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El único libro que no puedes pasar por alto si te interesa la cultura
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'The death of the artist’

El único libro que no puedes pasar por alto si te interesa la cultura

'The death of the artist', de William Deresiewicz, es un ensayo indispensable. Es muy útil para situar el foco si se quiere tomar la cultura en serio

Foto: Trabajadores de la cultura protestan en Berlín. (EFE)
Trabajadores de la cultura protestan en Berlín. (EFE)

El libro cultural más importante de este año es ‘The death of the artist’, de William Deresiewicz. No traza nuevos caminos formales, no promueve el nacimiento de una nueva corriente creativa, no señala sendas artísticas que deberían explorarse. Su punto de partida es mucho más inmediato: expone las condiciones de vida de la gran mayoría de la gente que se dedica a la práctica artística, en sus múltiples vertientes. Y llega a una conclusión que es muy de la cultura, siempre aficionada a términos grandilocuentes: la literatura ha muerto, la pintura ha muerto, el rock ha muerto, ese tipo de afirmación. Sólo que, en este caso, no se trata de llamar la atención, sino de constatar una realidad: el artista ha muerto.

Una conversación, recogida en el texto, entre Deresiewicz y Kim Deal, miembro de Pixies y The Breeders, nos da una pista sobre las contradicciones contemporáneas. Deal se crió en Dayton (Ohio), y continúa viviendo allí cuando ya ha alcanzado la cincuentena. Su paisaje vital es el del medio Oeste industrial, ese que amplió su prosperidad gracias a las fábricas. Deal se identifica con ese horizonte, también porque su experiencia profesional es muy similar:“Soy como un trabajador del automóvil o del acero: mi industria se ha vuelto arcaica”. La música, como casi todo lo relacionado con la segunda mitad del siglo XX, es un sector cuyo viejo modelo está desapareciendo, y el nuevo se ha llevado por delante las condiciones de subsistencia de quienes formaban parte de él.

'Eppur si muove'

Sin embargo, como bien puntualiza Deresiewicz, no estamos hablando de la minería del carbón o de las lámparas de gas. La cultura está excepcionalmente viva, y la pandemia lo ha subrayado: la gente dedica una parte no despreciable de su tiempo a leer novelas, ver series, conciertos o películas, escuchar música y tantas otras experiencias ligadas con la creación. De modo que si hay algo que se ha ido, no ha sido la industria cultural. Quizá deberíamos mirar en otro lugar para entender qué está ocurriendo.

El mercado del arte está muy concentrado: en 2018, las obras de 20 personas supusieron el 64% de las ventas totales

Tengamos en cuenta que el libro de Deresiewicz expone el caso de EEUU, que es un país culturalmente privilegiado por la difusión global de sus creaciones: es mucho más sencillo que un músico, novelista, pintor o cineasta estadounidense vea sus obras publicadas en cualquier otro país que al revés, lo que tiene una enorme importancia a la hora de generar ingresos, ya que incluso las obras minoritarias pueden resultar muy rentables gracias a su difusión por todo el mundo. Sin embargo, incluso en ese ámbito privilegiado, las cifras son crueles. Algunos ejemplos. Del 1% de los creadores de las artes visuales que más ingresan por sus obras, el último de ellos genera 13.000 dólares anuales, lo que subraya claramente el nivel de pobreza del 99% restante. El mercado del arte está concentrado: en 2018, las obras de 20 personas supusieron el 64% de las ventas totales de artistas vivos. Fuera de ese núcleo reducidísimo, apenas queda nada para repartir.

Dos ejemplares al mes

Las cosas no mejoran en otros sectores. Más cifras recogidas por Deresiewicz: de los más de seis millones de libros disponibles en Kindle, el 68% vende menos de dos copias al mes; la gran mayoría de los libros son autoeditados, y sólo hay dos mil de ellos que generen ingresos equivalentes o superiores a 25.000 $ anuales. Y así sucesivamente: sólo el 3% de las personas que dirigen una película de bajo presupuesto vuelve a dirigir en un par de ocasiones más. En Spotify hay dos millones de artistas, y el 4% de ellos concentra más del 95% de las reproducciones; hay un 20% que no ha sido escuchado ni una sola vez.

El rapero Sammus recibió 6.35 $ de Spotify por 14.000 reproducciones y Rosanne Cash ganó 104 $ por 600.000 escuchas

En cuanto a los ingresos, los pagos en esas plataformas varían dependiendo de diversos factores. Deresiewicz asegura que las tarifas se mantienen en secreto, pero que estimaciones muy aproximadas en marzo de 2018 eran las siguientes: Apple Music pagaba 0,74 centavos de dólar por reproducción; Spotify, 0,44 centavos; Pandora, 0,13 centavos; YouTube, 0.07 centavos. Pero eso sólo son promedios, porque la práctica real varía mucho. La violinista Zoë Keating ingresó 2400 $ por 1,44 millones de escuchas, lo que entra en la tasa promedio. Pero el rapero Sammus recibió 6.35 $ de Spotify por 14.000 reproducciones, menos de 0.05 centavos por cada una de ellas; y Rosanne Cash ganó 104 $ por 600.000 reproducciones, a 0.017 centavos por reproducción. Y esas diferencias, apunta Deresiewicz, se dan entre aquellos que cobran algo, lo que no siempre ocurre.

