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'Aftersun': si es usted un padre divorciado con una hija muy madura, no siga este manual
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'Aftersun': si es usted un padre divorciado con una hija muy madura, no siga este manual

Llega a salas el primer largometraje de la directora escocesa Charlotte Wells, premio del jurado en la Semana de la Crítica del último Festival de Cannes

Foto: 'Aftersun' es la revelación del año del cine británico. (Elastica Films)
'Aftersun' es la revelación del año del cine británico. (Elastica Films)

Hay películas en las que parece que no ocurre nada más que la vida pasar y, de repente, con una sutil decisión, un pequeño gesto, cobran un cuerpo, una emoción que atraviesa el plomo. Todo lo anterior, todo lo que parecía intrascendente o ligero, adopta un nuevo significado que concentra el peso existencial de la humanidad entera, de años de relaciones de ensayo, error y buenas intenciones entre padres y madre e hijos e hijas que lo intentan y la cagan y no se entienden, pero se quieren, pero se quieren bien y a veces mal y es todo tan difícil.

Hay películas en las que, en el proceso, se revela, dentro las imágenes, una fuera azarosa o puramente instintiva o asilvestrada —en el sentido de una planta que crece natural—, como en una polaroid en la que la caricia del sol en la química descubre un fantasma o un asesinato o una mirada de amor furtivo con la que nadie había contado y que convierte un instante intrascendente en leyenda.

A ese grupo pertenece Aftersun, la ópera prima de la directora, guionista y productora escocesa Charlotte Wells, una película diminuta y honesta en la que el drama ocurre fuera de nuestra vista, dentro o detrás, en el interlineado. Premio del jurado en la Semana de la Crítica del pasado Festival de Cannes, la película de Wells entronca con esa forma de entender el cine de una pureza y una humildad extremas en la que las emociones afloran con espontaneidad, sin esfuerzos ni grandilocuencias, simplemente atendiendo a lo cotidiano, a lo aparentemente banal, como ese roce involuntario y eléctrico de los primeros amores durante un juego inocente.

Una chica joven escruta al espectador a través de las luces estroboscópicas de una rave. En la oscuridad, los destellos blancos dibujan fragmentos de caras, de cuerpos contorsionados, un puzle de ojos y bocas y manos y sin mucho orden ni concierto. Es, como la memoria, una negritud opaca en la que tratan de salir a flote los detalles. El impulso del cerebro es el de intentar recomponerlos, darles un sentido. Aunque haya que sustituir la nada por recuerdos reconstruidos. Y, de pronto, un autobús recorre un paisaje mediterráneo bajo el sol en algún momento de los años noventa —lo sabemos por la textura de los 35 mm, por la moda que visten los personajes, por la banda sonora plagada de hitazos como Losing My Religion de R.E.M. o La Macarena de Los del Río.

Paul Mescal (Connell, en la serie Normal People) es Calum, un padre joven que está pasando unas vacaciones en Turquía con su hija Sophie (magnética Frankie Corio, en su primer papel). Él parece demasiado joven para ser padre. Ella parece demasiado mayor para ser su hija. A veces los confunden con hermanos, porque se relacionan como tal. La directora juega con la ambigüedad para que el espectador vaya adivinando, poco a poco, el pasado en común de ambos hasta llegar a esta semana de verano.

placeholder ¡Qué mirada tan delicada la de Charlotte Wells en 'Aftersun'! (Elastica)
¡Qué mirada tan delicada la de Charlotte Wells en 'Aftersun'! (Elastica)

De su forma de hablarse se intuye que él la tuvo a ella demasiado joven y que, al saltarse ese proceso de maduración que llega tras haber quemado la juventud, sigue siendo, a su manera, un adolescente. Ella, con sus ojos vivaces y sus reflexiones demasiado adultas para una niña de once años, parece haber tenido que cuidar de sí misma pronto y, probablemente, hasta cierto punto de sus padres. De los retazos de conversaciones, adivinamos que Calum y la madre de Sophie están separados, pero que se siguen queriendo, quizás porque todo ocurrió demasiado pronto y con demasiadas ganas.

Los días pasan entre la piscina y la mesa de billar. El hotel en el que se alojan es austero; unas obras contiguas amenizan con sus radiales las siestas de los turistas. Por pequeños detalles que él quiere ocultar intuimos los problemas económicos de un padre al que le gustaría darle los mayores lujos a su hija, pero no puede. Por la inteligencia en los ojos de Sophie, sabemos que ella lo sabe, y que intenta hacer sentir a su padre que son las mejores vacaciones de su vida, simplemente porque están juntos.

placeholder 'Aftersun' utiliza el recurso del vídeo casero para hablar de los recuerdos. (Elastica)
'Aftersun' utiliza el recurso del vídeo casero para hablar de los recuerdos. (Elastica)

Wells intercala en su película fragmentos del supuesto vídeo casero que Sophie y su padre graban durante sus vacaciones. El presente se hace pasado y cristaliza, como una molécula de sal, en cuanto la directora rebobina las imágenes, o en cuanto en una foto instantánea empiezan a perfilarse sus siluetas y a materializarse como espectros del pasado. Aftersun respira atravesada por un presentimiento pretérito y melancólico, como una colección de recuerdos infantiles. Son los ojos infantiles y despiertos de Sophie los que cazan las grietas por las que se cuela esa vida adulta que los padres tienden a disfrazar frente a los hijos. Sophie empieza a enfrentarse a un mundo de deseos y frustraciones frente al que, hasta ahora, permanecía ajena. Y Sophie comienza a comprender al hombre que hay debajo de su padre, con sus tinieblas.

A través de una narración elíptica y difusa, en el mejor sentido de la palabra, Aftersun empatiza con esas paternidades imperfectas, torpes y torturadas, y con los hijos resultantes de ellas. La increíble química con la pantalla de Frankie Corio, prodigiosa en su naturalidad y en la frescura y energía que aporta a su personaje —fue la elegida entre las 800 niñas que aspiraron al papel—, y Connell, en una interpretación matizada y conmovedora, y el trabajo de fotografía de Gregory Oke, la dirección de arte de Guzin Erkaymaz y el vestuario de Frank Gallacher acompañan a una dirección delicada y nada acomodaticia, que busca siempre los encuadres expresivos dentro del naturalismo —ese reflejo partido en la pantalla— y que solo bulle la verdad.

Hay películas en las que parece que no ocurre nada más que la vida pasar y, de repente, con una sutil decisión, un pequeño gesto, cobran un cuerpo, una emoción que atraviesa el plomo. Todo lo anterior, todo lo que parecía intrascendente o ligero, adopta un nuevo significado que concentra el peso existencial de la humanidad entera, de años de relaciones de ensayo, error y buenas intenciones entre padres y madre e hijos e hijas que lo intentan y la cagan y no se entienden, pero se quieren, pero se quieren bien y a veces mal y es todo tan difícil.

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