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Si no existe un lugar para la felicidad, invéntalo
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Si no existe un lugar para la felicidad, invéntalo

Los encuentros, la amistad y el amor crean la posibilidad, más o menos indefinida, de una felicidad que dé sentido a la vida inventando, en cualquier sitio, un lugar que no existía antes

Foto: Foto: Studler/Unsplash.
Foto: Studler/Unsplash.

¿La felicidad tiene su lugar? Si nos fijamos en los tópicos más extendidos, no solamente tiene un lugar, sino una forma: la de una casita que alberga una felicidad íntima y secreta (una cabaña y un corazón), y representa algo humilde y modesto, así como el ideal más ambicioso (a veces, nos referimos a ese refugio anónimo diciendo «con esto me basta»). Es el más ambicioso porque se apoya en la convicción de que la receta de la felicidad está al alcance de nuestra mano si tenemos la sensatez de creer en nosotros mismos, de renunciar a ambiciones superficiales y de contentarnos con poco, que es lo esencial: el amor, la amistad, la sobriedad.

Por muy limitado que parezca, se trata de un ideal inalcanzable para muchas personas. Las vicisitudes de la vida suelen hacer que el amor y la amistad se tambaleen. La sobriedad y el sedentarismo no nos protegen del aburrimiento ni de la soledad.

El cartel de la felicidad suele ser generalmente una recomendación publicitaria de la que se adueña la sociedad mediática para vender sus folletines (La casita de la pradera) o sus productos financieros: ¿a cuántas personas mayores y felices vemos en la televisión disfrutando, con su florido jardín y sus educados nietos, de los beneficios de un seguro de vida o un funeral pagado con antelación?

Foto: Erling Kagge, en una de sus expediciones al ártico

Las imágenes del sedentarismo feliz se conciben tradicionalmente para alejar el miedo a la soledad y la muerte. En un libro de ilustraciones de temática religiosa de mi infancia, se oponían dos tipos de muertos: el justo, tranquilo, con la barba blanca cuidada y rodeado de representantes de su gran familia emocionados, pensativos y sonrientes; y el pecador, que se retorcía en la agonía del sufrimiento y de la visión de las llamas que lo esperaban, mal afeitado y solo en una chabola improvisada. Las imágenes de aquel libro, que ya entonces era arcaico, me aterrorizaban, tengo que admitirlo, y con ello perdían de vista su objetivo, pero al menos tenían el mérito de revelar lo esencial: el pánico que la Iglesia católica y el mercado capitalista, en sus respectivos y variables estilos según la época, escondieron con empeño bajo montones de imágenes instructivas y soporíferas que niegan la realidad. Sin embargo, actualmente, deberíamos añadir que las advertencias infernales no son necesarias y que se trata, como mucho, aquí o allá, de escenificar y mostrar en imágenes publicitarias la tranquila felicidad a la que deberíamos aspirar.

Entonces, surgen dos vías.

Podemos analizar los procesos por los que hoy en día nos venden una felicidad prefabricada de distintas formas: vacaciones, viajes, cuidados del cuerpo, eterna juventud, futuro asegurado (en los dos sentidos del término), parejas sexuales o compañeros de vida (también hay mercado para esto). Para explorar este ámbito, deberíamos no solo observar las distintas producciones publicitarias, sino también los programas políticos, la difusión de la información y las convulsiones religiosas en el mundo global. Es un plan importante e interesante, pero ignora la pregunta central: ¿qué es la felicidad?

placeholder 'La condición humana'. (Ático de los libros)
'La condición humana'. (Ático de los libros)

Podemos plantearnos directamente la cuestión de la felicidad con cierta pretensión, claro, pero también con inocencia y honestidad. ¿Quién tiene derecho a opinar sobre la felicidad de los demás? ¿Basta con desmontar los mecanismos de alienación para responder a la pregunta de la felicidad? La gente encuentra placer en eventos cuya dimensión financiera es evidente y esencial (como las apuestas o el espectáculo deportivo), y no es necesariamente por inconsciencia. En el origen de la ilusión se encuentra el deseo (Freud lo sugería): el deseo indestructible. ¿Quién juzgará la legitimidad del deseo? «¿Y si nos gusta estar alienados?», podrán responder los nuevos adeptos a las restricciones voluntarias.

Para profundizar en la cuestión de la felicidad, volvamos a la del espacio. Desde que propuse la diferencia entre lugar y no lugar, una interpretación apresurada ha hecho del lugar la quintaesencia de la perfección social y del no lugar, la negación de la identidad individual y colectiva. Sin embargo, las cosas son menos extremas y más complejas. Recordemos la definición de lugar: un espacio en el que podemos descifrar las relaciones sociales (que, literalmente, se inscriben en él), los símbolos que unen los individuos y la historia que les es común. En un no lugar, esta lectura no es posible.

