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Qué mejor defensa de la vida que el derecho a una muerte digna
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Qué mejor defensa de la vida que el derecho a una muerte digna

Qué mayor libertad que esa. La de evitar el calvario propio y de paso el ajeno. El del espectador que asiste atónito al sufrimiento de los suyos, y que guardará en la memoria recuerdos como los míos

Foto: Cementerio de la localidad de Elantxobe. (EFE/Miguel Toña)
Cementerio de la localidad de Elantxobe. (EFE/Miguel Toña)
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El 14 de febrero tuve una cita. Me arreglé, pero sin pasarme, me maquillé, pero poco y cogí el autobús hasta llegar a mi destino. A las cuatro menos cinco de la tarde subí las escaleras hasta llegar al tercer piso y llamé a la puerta en la que colgaba un cartel con la palabra 'Gerencia'. La mujer que estaba en su interior me animó a pasar y me invitó a sentarme. "¿Tenía cita a las cuatro, verdad?", me dijo. Dije que sí y eché mano al bolso. De su interior saqué unos cuantos folios que había rellenado el fin de semana anterior. Con la letra pulcra y pequeña que me enseñaron a hacer las hermanas Calasancias.

La mujer repasó lo que yo había escrito, me pidió unos cuantos datos más y luego que firmara. "¿Esto es inamovible?", pregunté. Ella contestó que no, que podría cambiarlo siempre que quisiera. A los diez minutos me marché de ese edificio de la calle de Espronceda con una copia de ese puñado de folios que había llevado. Diez minutos en los que le dije a la Comunidad de Madrid cuáles son mis intenciones en el caso de que mi salud empiece a despedirse de mí.

Foto: El Tribunal Constitucional. (EFE / Juanjo Martín)

El término técnico dice que lo que firmé en ese centro sanitario es el documento de Instrucciones Previas (IIPP), mediante el que "una persona manifiesta anticipadamente su voluntad sobre el cuidado y tratamiento de su salud o el destino de su cuerpo, para que esa voluntad se cumpla en el momento en que llegue a situaciones en cuyas circunstancias no sea capaz de expresarla personalmente", afirma la web de la Comunidad de Madrid.

Un cuestionario en el que uno confirma, entre otras cosas, qué quiere hacer con su cuerpo y con su vida. Si donarlo a la ciencia o a nadie. Si quiere que su familia esté presente o bien lejos. Si desea ser o no informado de lo que a uno le pasa, que se le someta a tratamientos hasta el último de los suspiros. Son preguntas que a uno le sirven para ponerse a prueba. Que solo pude hacer porque ese día me sentía de excelente humor. Que hice después de haber visto sufrir a otros.

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Porque esa misma mañana de San Valentín yo había escrito en un folio en blanco que me sobraron meses de la vida de mi padre. Meses en los que estaba roto de dolor, y era incapaz de estar cómodo en una postura. Los temblores y sus dificultades para comer. Con las manos llenas de hematomas por las agujas de las vías. Noches como aquella en la que se agarró a los barrotes de la cama del hospital y gritó: "¡Qué ganas de morirme!". Mi silencio sepulcral al escuchar aquello sentada en el sillón de acompañante, con las luces apagadas del cuarto. Me sobró todo aquello y más.

Me sobraron también meses de mi madre, diría que años, en los que se fue apagando. Con dos carcinomas que le provocaron un lento, pero inexorable deterioro cognitivo. Cada vez más flaca y más despistada. Sin saber que era viuda ni en qué mundo estaba. Me sobraron sus noches en las que la encefalopatía le hacía perder la cabeza. Era mi madre poseída por el diablo, gritando cosas ininteligibles. "Esa no es tu madre", me decían los médicos. Pero lo era. Y habría dado lo que fuera por evitar todo aquello, porque ni a él ni a ella podía curarles.

"Me sobraron meses de la vida de mi padre. Meses en los que estaba roto de dolor, y era incapaz de estar cómodo en una postura"

Y no merecían ese final de ronquido artificial provocado por la sedación, ni esa muerte en la cama de una residencia sin compañía de nadie por culpa de un virus. Esa ley orgánica 3/21, también llamada de la eutanasia, que acaba de avalar el Tribunal Constitucional es clave para los que defendemos la vida y queremos, de forma consciente, decidir acabar con ella cuando se convierta en un infierno.

Qué mayor libertad que esa. La de evitar el calvario propio y de paso el ajeno. El del espectador que asiste atónito al sufrimiento de los suyos, y que guardará en la memoria recuerdos como los míos. Es una ley -aprobada hace un año con los votos en contra del PP y Vox- tan garantista como es el documento que ofrece la Comunidad de Madrid presidida por Isabel Díaz-Ayuso. Donde todo está bajo el control del personal sanitario. Donde el enfermo puede cambiar de opinión si así lo considera. No hay decisiones en caliente, no hay amateurismo. Es un diálogo maduro con la muerte cuando la divisas y ves que no está tan lejos.

Es un bofetón a los que dicen, ellos sí, que defienden la vida. Que se parten tanto el pecho con ella, que están dispuestos a exprimirla hasta las últimas consecuencias. Pagaría por saber qué harán ellos cuando les toque. Cuando vean el dolor no en plaza ajena, sino en la propia. Pagaría por saber cuántos han ido ya o estarán pidiendo cita en ese centro de salud de la calle de Espronceda, como hice yo este último San Valentín.

El 14 de febrero tuve una cita. Me arreglé, pero sin pasarme, me maquillé, pero poco y cogí el autobús hasta llegar a mi destino. A las cuatro menos cinco de la tarde subí las escaleras hasta llegar al tercer piso y llamé a la puerta en la que colgaba un cartel con la palabra 'Gerencia'. La mujer que estaba en su interior me animó a pasar y me invitó a sentarme. "¿Tenía cita a las cuatro, verdad?", me dijo. Dije que sí y eché mano al bolso. De su interior saqué unos cuantos folios que había rellenado el fin de semana anterior. Con la letra pulcra y pequeña que me enseñaron a hacer las hermanas Calasancias.

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