación. Y ha conseguido ese equilibrio esquivo, que es el del favor de la crñitica especializada, que por fin empezó a considerar la animación como un género adulto, como el del público masivo, que descubrió que hay vida más allá de las princesas Disney.

placeholder Otro momento de 'el chico y la garza'. (Vértigo)
Otro momento de 'el chico y la garza'. (Vértigo)

Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, El chico y la garza arranca con un incendio sobre una ciudad japonesa que lo envuelve todo en llamas. El protagonista es Mahito Maki, que atraviesa toda la ciudad incendiada para llegar al hospital donde trabaja su madre para descubrir que este se ha venido abajo con ella dentro. Años más tarde, el padre de Mahito ha rehecho su vida con otra mujer, que está embarazada. La nueva familia se traslada a una casa en el campo. Y allí revolotea una garza que no deja de pulular alrededor del chico. La fascinación es mutua. La garza lo atrae hasta una torre abandonada escondida entre la vegetación, que a su vez guarda la puerta para un universo fantástico que lo aleja de una realidad deprimente.

Pero El chico y la garza es una película demasiado críptica para los no avezados de Miyazaki, El japonés mantiene la capacidad de crear nuevos mundos, pero su narrativa es dislocada, está llena de símbolos difícilmente decodificables. Entramos en un mundo de Alicia, con puertas que llevan a otros universos, a otros tiempos, pero la narrativa se imbrica hasta el punto de hacerse farragosa. El chico y la garza es la expresión cinematográfica del momento que vive Miyazaki: el fin del mundo -de su mundo- sin un heredero que lo suceda. Una película sobre la muerte y el duelo que solo podrán desencriptar los muy cafeteros.

Avisó Hayao Miyazaki (Japón, 1941) que, por cuarta vez, se retiraba del cine. El chico y la garza iba a ser su despedida después de seis décadas dedicado a la animación. Por cuarta vez, el gran pope de la animación japonesa decidió regresar de la jubilación incluso sin haberse ido. Se desdijo otra vez de sus planes y anunció que volvía al trabajo con la cabeza llena de ideas. Hacía diez años exactos que Miyazaki no estrenaba en la gran pantalla —El viento se levanta, de 2013, estuvo nominada al Oscar, por eso la expectación y el secretismo han rodeado el viaje de El chico y la garza, estrenada de manera comercial solo en Japón y sin haber pasado ni por Cannes ni por Venecia, donde se le esperaba. A principios de septiembre se proyectó en Toronto con una recepción dividida, aunque unánime a la hora de sentenciarla como "el último canto del cisne", "el punto y final a una maravillosa carrera".

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