Esto no significa que el lugar sea por definición un espacio de felicidad. Solo los individuos pueden juzgar la felicidad. Y la perfección de la realidad social es, evidentemente, un límite de la acción individual. Por ejemplo, en las sociedades africanas en las que rige la estructura del linaje, cualquier individuo se encuentra bajo la mirada de su entorno, y su comportamiento está sujeto a interpretaciones. Las sospechas y acusaciones de brujería tienen su origen en esta intimidad mutua y en esta vigilancia recíproca. Ocurre lo mismo en nuestros pueblos y sabemos que, para muchos campesinos del siglo pasado, la migración a la ciudad era un paso hacia la libertad.

La libertad absoluta y la ausencia de relación son tan impensables como una vida reducida a una serie de relaciones impuestas

Por otro lado, la individualidad absoluta es impensable. No hay identidad sin alteridad, ni individuo sin relación. El sentido social está del lado de la relación. La libertad está del lado del individuo. Pero la libertad absoluta y la ausencia de relación son tan impensables como una vida reducida a una serie de relaciones impuestas y una existencia despojada de su carácter individual. Son dos clases de alienación simétricas e inversas. Históricamente, los regímenes autoritarios impusieron las relaciones, mientras que la lucha por la democracia se ha identificado siempre con la defensa del individuo.

Con todo, un mínimo de sentido social es necesario en la existencia individual. Tradicionalmente, la individualidad se afianza en el cruce de tres parámetros antropológicos: la filiación, la alianza y la generación. En general, la antropología pone de relieve una dimensión relacionada con la individualidad. En algunas sociedades del este de Costa de Marfil, las reglas de filiación, alianza y constitución de las clases de edad estaban tan estrechamente unidas que la noción de libertad individual carecía de sentido. Pero las definiciones de filiación y de alianza pueden adaptarse más o menos y la noción de generación muchísimo más, puesto que la libertad de elección de las relaciones de amistad y de compañerismo podrían llegar incluso a desplazar las categorías generacionales. La modernidad se caracteriza por una liberación creciente del individuo en relación con las determinaciones colectivas estructurales.

Foto: Foto: EFE/Cabalar.
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La conjugación de identidad y alteridad es lo que da toda su existencia al individuo, y esto condiciona lo que llamaré su capacidad de felicidad. En realidad, al otro solo se lo percibe en el espacio y en el tiempo, ya sea en el recuerdo o en la prefiguración del futuro. Otro cliché de la felicidad, pero que responde a una intuición muy común: la foto, el retrato que inmortaliza un lugar, un momento y un rostro. Lo encontramos también en las grandes novelas del siglo XIX: orquestan la creencia del individuo y de la felicidad inventada en el siglo XVIII en Europa. Stendhal es el representante más notable de estos momentos de felicidad que pasan por la intuición del amor compartido. Surgen lugares potencialmente relacionados con estos instantes (terrazas, jardines o una celda de la cárcel) que se convierten en emblemas de toda la felicidad posible y se graban así en la imaginación del protagonista y del lector.

Pero en Stendhal, la felicidad romántica no es la única forma de felicidad. También existe el movimiento, la emoción de la aventura o el contacto con la historia en ciertos lugares (como ocurre con Milán en La Cartuja de Parma). Pero es cierto que la acción, la historia, el desplazamiento e incluso la guerra son percibidos por los protagonistas stendhalianos como una promesa de felicidad romántica. Es decir, los héroes en busca de la felicidad convierten a veces el espacio en un lugar (un lugar de encuentro, en el sentido amplio), y no a la inversa.

Foto: Varias aplicaciones de citas. (Nik/Unsplash)

¿Qué ocurre con los espacios de circulación, de consumo y de comunicación contemporáneos? Desde el punto de vista de la felicidad, son ambivalentes. La instantaneidad y la ubicuidad son dones mágicos que siguen siendo monopolio de los protagonistas de los cuentos de niños. Nos acercamos a ellos mediante la tecnología. Se suele decir que podemos pensar que la soledad de los individuos es menor debido a la existencia de estas herramientas todopoderosas. En realidad, en muchos aspectos, son espejismos. La televisión, por ejemplo, nos hace creer que conocemos a los grandes personajes del mundo simplemente por reconocerlos. Internet puede convencernos de que estamos en contacto con todo el planeta y de que tenemos el saber del mundo a nuestro alcance. Pero más allá de que la mayoría de la humanidad no tenga acceso a este medio de comunicación y que una parte de los que sí lo tienen lo usen de forma lúdica (puesto que el instrumento no tiene nada de pedagógico y solo enseña a los que ya saben), hay que aceptar que la naturaleza de una relación establecida a través de internet es problemática, incierta e indefinida; carente del elemento material del cara a cara o del cuerpo a cuerpo.

