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Karim y la belleza: la deshumanización del fútbol
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BALÓN DE ORO

Karim y la belleza: la deshumanización del fútbol

El futbolista francés de ascendencia argelina y capitán del Real Madrid recibió este lunes el Balón de Oro en París. A sus 35 años se encuentra en el momento álgido de su carrera

Foto: Karim Benzemá sostiene el Balón de Oro. (Reuters)
Karim Benzemá sostiene el Balón de Oro. (Reuters)

Quizá solo haya un jugador capaz de acabar su carrera con un cabezazo a un rival y que ese gesto se entienda como un broche de oro y no un desdoro. Recuerdo aquel partido contra Italia: la zozobra de Francia, esa sensación de fin de ciclo y la embestida de Zidane, como un paquicefalosaurio, a Materazzi. El cráneo rasurado, perfectamente alineado con las vértebras cervicales, la vista clavada en el césped, los codos flexionados; hasta eso, la violencia, hacía bonito.

Después vendría la travesía del desierto. En la Eurocopa de 2008 los galos hicieron un ridículo espantoso. Ya estaba todo perdido cuando saltó al campo un chaval que jugaba presuntamente de 9, pero que se empeñaba en llegar a la portería rival desde más allá de los confines del área, como si fuera un 10. Cuando la lógica cartesiana, que a 'les Bleus' se les presume innata, aconsejaba ensanchar el campo, mirar a la banda, él tiraba unas paredes vertiginosas, entre líneas, y entonces se aparecía ante el portero transmutado en un Ronaldo magro.

Benzema jugaba como juego yo esas noches en las que me sale todo en los sueños, y sus compañeros jugaban como cuando trato de correr en mis pesadillas y no puedo. Inmediatamente dije que había que ficharlo para el Madrid.

placeholder Karim Benzemá este martesdurante un entrenamiento. (Efe)
Karim Benzemá este martesdurante un entrenamiento. (Efe)

Con Karim llegó la deshumanización del fútbol, que es un arte para iniciados. Jugaba para el pueblo, pero contra la masa, porque creía que la excelencia también era observable desde el último anfiteatro. Era una vanguardia estilizada frente a la tradición española del futbolista culón y el centro de gravedad bajo, y quizá por ello se movía en un equilibrio inestable, solo en apariencia frágil. Tenía una elegancia misteriosa, y esas maneras de delantero neurasténico que al pipero mediano resultaban indescifrables. Pero nunca nos dio pipas y circo.

Me compré su camiseta cuando era Cristiano quien las agotaba en las tiendas. Mis compañeras del equipo me llamaban Benzema; no porque ocupara su demarcación en el campo, y mucho menos por un paralelismo de destrezas, sino porque cada semana me presentaba en el polideportivo de La Elipa con su nombre en la espalda. Es la misma ―todavía se distingue el autógrafo, algo difuminado― que luzco ahora, mientras escribo esto, tan ufana como el día que me regalaron mi primera equipación del Madrid, aquella con publicidad de Teka, en 1995.

Benzema no es viejo ni joven, porque no aplican a los llamados para la inmortalidad las reglas del espacio-tiempo

Admito que hubo tiempos difíciles: a Karim lo pitaban en el Bernabéu y el público pedía a Barrabás o a Morata. Eran los días en que se oían gritos de ”¡Isco, Isco!” en las gradas. Después se marchó Cristiano, que nunca entendió que nadie, ni siquiera él, está por encima del Real Madrid: esto no es el PSG; esto no es el Barça. El juego de Benzema dejó de ser una realidad esotérica y se hizo por fin cognoscible, terrestre: humano.

Hoy es el mejor del mundo. Y aunque ya forma parte de la Historia del fútbol, los libros de Historia no harán justicia a lo que hizo en mayo, 'risveglio di primavera': que lo incorporen a los Hechos de los apóstoles, o a dondequiera que registre el Corán los milagros. Tiene casi 35 años, los mismos que yo, pero Benzema no es viejo ni joven, porque no aplican a los llamados para la inmortalidad las reglas del espacio-tiempo.

La otra noche le dieron el Balón de Oro y fue uno de los días más importantes de mi vida. Se lo entregó el héroe de la novena, ese Dr. Manhattan del deporte al que tampoco constriñe la física vulgar. Es extraña la sensación de felicidad y nostalgia con la que escribo esto, como de un presente pleno que está a punto de ser pasado. Pero está bien así: después de Zidane hubo un Benzema. El fútbol, como la belleza, no se acaba nunca.

Quizá solo haya un jugador capaz de acabar su carrera con un cabezazo a un rival y que ese gesto se entienda como un broche de oro y no un desdoro. Recuerdo aquel partido contra Italia: la zozobra de Francia, esa sensación de fin de ciclo y la embestida de Zidane, como un paquicefalosaurio, a Materazzi. El cráneo rasurado, perfectamente alineado con las vértebras cervicales, la vista clavada en el césped, los codos flexionados; hasta eso, la violencia, hacía bonito.

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