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Plegarias atendidas: los deseos se cumplen, pero no como queremos
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Plegarias atendidas: los deseos se cumplen, pero no como queremos

El Diablo cumple sus promesas pero rara vez como queremos. Si no, que se lo pregunten al Ministerio de Igualdad. La satisfacción de los deseos es una bomba trampa a la que conviene brindarle el respeto de una anatomía previa

Foto: Foto: iStock.
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En todos los rincones del planeta se despachan ahora mismo incontables plegarias. Deseos, más o menos puros, pero siempre egoístas, a los que la autopsia de sus consecuencias suele llegarles tarde. Esas plegarias son potenciales monstruos perfectos. No tanto porque su esencia sea demoníaca, seguro que hay buena fe en la mayoría, sino porque, como decía Oscar Wilde: "Hay que tener cuidado con lo que se desea, puede convertirse en realidad".

En la línea, otro genio bujarrón del charme, Truman Capote, firmó un contrato en 1966 por un libro titulado Plegarias Atendidas. ¿Por qué este vistoso título? Por una frase de Santa Teresa, según quien: "se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas…". Esa es la cruda realidad; el Diablo cumple sus promesas, pero rara vez cómo queremos.

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Por eso las consecuencias de una idea tienen el pedigrí de su reflexión. Depende de cuántas vueltas le hayamos dado al asunto, los margaritas sabrán a tequila con toques cítricos o a insecticida. Antes de querer algo, es bueno buscar bien en el cuerpo, entre el vello de las axilas, mirar debajo de los dedos de los pies, prestar atención. La atención es la vitalidad. Lo que nos conecta con los demás son los detalles.

Vivimos en una sociedad donde la cultura de la competitividad está más de moda que el reggaetón y se habita una dicotomía entre éxito o fracaso; sin grises, ni entrecejos. A nuestro alrededor todo azuza la ambición, pero la satisfacción es la muerte del deseo. Una vez alcanzada la cima, estar allí pierde su gracia; y quedarse, bueno, resulta casi imposible. Por eso conviene proyectar los anhelos en el futuro. ¿Quién sabe si, una vez el bocado recorriendo el paladar, será tan sabroso como se pretendía? Si solo hay éxito en el progreso, ¿dónde queda saborear las mieles de lo logrado?

En la serie Westworld, el personaje de Anthony Hopkins narraba una historia que se grabó a fuego en mi cabeza. En ella, él y su hermano se hicieron de críos con un viejo galgo de carreras. El animal había pasado su vida persiguiendo ahogadamente un trozo de fieltro en forma de liebre por el canódromo. Los hermanos, curiosos de la velocidad que podía alcanzar el desgarbado lebrel, lo soltaron. La huesuda bestia salió disparada al ataque de un gatito desprevenido que paseaba por ahí. El galgo lo alcanzó y lo destrozó en segundos. Cuando hubo astillado los huesos del cachorro, soltó el cadáver peludo… El bicho ya no sabía qué hacer. Toda la vida encomendado a un propósito y ni había caído en qué pasaría de conseguirlo. El deseo, creo, es como un virgen frente al cinturón de castidad de un pubis angelical. Muchas ganas de desabrocharlo pero poca idea de que hacer una vez logrado.

Foto: Un voluntario trabaja durante una campaña de un banco de alimentos. (EFE/Sergio Pérez)

¡He aquí la jodida paradoja! Se consultan los horóscopos para conocer el destino pero, una vez el empalme del quiero pare por el segundo canal del culo un puedo es cuando comenzamos a reflexionar sobre el debo. Hasta entonces, a la sopa boba, viéndolas venir como una vaca de cara a la estación de ferrocarriles…

Centremos un poco el tiro en este asunto. Veamos, por ejemplo, la ley de solo sí es sí. Esta ciega apetencia es prueba de cómo las plegarias atendidas pueden atormentar más que las que no. En su obesa soberbia, el Ministerio de Igualdad frotó la lámpara del genio y pidió los deseos sin prestar atención a los deshechos colaterales de su ambición. Al final, resultó que los árboles no les dejaron ver el bosque y han acabado ayudando a muchos contra los que luchaban. Creyéndose adalides del bien hacer —esa patente de corso para todo— se colaron.