Es posible que lo esencial esté en otra parte. Las relaciones que se establecen a través de internet suelen ser promesas de relación. Se parecen a los mensajes que se lanzaban como botellas a la mar en anuncios de periódicos (como en Libération en Francia). Intentan prolongar una impresión fugaz, una emoción instantánea: «Llevaba un vestido verde; se bajó en la Concordia», «Hablaba con una amiga y cruzamos las mirada cuando me bajé en Ópera». Estos anuncios siempre me han resultado poéticos, pues juegan con el tiempo con instantes que no quieren transformarse en recuerdos, y creen en el encuentro, considerando el azar como un destino. La idea del posible encuentro prevalece sobre la evidencia del sentimiento: el envío del número de teléfono intenta hacer eco a la emoción fugaz, resucitar el instante que le precedió, desencadenar una réplica que autentificará la realidad del pequeño seísmo íntimo que se ha sentido en el metro.

El anonimato de quien va a un aeropuerto, una estación o un supermercado puede encerrar esa clase de poesía ligada a la espera

La promesa de una posible felicidad es lo esencial de ese impulso novelesco que incita a tantos individuos a salir a la carretera, tanto en el sentido propio como en el figurado. La reapertura del tiempo que se corresponde con este proceso es una prueba de la propia existencia. En las novelas de caballería de la Edad Media, el caballero errante salía en busca de aventura sin ningún objetivo concreto: el escenario vagamente descrito del bosque desierto en el que se adentra es, literalmente, un no lugar, pero también un espacio de espera. El caballero errante no sabe lo que está buscando, pero está buscándolo.

Decíamos que, en el mundo actual, vemos cómo se multiplican los espacios de circulación, de consumo y de comunicación. Lo que comparten los que suelen frecuentarlos es un anonimato relativo y provisorio. Pero el caballero errante también era provisoriamente anónimo. Llegado el momento, tenía que revelar su nombre, «declarar su identidad» como el viajero en el control de seguridad, el cliente que paga con tarjeta o el internauta al que invitan a dar su dirección de correo electrónico. El anonimato relativo de quien va a un aeropuerto, una estación o un supermercado, o del que navega por la pantalla de su ordenador, puede encerrar esa clase de poesía que está ligada a la espera. Al final de la espera, o no hay nada o hay un encuentro.

Los encuentros, la amistad y el amor crean la posibilidad, más o menos indefinida, de una felicidad que dé sentido a la vida

La migración, con todo su sufrimiento, peligros y tragedias, se inscribe en la misma perspectiva. La esperanza, tan ilusoria como suele revelarse, pide la huida hacia delante. No se identifica con la felicidad, pero intenta huir de la desgracia. La felicidad asentada, la felicidad sedentaria, no es hospitalaria y suele rechazar a los recién llegados. Pero no se descarta que lo que moleste a esas personas bien instaladas acerca de la figura del inmigrante sea sobre todo la duda de que no pueden infundirles la naturaleza de su «felicidad» y las virtudes del sedentarismo. El agobio de los que proclaman sin parar que están «en sus casas» es que esta pretensión tiene cada vez menos sentido a partir del momento en que la globalización actual, a diferencia de las que la han precedido, se extiende por todo el planeta.

El lugar de acogida con el que sueña el inmigrante es quizá tan ilusorio como el paraíso perdido que cree defender el sedentario nostálgico, pero es la culminación de un proyecto con el que se identifica. En ese sentido, los inmigrantes son los auténticos aventureros del mundo actual.

Lo que suelen mostrarnos las imágenes de nuestra actualidad es el espectáculo de las desgracias debidas a la opresión, a la guerra, a la pobreza y al abandono. Antes de pensar en la felicidad de la mayoría, hay que intentar apartarla de la desgracia. La felicidad no tiene una dimensión colectiva y lo más siniestro es la imprudente promesa que se hace a los pueblos para que construyan su felicidad. La felicidad individual es intensa y frágil: tiene que ver con la consciencia repentina de existir, así como con la necesidad y la presencia del otro o de los otros. El derecho a la felicidad es el primer derecho individual, y el deber de los políticos es hacerla posible, no realizarla ni, mucho menos, imponerla. Los encuentros, la amistad y el amor crean la posibilidad, más o menos indefinida, de una felicidad que dé sentido a la vida inventando, en cualquier sitio, un lugar que no existía antes.

*Marc Augé es el autor de 'La condición humana' (Ático de los libros, 2022)

¿La felicidad tiene su lugar? Si nos fijamos en los tópicos más extendidos, no solamente tiene un lugar, sino una forma: la de una casita que alberga una felicidad íntima y secreta (una cabaña y un corazón), y representa algo humilde y modesto, así como el ideal más ambicioso (a veces, nos referimos a ese refugio anónimo diciendo «con esto me basta»). Es el más ambicioso porque se apoya en la convicción de que la receta de la felicidad está al alcance de nuestra mano si tenemos la sensatez de creer en nosotros mismos, de renunciar a ambiciones superficiales y de contentarnos con poco, que es lo esencial: el amor, la amistad, la sobriedad.

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