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Un largo adiós que no se acaba
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Un largo adiós que no se acaba

Giulia Baldelli debuta con 'El verano que nos queda', un intenso recorrido por el amor interrumpido de dos mujeres

Foto: Portada de 'El verano que nos queda', de Giulia Baldelli. EC Diseño
Portada de 'El verano que nos queda', de Giulia Baldelli. EC Diseño

Inés Martín Rodrigo, que acaba de publicar Una homosexualidad propia (Destino), ha declarado en una entrevista que la palabra lesbiana "da calambre". A pesar de su mítica y llamativa raíz léxica (la isla de Lesbos), la palabra que empleamos en español para definir a las mujeres homosexuales no acaba de sonar neutra o festiva o pura, como sí sucede con "gay", la propia "homosexual" y, si me apuran, hasta "marica". “Lesbiana” arrastra como una sonoridad despectiva, un trasfondo culposo, que parecen difíciles de extirpar.

El caso es que en las quinientas páginas de El verano que nos queda (Dos Bigotes), la palabra "lesbiana" no aparece ni una sola vez. De hecho, la homosexualidad misma, tanto señalada con palabras como debatida socialmente, está ausente de la novela. Esto es muy agradable de ver porque la historia de amor que se cuenta se cuenta como cualquier otra

placeholder La escritora italiana Giulia Baldelli, autora de 'El verano que nos queda'.  (Facebook)
La escritora italiana Giulia Baldelli, autora de 'El verano que nos queda'. (Facebook)

Me ha hecho gracia pensar por primera vez en si una editorial de temática gay no hace por eso mismo un cierto spoiler a sus propios libros. Si El verano que nos queda hubiera aparecido en Seix Barral o Anagrama (nuevamente, una pequeña editorial fue más rápida o avispada), y si uno hiciera caso omiso a las contracubiertas, como es recomendable, la historia de Guilia y Cristi se leería, de entrada, como una historia de niñas que se hacen amigas, y echan a andar cuesta arriba por la vida. Un poco como Panza de burro (Barret), de Andrea Abreu o, ya más oscuramente, Los hermosos años del castigo (Tusquets), de Fleur Jaeggy.

Pero el hecho mismo de que Dos Bigotes publique la novela, nos empuja a sospechar de más, anticipar tramas y, en cierto sentido, leer con las expectativas demasiado determinadas.

Para horror, seguramente, de la propia autora, Giulia Baldelli, hay algo en la estructura profunda de El verano que nos queda que recuerda a Lolita, de Nabokov. Algo como: ¿qué has hecho con la belleza, vida? Como Humbert Humbert, la narradora nos habla desde la vejez y concluida ya la historia ("lo sé bien ahora que tengo sesenta"), lo que en rigor sitúa el tiempo narrativo en torno año 2040.

La novela muestra los encuentros y desencuentros de las dos niñas, las dos chicas y las dos ya mujeres durante varias décadas

Pero es en 1991 donde empieza el relato. La niña Giulia, de diez años, conoce en su pueblo de veraneo a Cristi, una niña algo más pequeña que ella que enseguida le genera sentimientos chispeantes. Cada verano, se verán, sobre todo porque Giulia es la encargada de vigilar y pastorear a la niña nueva, cuya madre, Lilli, la abandona estacionalmente en casa de su abuela, como si fuera un perro que ya no quiere.

Las aventuras infantiles complacen a la niña enamorada, hasta que la edad obliga a amar a todo el mundo, y Cristi parece acercarse demasiado a un niño llamado Mattia. Los celos respecto a los hombres que rodeen a Cristi se inician ahí mismo, y nunca abandonan a Giulia. En un momento dado, debe competir nada menos que con un héroe, el activista concienciado que hace la revolución (no en vano, la acción se sitúa Bolonia, por lo demás, ciudad de nacimiento de la autora), lo que, como supondrán, es mucho competir.

placeholder Sue Lyon como la 'Lolita' de la película de Stanley Kubrick
Sue Lyon como la 'Lolita' de la película de Stanley Kubrick

La novela muestra los encuentros y desencuentros de las dos niñas, las dos chicas y las dos ya mujeres durante varias décadas, y nunca nadie cuestiona si Giulia es más lesbiana que Cristi, o si Cristi nunca lo fue. Esto, como decimos, es bonito de ver, ese fluir de los sentimientos sin apenas contar con juicios definitivos ni conflictos más propios de, digamos, un marco sociológico. La compañera de piso de Giulia en sus años universitarios apenas se sorprende de verla dormir con Cristi. Ambas tendrán novios y problemas con los novios ("un hombre de vez en cuando está permitido"). Su amor se convierte con los años, los trabajos y los problemas familiares en "un largo adiós que no se acaba", como escribió Pedro Salinas, que es el que sabía de esto.

El verano que nos queda abunda en ausencias (el padre de Cristi la abandonó) y en filiaciones inmobiliarias: la fuerza centrípeta de la casa. Giulia quiere mantener la casa del pueblo, vendida a un holandés de esos que compran casas en el Mediterráneo para venirse dos meses al año. Aquí, es interesante el pulso moral de la autora, que ya ha retratado a la madre de Cristi como una "mala madre" (real) que se acuesta con hombres sólo por dinero y acaba encontrando un hombre rico que la aparte de la mala vida. Porque la propia Giulia, durante largas páginas, pretende hacer todo lo que sea para recuperar la casa de manos del holandés, un señor que le triplica los años, incluso acostarse con él y ser su novia, si fuera necesario. No será necesario porque, extrañamente, a veces hay hombres buenos en el mundo, incluso en Holanda.

placeholder Fotograma de la película 'La vida de Adéle'.
Fotograma de la película 'La vida de Adéle'.

Los años más tormentosos de la relación de Cristi y Giulia recuerdan a La vida de Adéle (2013, Abdellatif Kechiche; para el que esto escribe, una de las películas fundamentales de nuestro siglo), pero, pasada media novela, el poso maligno de Lolita se afianza, y varias situaciones del libro recuerdan a Humbert Humbert yendo a ver a la Lolita ya casada y con hijos, pobre y vulgar, perdida por completo la luz que desprendía en la primera frase, en la primera vez.

Aunque sus quinientas páginas resultan quizá excesivas para estos tiempos de frugalidad lectora (también: excesivas para mantener tanta visceralidad sentimental), El verano que nos queda es un excelente debut y un gozoso catálogo de afectos explosivos.

Inés Martín Rodrigo, que acaba de publicar Una homosexualidad propia (Destino), ha declarado en una entrevista que la palabra lesbiana "da calambre". A pesar de su mítica y llamativa raíz léxica (la isla de Lesbos), la palabra que empleamos en español para definir a las mujeres homosexuales no acaba de sonar neutra o festiva o pura, como sí sucede con "gay", la propia "homosexual" y, si me apuran, hasta "marica". “Lesbiana” arrastra como una sonoridad despectiva, un trasfondo culposo, que parecen difíciles de extirpar.

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