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Dragones, anillos y dioses: una teoría sobre la falta de ideas de las series de televisión
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Dragones, anillos y dioses: una teoría sobre la falta de ideas de las series de televisión

Los estrenos de 'La casa del dragón' y 'Los anillos de poder' abren una pregunta inquietante: ¿por qué no logramos escapar de productos culturales brillantes pero sobreexplotados?

Foto: Escena de 'La casa del dragón', la precuela de 'Juego de tronos'. (HBO)
Escena de 'La casa del dragón', la precuela de 'Juego de tronos'. (HBO)

En un pasado no tan lejano, recurríamos a varias preguntas sobre nuestro consumo cultural para entretener las cenas con amigos o ver hasta qué punto teníamos afinidad con alguien que acabábamos de conocer. "¿Qué has leído que esté bien?", "¿algún disco nuevo que mole?", "¿has ido al teatro últimamente?". Hoy, hay una mucho más común: "¿Qué serie estás viendo?". No tiene nada de malo. Un poco peor es lo que suelen traslucir las respuestas: "Una nueva versión de algo que ya vi la década pasada". O incluso la anterior. Este final del verano es quizás el momento cumbre de esta sensación.

La novela 'Juego de tronos' se publicó en 1996. La serie que adaptó este libro, y el resto de la saga de George R.R. Martin, se estrenó en 2011 y duró hasta 2019: fueron alrededor de 60 horas de televisión y su éxito fue clamoroso. El historial de adaptaciones de 'El señor de los anillos' es aún más largo. El primer libro de la trilogía se publicó en 1954. La versión de dibujos animados se estrenó en 1978 y la destinada a la radio, en 1981. Luego, entre 2001 y 2003, se estrenaron las tres películas de Peter Jackson para el cine; entre 2012 y 2014, aparecieron las versiones cinematográficas de la obra anterior de Tolkien, 'El Hobbit'.

En estos días se estrenan nuevas adaptaciones de las obras de ambos autores. 'La casa del dragón' es una precuela de 'Juego de tronos', consta de 10 episodios y se cree que ha costado alrededor de 200 millones de dólares. 'Los anillos de poder' es también una precuela de 'El señor de los anillos' y 'El Hobbit' y ha costado una cifra sin precedentes, 465 millones de dólares. Ambas son apetecibles, lujosas, satisfactorias para los fans y, tal vez, una puerta de entrada a esos universos para nuevos espectadores. Sin embargo, las dos suscitan una pregunta evidente: ¿por qué demonios no logramos escapar de productos culturales brillantes, pero sobreexplotados? Hace unos meses escribí en este periódico que eso se debía a que los miembros de mi generación estábamos recreando las obras culturales que marcaron nuestra infancia y juventud y dándoles una nueva vida. Pero es posible que sea algo peor: ¿y si nos estamos quedando sin ideas?

Porque no se trata solo de esos mundos fantásticos, vagamente medievales y eminentemente masculinos. En las próximas semanas se estrenará el enésimo 'spin-off' de 'La guerra de las galaxias': la serie 'Andor', que reconstruye las peripecias de Cassian Andor, un miembro de la rebelión que protagonizó otro 'spin-off' anterior, 'Rogue One'. Vuelve también 'Cars', la película de animación de Disney, en forma de serie, 'Cars on the Road'. Algo parecido sucede incluso en el cine: en 2021, casi todas las películas más taquilleras a escala mundial formaban parte de series nacidas hace décadas: del universo Marvel (Spiderman, la Viuda Negra) a James Bond, 'Fast and Furious' o, créanlo o no, 'Cazafantasmas'. En lo que va de 2022, destaca el caso de 'Top Gun: Maverick', la continuación de una película de 1986. Quizá nuestra cultura no sea peor que la de otras épocas, pero parece que, al menos en sus expresiones visuales y más masivas, vive atrapada en el pasado.

Economía y religión

Hay varias razones para ello. Una es económica. Muchas de estas series se pusieron en marcha en un momento de gran optimismo sobre la marcha de las inversiones, antes de la pandemia y de la guerra de Ucrania. Entonces, en mitad de una dura competencia entre las plataformas de 'streaming', que ahora luchan por unos espectadores cada vez más reacios a mantener indefinidamente suscripciones o a asumir otras nuevas, seguramente tenía toda la lógica que recurrieran a grandes historias ya conocidas por el público y de una rentabilidad asegurada (el primer episodio de 'La casa del dragón', emitido la semana pasada, tuvo 10 millones de espectadores) y no a otras nuevas, desconocidas y de perspectivas más inciertas.

Otra razón tiene que ver también con el mercado, pero no es solo económica: ¿por qué no seguir dándole a la gente lo que evidentemente le gusta y a lo que, en cierto sentido, se ha vuelto adicta? A fin de cuentas, alguien en Disney, HBO o Amazon debe tener datos fiables que le permiten saber que, para que alguien como yo deje de ver los nuevos 'spin-offs', estos tendrían que ser ofensivamente malos, y ese no suele ser el caso en una era de productos culturales profesionales, técnicamente impresionantes y tan poco originales como entretenidos. Hay incluso una respuesta optimista: las historias que se generaron durante la segunda mitad del siglo XX, la edad de oro de la cultura pop, eran tan buenas que podemos pasarnos décadas tirando de sus innumerables hilos, hasta agotar la personalidad de sus personajes y el carácter universal de sus tramas.

Quizá todas estas series cumplen la función que los relatos religiosos han dejado de tener

Lo anterior puede ser cierto. Pero la pregunta inicial sigue teniendo sentido: ¿por qué seguimos reviviendo una y otra vez las mismas historias de héroes, superhéroes, extraterrestres, razas y familias en conflicto? Tengo otra teoría que no niega las anteriores: la nuestra no es exactamente una época post-religiosa, pero sí una en la que los relatos sobre nuestros orígenes que aparecen en la Biblia o en otros libros religiosos parecen obras de ficción, narraciones míticas que poca gente cree de manera literal, aunque por supuesto mucha gente siga siendo religiosa y creyente. Quizá todas estas series que nos repiten una y otra vez historias morales y violentas, fantásticas y literalmente increíbles, están cumpliendo la función que los relatos religiosos en parte han dejado de tener. Son, simplemente, nuestra mitología, los relatos que no nos cansamos de ver y conocer en infinitas variaciones, como antes se veían a lo largo de la vida innumerables representaciones del Nacimiento, la Pasión o la Resurrección. Son nuestros mitos: pop, sin pretensiones religiosas, un poco tecnocráticos. Pero los nuestros.

O puede que todo esto sea una sobreinterpretación y, como sospechan muchos, estamos faltos de ideas y hemos decidido tapar la vergüenza con más dragones, naves espaciales, 'hobbits' y disputas familiares que duran siglos. La verdad es que mucha ilusión no hace: pero no nos perderemos ni un capítulo.

En un pasado no tan lejano, recurríamos a varias preguntas sobre nuestro consumo cultural para entretener las cenas con amigos o ver hasta qué punto teníamos afinidad con alguien que acabábamos de conocer. "¿Qué has leído que esté bien?", "¿algún disco nuevo que mole?", "¿has ido al teatro últimamente?". Hoy, hay una mucho más común: "¿Qué serie estás viendo?". No tiene nada de malo. Un poco peor es lo que suelen traslucir las respuestas: "Una nueva versión de algo que ya vi la década pasada". O incluso la anterior. Este final del verano es quizás el momento cumbre de esta sensación.

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