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Casi un acontecimiento literario: la novela de un cura que prefirió el amor
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Mala fama

Casi un acontecimiento literario: la novela de un cura que prefirió el amor

Lorenzo G. Acebedo (pseudónimo) debuta con la excelente 'La taberna de Silos'

Foto: Monjes del Monasterio de Santo Domingo de Silos. (Getty/Cover/Cristina Arias)
Monjes del Monasterio de Santo Domingo de Silos. (Getty/Cover/Cristina Arias)

Los curas y los vascos siempre han escrito muy bien en castellano. También suele escribirse estupendamente en nuestro idioma si utilizas pseudónimo. Detrás de un pseudónimo parece haber por lo general una persona que sabe. Sabe, por ejemplo, que uno es más interesante cuanto menos se deja ver.

Acaba de publicarse La taberna de Silos (Tusquets), el debut en la novela de un espectro, un ente, una autoría inasible. Lo de “Lorenzo G. Acebedo” es un pseudónimo, y en la solapa se nos cuentan estas cosas que tampoco no interesan tanto: “Abandonó en su juventud los estudios teológicos por el retiro monacal y, algún tiempo después, el retiro monacal por una mujer”. Ya ven. El pájaro espino escribe novelas de amor.

En principio, para el periódico, siempre es curioso el pseudónimo. Si alguien no quiere que se sepas quién es, ya tienes titular, relato y morbillo. A lo mejor hay tres mujeres detrás de Lorenzo, como había tres hombres detrás de Carmen (Mola). En rigor, detrás de Lorenzo estará un Pedro, un Juan; un García. No sé qué se cree este señor que nos importa quién sea.

placeholder Portada de 'La taberna de Silos', publicada bajo el seudónimo Lorenzo G. Acebedo.
Portada de 'La taberna de Silos', publicada bajo el seudónimo Lorenzo G. Acebedo.

Con todo, su destreza es solidísima, muy Tusquets. La taberna de Silos es exactamente lo que define al sello de Barcelona, mítico y desde hace años en el grupo Planeta: literatura de prosa antigua, humor argumental, cero experimentación, cero modernez, un poco de libidinosidad (de la colección La sonrisa vertical no se sale impune) y algún encaje en la historia profunda de España. Lorenzo G. Acebedo parece Chavi Azpeitia ( El impresor de Venecia) mezclado con Antonio Orejudo (Fabulosas narraciones por historias) mezclado con Rafael Reig ( Amor intempestivo). Tiene, el autor oculto, ese dominio blanco del idioma, ese fondo de lecturas españolísimas y esa vocación de entretenimiento.

De hecho, es probable que La taberna de Silos tenga un éxito similar al que disfrutó Juegos de la edad tardía (Tusquets, 1989), a su vez primera novela de Luis Landero. Yo me alegraría muchísimo, porque así les parecerá que sé algo de esto.

Pero lo más normal es que este libro lo lea sólo yo.

Gonzalo de Berceo

¿Y de qué va La taberna de Silos? De la fe, primeramente, pero sobre todo de la fe en el vino. La enología ocupa gran parte de la novela, y no tanto Dios y la doctrina, que quedan un poco averiados por las aventuras de Gonzalo de Berceo. Estamos en el siglo XIII, y además nos lo creemos. El autor tiene la prosa, la documentación y la finura precisas para levantar una ficción estrambótica totalmente verídica sobre un monje (Berceo) enviado a Silos a copiar un manuscrito, del que luego deberá escribir un poema. Allí lo que se encuentra son asesinatos genealógicos (prácticamente toda una familia) y herencias confusas, así como muchachas serranas muy Arcipreste de Hita, que le gustan sobremanera. También hay pederastia intolerable y obsesión con el poder. De lo que viene siendo caridad cristiana, muy poca.

La novela se lee en un soplo, bien que tomado de vino, y realmente es divertida y gozosa, con un tacto para el idioma que parecía perdido, entre tanta tontería sobre uno mismo, escrita como para publicarla en el periódico. Así describe Acebedo las posadas: “Sitios para pasar unas horas o el resto de la vida, donde suele haber un dueño casi honrado que tiene una mujer casi hermosa, con mozas de servicio que son casi doncellas, que siempre esperan a ese viajero casi noble, que las llevará a Soria o casi a Burgos…”

Hasta cuando describe códices, manuscritos, incunables, es una delicia: “Examiné despacio las tapas. El libro se había cosido sobre tres nervios de buey. Y las tapas no eran de madera forrada de cuero, como me había parecido al principio, sino relativamente flexibles, cartones construidos, probablemente, con mezcla de pergaminos y papeles usados (…). La decoración también era árabe, simétrica en las dos tapas, que tenían cantoneras de plata repujada. La banda exterior estaba formada por casetones cuadrados con motivos vegetales, que en las esquinas se habían esmaltado con un tono azul turquí.”

Es uno de los libros del año, como suele decirse en junio para no tener que leer lo que venga después del verano. En prosa española, dudo mucho que vaya a venir algo mejor que esto

La peripecia se sigue como se siguen todas las investigaciones de la novela negra: dándote completamente igual mientras el autor se la crea. Luego hay ideas disolventes sobre la clerecía y sus instituciones, como esa que dice que a un monasterio le viene bien un santo o un milagro, simplemente para darse publicidad, y recibir más visitas. También la competencia de Silos y San Millán resulta fascinante, y la de ambos monasterios con el papado. Todo va de poder, de beber y de no creer en Dios ni por casualidad.

El libro, pensé cuando iba por la mitad, quizá me gustaría más si no fuera Gonzalo de Berceo el protagonista, pues no acabo de verlo necesario; y si empezara en la página 17 (“Fui a Silos hace muchos años, unos treinta, cuando aún vivía el rey Fernando III”), y no en la 11 (“Lo que me parece más difícil, casi asombroso, no es que aquel hombre pudiera perdonar mis pecados…”); y si el final no acumulara lances viscerales tal vez demasiado gores: ya estoy mayor para estas cosas carniceras.

Pero, con todo, es uno de los libros del año, como suele decirse en junio para no tener que leer lo que venga después del verano. En prosa española, dudo mucho que vaya a venir algo mejor que esto.

Los curas y los vascos siempre han escrito muy bien en castellano. También suele escribirse estupendamente en nuestro idioma si utilizas pseudónimo. Detrás de un pseudónimo parece haber por lo general una persona que sabe. Sabe, por ejemplo, que uno es más interesante cuanto menos se deja ver.

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