Es la idea de "¡Sí! ¡Brillante! Hagamos ruido. Sigamos los mandatos de Dalí: lo importante es que se hable de uno, aunque se hable mal". Lo malo de esta teoría es que resulta de una teoría que resulta del abandono a la emoción y el sentimentalismo. El problema es que el Ministerio de Igualdad es una institución, no un bandolero del espectáculo ni un funambulista de la provocación. La pompa, el armiño y la epopeya pueril son material de individuos irresponsables, como yo, y así debería seguir siendo.

Foto: Foto: EFE/Miguel Gutiérrez.

El Ministerio de Igualdad invocó una liturgia comercial para sus ambiciones, pensando que así resolvería algo, pero se dio de bruces con el portazo del raciocinio general. Las críticas pueden hacerle un pijama de saliva a un miembro de la sociedad civil y dormir a pierna suelta, con un depósito elevado en el banco de la atención, pero un ministerio no puede disfrazarse de mártir, por más que, como mencionaba Umbral, los leones del coliseo romano los respetaran tanto como a las vírgenes.

Este es el resultado de actuar, más que de pensar; de la impulsividad sin reflexión. Saber que no solo hay éxito o fracaso, sino errores o aciertos que germinan descontrolados en el camino que lleva a cualquiera de las dos, te hace ser humilde. Precisamente, una de las cosas de las que carecen aquellos que desean-a-toda-costa, entre los que se incluyen los más peligrosos; quienes quieren tener la razón a pesar de sus terribles predicciones. Lo que es una sofisticada contaminación de la humanidad. La mejor representación de una cara con forma de aeropuerto mientras vuelan hostias y a las que, seguro, todo el mundo ya le ha puesto nombre leyendo esto.

Acabaré esta columna con una interpretación poética… La vida es una pequeña discordancia. Buscar el lado frío de la almohada en la gran siesta de la infinitud. Sentirse eternamente a la espera de un vaso de agua fresca que aplaque la sed, mientras se orina la cerveza gorda bebida con la esperanza de atontar el ansia.

Saber que el fracaso no es recibir carbón, sino ver que, por más que deseemos cosas, tal vez tengamos ya mucho más a nuestro alrededor

Es de suponer, por tanto, que busquemos desesperadamente hacer realidad nuestros sueños, porque se nos vende que en su culminación se esconde la receta de la felicidad. Creyendo que enriquecidos hasta el tuétano desaparecerá toda frustración o que libres, como el galgo de la fábula, por fin podremos saciar esa expectativa que se nos resistía. Por desgracia, una vez colmado el bodegón sentimental, las plegarias parecen agua de borrajas sin sabor.

Ahora, con los reyes magos a la vuelta de la esquina, todos pedimos cosas. Y no digo que esté mal, al contrario, es lo suyo, pero no vendría mal pararse un instante antes de redactar la carta. Saber, de pronto, que el fracaso no es recibir carbón, sino ver que, por más que deseemos cosas, tal vez tengamos ya mucho a nuestro alrededor a lo que no le prestamos la debida atención. Que el Audi está la mar de pancho en el concesionario o que la hipoteca va a ser nuestra compañera bastantes años, pero que, hostia, ponemos más de una pareja de cubiertos a la mesa y que las broncas son recuerdos entrañables con el tiempo. Dejando de encamarnos con el porvenir, porque el porvenir no viene nunca, no está mal plantar un cable a tierra con el presente.

Siendo en consecuencia un poco hippies, aunque dé arcadas, y conscientes de formar parte de una mayoría privilegiada que es la que, provenga de quien provenga, todavía se sabe objeto del amor.

En todos los rincones del planeta se despachan ahora mismo incontables plegarias. Deseos, más o menos puros, pero siempre egoístas, a los que la autopsia de sus consecuencias suele llegarles tarde. Esas plegarias son potenciales monstruos perfectos. No tanto porque su esencia sea demoníaca, seguro que hay buena fe en la mayoría, sino porque, como decía Oscar Wilde: "Hay que tener cuidado con lo que se desea, puede convertirse en realidad".

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