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¡Eso no ha sido un zasca! Así matamos el arte de la discusión
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¡Eso no ha sido un zasca! Así matamos el arte de la discusión

Cada vez me costaba más encontrar personas con las que discutir de política sin el riesgo de provocarles dolores morales

Foto: Discusión en el Parlamento griego. (EFE EPA/Orestis Panagiotou)
Discusión en el Parlamento griego. (EFE EPA/Orestis Panagiotou)

Hay gente que no te puede perdonar la afrenta de que veas las cosas de manera ligeramente distinta a la suya. El desacuerdo les hiere en lo más hondo. Ponen en tu boca palabras que no dirías y consideran que eres buena o mala persona según tus opiniones más triviales. Y no, no me estoy refiriendo a opiniones como "hay que gasear otros seis millones de judíos" o "el reguetón está bien", sino a simples desacuerdos, matices o incongruencias con lo que los demás esperan que digas.

Sobre este fenómeno acaba de salir un estudio apasionante: "Los lazos que nos ciegan: percepciones erróneas de la franja opositora y la mala calibración del desprecio político", donde los autores demuestran que se nos da fatal formarnos una idea de lo que piensan realmente aquellos que tienen ideologías diferentes. Es decir: que la gente detesta a sus oponentes políticos por puntos de vista que, la mayor parte de las veces, estos ni siquiera sostienen.

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Ahí está la madre del cordero de la famosa polarización, ese clima agreste en el que uno deja de ser amigo de otros como resultado de las discusiones políticas. No es por la realidad de lo que pensamos, sino por el halo caricaturesco que el otro nos coloca sobre la cabeza, tejido con sus prejuicios e influido por la propaganda. Así, de una discusión sobre la verdura orgánica podrá uno acabar convencido que el otro está próximo a la yihad, y cosas así.

Leyendo el trabajo de los investigadores, uno no puede dejar de recordar momentos particulares de su propia experiencia: las famosas respuestas furibundas para combatir cosas que nadie ha dicho, las discusiones donde parece que todo el mundo interpreta papeles teatrales o los zascas: ese aplauso cateto, ese abucheo forofo que hace imposible una discusión y la convierte en una guarrada. El intercambio de opiniones bajo amenaza de humillación.

El tarado seré yo, porque en mi familia se discute por deporte, y a nadie le molesta nada. Mis padres pueden sacar los cuchillos por lo que echan en la tele, por la receta óptima para la tortilla o la forma de pelar patatas. Las trampas dialécticas son burdas e increíbles. Mi padre dice A, se le niega, se ve arrinconado y niega haber dicho A. Podemos gritar, hasta insultarnos, pero como en las bacanales de Fellini, a los tres minutos, tras el portazo, otra vez todos tan ricamente.

Foto: Díaz Ayuso, nombrada alumna ilustre de la Universidad Complutense de Madrid. (Sergio Beleña) Opinión

Con el paso de los años me di cuenta de que ese deporte familiar me había hecho bastante transigente, y de que cada vez me costaba más encontrar personas con las que discutir de política sin el riesgo de provocarles dolores morales. Es como si mucha gente hubiera llegado a identificarse con sus opiniones hasta el punto de notar como una agresión física el desencuentro político. Los hay que consideran su ideología como una parte central de su identidad, y entonces señalarles un error es como señalarles una lorza, y los que han convertido las identidades de grupo en una especie de ideología, con lo que manifestar un desacuerdo con ellos es como negarles la existencia.

Pero además, a medida que la polarización avanzaba, vi que ya no era solamente un peligro cabrear a alguien apreciado, sino que empezaba a ser incómodo tener una discusión divertida con alguien transigente, según quién hubiera mirado.

Me pasó recientemente, cuando fui a presentar mi libro a Granada. Las presentaciones casi siempre son pura complacencia: la haces con alguien que te da la razón en todo o finge que te la da, porque el objetivo es vender libros. Sin embargo, Martín Domingo, que organizaba el acto, me puso de presentador a Rafael López Guarnido, un abogado inteligente y beligerante, y muy experimentado en el deporte de la discusión. Había puntos que él no compartía, y me lo hizo saber delante de doscientas personas. Fue fantástico.

Foto: Detalle de la manifestación de Cibeles contra Sánchez. (EFE/Víctor Lerena)

Nos enzarzamos, nos contradijimos, nos buscamos las trampas y el abogado llegó a recurrir a un fiscal que había entre el público, Paco Hernández, que entiende como algo bueno que se castigue duramente a ciertos humoristas: ¡mi némesis! Lo invitamos a subir al escenario, seguimos discutiendo, levantamos la voz, y todo esto terminó de buena forma, con el público complacido, en apariencia, por el espectáculo dialéctico. El abogado, el fiscal y yo nos dimos un buen abrazo. ¡Qué bien me lo había pasado!

Pero más tarde, cuando el público se iba acercando y ya corría la cerveza, empecé a notar que algunas personas trataban de animarme, y me aseguraban que había arrasado con esos dos a base de zascas, y que no tenían ni puta idea de nada, etc. Los despreciaban por haber discutido conmigo, y esto me molestó. Una elegante disputa convertida en duelo a garrotazos por obra y gracia de la polarización.

Como si discutir fuera una guerra en la que se gana o se pierde territorio. Con mis padres os tendrían que mandar un año, para que aprendáis a grito limpio lo divertido que es disentir.

Hay gente que no te puede perdonar la afrenta de que veas las cosas de manera ligeramente distinta a la suya. El desacuerdo les hiere en lo más hondo. Ponen en tu boca palabras que no dirías y consideran que eres buena o mala persona según tus opiniones más triviales. Y no, no me estoy refiriendo a opiniones como "hay que gasear otros seis millones de judíos" o "el reguetón está bien", sino a simples desacuerdos, matices o incongruencias con lo que los demás esperan que digas.

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