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Ecología y guerra cultural: el problema de los debates estériles es la tierra yerma
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Ecología y guerra cultural: el problema de los debates estériles es la tierra yerma

Los medios de comunicación deben asumir su responsabilidad en el tratamiento de los conflictos en torno al cambio climático y la crisis energética, como no hicieron con el feminismo en la década pasada

Foto: Vista de una de las colas del Embalse de Guadalcacín (Cádiz). (EFE/David Arjona)
Vista de una de las colas del Embalse de Guadalcacín (Cádiz). (EFE/David Arjona)

Los diferentes síntomas de agotamiento que muestra nuestro entorno natural —y con él, nosotros mismos— han aumentado la atención pública en torno al medio ambiente. Cuestiones económicas, científicas y éticas se discuten con mayor frecuencia en medios de comunicación y redes sociales y, poco a poco, se trasladan también al ámbito político, a las sobremesas familiares y las cañas del bar.

El verano —con sus olas de calor, gotas frías, embalses vacíos (o vaciados) e incendios forestales— es especialmente propicio para la introducción al tema medioambiental. Los espectadores comen y cenan, al zumbido sordo de un ventilador, frente a imágenes y previsiones de destrucción con las que las televisiones tratan de paliar unos meses en que los temas noticiosos suelen escasear. Toda esta destrucción se sigue y se abandona diariamente en prensa y televisión, según causa mayor o menor estrago. Con la excusa del dato de hectáreas quemadas o de litros por metro cuadrado, se espectaculariza el problema mientras no se cubren las posteriores soluciones, si acaso alguien las ha aplicado.

Foto: Árboles secos en el embalse de As Portas en Vilariño de Conso (Ourense). (EFE/Brais Lorenzo)
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Esta espectacularización de las imágenes se debe, en parte, a mejoras técnicas que permiten acercarse al desastre lo suficiente como para poner al comensal en la situación personal de las víctimas de las catástrofes ambientales. Pero también es un fenómeno que responde a una narrativa sensacionalista, donde la impresión pesa sobre la reflexión y en la que, al contrario que en el arte —donde se usa la ficción para contar la verdad— la verdad es tomada para crear una ficción.

Esta misma línea es la que sigue la renovación mediática de la figura del activista medioambiental. Se le ha dado un lavado de cara al trabajador noventero de Greenpeace parodiado hasta la saciedad, con sus pantalones de explorador y sus gafas de montura al aire. Más cercanos a la profecía que a la divulgación, estos nuevos activistas recorren el mundo y nuestras pantallas para recordarnos que los niños son el futuro. En definitiva, nos dan una idea con la que identificarnos, que aporta esperanzas y la ilusión de comprender un problema del que no nos sacará el racionalismo puro, pero tampoco los mesías.

A su vez, la meteorología ocupa cada vez más tiempo en el menú mediático, tanto dentro como fuera de su sección especializada, que cuenta con mayor presupuesto (pantallas táctiles, simulaciones 3D) y presentadores que son verdaderas estrellas de la televisión. La presencia e influencia de la meteorología aumenta y el mero uso de escalas de color para informar de las temperaturas refuerza posturas desde posiciones opuestas. Parecería, pues, que las mismas decisiones narrativas sirven a diferentes propósitos y relatos.

La sustitución de la razón por la emoción deriva, de manera última, en el cambio de la maldad por la estupidez

La polarización de las posturas más allá del dato es un fenómeno reciente. En anteriores oleadas de conciencia ecológica, fueran efectivas o no, no se pusieron en duda los hechos; no hubo, por ejemplo, negacionistas de la capa de ozono en los 90. La ciudadanía sabía que los crímenes políticos y corporativos contra el medio ambiente se realizaban a sabiendas de sus consecuencias, no bajo la presunción de que no existiesen. Así, la sustitución de la razón por la emoción deriva, de manera última, en el cambio de la maldad por la estupidez.

Incrementa esta situación el cansancio mediático y polémico de la guerra cultural por excelencia de los 2010, el feminismo. Términos como 'ecofascismo', 'duelo medioambiental' o 'ecoansiedad' —que para una generación se suma a otras muchas ansiedades— se van popularizando paulatinamente, como lo hicieron 'patriarcado', 'interseccionalidad' o 'feminazi' durante la última década. La popularización de estos debates, relativamente imperecederos, pero fácilmente vinculables a la actualidad, se debe en parte a su conveniencia mediática, pero también a su naturaleza exorcista, canalizadora de inquietudes y conflictos de varias generaciones. Los medios de comunicación favorecen estas dinámicas porque les proporcionan contenidos y atención de igual manera y por las mismas vías. De esta forma, hacen popular ciertas cuestiones e institucionalizan una postura… mientras crean su contraria más opuesta.

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Estas guerras culturales no son más que síntomas de algunas brechas políticas y generacionales, así como puntos de fuga de debates tabú cuyo tratamiento implicaría cambios estructurales y sobre los que planea la sombra de conflictos muy antiguos. Es así que el trabajo de los científicos y periodistas de investigación —discreto, paciente y esencial— se entierra en fenomenología opinativa sobre fenómenos inasibles e inabarcables. Mientras cada cual puede sentarse en su púlpito y decir lo que considere (lo mismo proponer tapar el sol con un dedo que defender el lujo como activismo medioambiental), los medios tradicionales se alimentan de estas polémicas vanas y las multiplican, volviendo de nuevo las redes aún más simplificadas y estériles.

De esta manera, los roces sociales se canalizan en posturas tan dispares como el negacionismo, el optimismo tecnológico, el colapsismo, la evasión o la pura demagogia política. Se discute en formatos que no están pensados para la educación —sí, ya puestos, para el debate— las bases de la economía circular o los pasos para el reformismo energético. Aderezan todo este batiburrillo cuestiones animalistas, egoísmos de diversa naturaleza y una cobertura mediática cortoplacista, que se acerca más al cine de catástrofes que a la divulgación científica: la receta perfecta para una crisis climática, en más de un sentido.

Los diferentes síntomas de agotamiento que muestra nuestro entorno natural —y con él, nosotros mismos— han aumentado la atención pública en torno al medio ambiente. Cuestiones económicas, científicas y éticas se discuten con mayor frecuencia en medios de comunicación y redes sociales y, poco a poco, se trasladan también al ámbito político, a las sobremesas familiares y las cañas del bar.

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