He ingresado por Spotify 187 $ haciendo un tipo de música que antes me generaba entre 4.000 y 9.000 dólares

Marc Ribot, un excelente guitarrista que, además de su carrera en solitario, ha trabajado con Tom Waits, Elton John, McCoy Tyner o Elvis Costello, subraya el cambio que ha vivido el sector: con su banda Ceramic Dog ganó 187 $ en Spotify haciendo un tipo de música minoritaria que antes le generaba entre 4.000 y 9.000 dólares por la venta de cds. Hubo tiempos mejores, y esa conciencia permanece clara en la mente de los creadores, que ven cómo sus ingresos han disminuido sin lo que haya hecho su aceptación. Y este es el centro del asunto.

El abaratamiento del creador

La cultura sigue ahí y continúa generando beneficios, la cuestión es para quién. La afirmación de Kim Deal sobre lo obsoleto de su trabajo no acierta a describir lo que sucede, porque los coches siguen fabricándose, pero en lugares donde la obra es mucho más barata. La gente no dejó de comprar coches de repente y las fábricas siguieron existiendo; lo que se produjo fue su desplazamiento para reducir costes. A la cultura le ocurre algo similar, sólo que no se han llevado nada a China: han abaratado enormemente la producción, hasta el punto de que la gran mayoría de los autores asume el coste de su obra y lo cuelga en las plataformas esperando generar algún ingreso. Los que no, aquellos que tienen la teórica suerte de contar con firmas que ponen su obra en el mercado, aceptan condiciones a la baja ante la imposibilidad de competir en un entorno saturado.

Lo que está en juego son las condiciones de reparto de los beneficios, no si el soporte es físico o digital

En este punto suelen confundirse los conceptos con la realidad. Se discute sobre si el soporte digital es mejor que el físico, sobre la comodidad de poder ver las películas en casa, sobre si tener los libros en un ebook es mejor que ne la estantería o sobre los beneficios de ver los conciertos de tu grupo preferido en el sofá; o sobre lo mala que era la industria discográfica, o la editorial, o la cinematográfica, de décadas anteriores, y se tacha a quienes la recuerdan de nostálgicos que todavía no se adaptado. Pero todo eso es palabrería, porque lo que se ha producido es la devaluación del precio de la mano de obra, aun cuando las obras continúen costando lo mismo o más. Dicho de otra manera, lo que está en juego son las condiciones de reparto de los beneficios, no el soporte o su modernidad.

El auge del aficionado

En esa situación de abaratamiento radical de la mano de obra, la primera consecuencia es la muerte del artista, ya que no existen las condiciones de reproducción necesarias para que puedan desarrollar su trabajo. El entorno malthusiano, de sobrepoblación cultural, que generan los nuevos canalizadores de la cultura, empobrece masivamente al sector, lo que facilita pagar precios mucho menores. El artista no sólo aporta su conocimiento, su talento y su esfuerzo sino que añade a menudo los medios de producción; a cambio, apenas consigue retribución por su trabajo, salvo casos muy esporádicos. La cultura no era una cuestión de cara o cruz, sino que incluía una clase media relevante, personas que, de distintas maneras, podían vivir de su actividad. Los nuevos modelos de negocio convierten a la gran mayoría de los creadores en simples aficionados que producen prácticamente gratis para que los canales de distribución ganen cada vez más dinero, o que aceptan trabajar para las empresas físicas del sector sin apenas cobrar o, en los mejores casos, con ingresos menguantes.

Las condiciones de subsistencia de las personas que se dedican a la creación son paupérrimas; por eso sólo quienes no tienen hijos apuestan por ello

La cultura se ha convertido en la actividad secundaria de personas que se ganan la vida con otros empleos, y el libro de Deresiewicz constata hasta qué punto es así. Crea en sus ratos libres, los que otros dedican a montar en bicicleta o en tomar unas cañas en las terrazas, mientras espera que alguna vez la suerte le sonría y pueda encontrar algo que le saque de la pobreza o que le dé cierta estabilidad. Las condiciones de subsistencia de las personas que se dedican mayoritariamente a la creación son paupérrimas, y por eso sólo personas sin hijos suelen dedicarse a ello. O, por supuesto, quienes tienen recursos familiares que les permiten vivir de las rentas. Crear es cada vez más cosa de ricos, ya que no sólo tienen el dinero, también los contactos que permiten que las carreras profesionales sean más exitosas.

La cultura española

Fruto de esta situación, las obras suelen ser cualitativamente pobres, porque se carece de las condiciones (tiempo, dinero y consejo) que ayudarían a potenciar lo que que contienen. Al mismo tiempo, en un entorno de gran saturación, es muy difícil que incluso las obras formalmente logradas destaquen: la cantidad de material producido vuelve muy complicado que alcance al público potencialmente interesado.

Para las instituciones españolas, lo idóneo es que la parte 'presencial' del sector se adapte o salga del juego: lo digital es el futuro

Este escenario era el previo a la pandemia, y el coronavirus no ha hecho más que empeorarlo. Muchos sectores de la cultura española, en particular aquellos que todavía generan ingresos, se están quejando de la falta de apoyo institucional y del desinterés del ministro por apoyar a un ámbito que es claramente rentable. Pero hay que entender el propósito de fondo. No se trata únicamente de que el Gobierno tenga poco dinero para todo, lo cual es cierto, sino de que ve con buenos ojos esta transformación hacia lo digital que el virus ha acelerado. Igual que en otros sectores de la economía las empresas “tradicionales”, las no digitales, están perdiendo la confianza del mercado, se entiende que la cultura debe ser más eficiente, que está en proceso de transformación y que lo deseable es que dé el salto hacia la nueva época: la parte “presencial” del sector tendrá que adaptarse o salir del juego.

Las implicaciones sociales, económicas y políticas de este giro en la cultura son mucho mayores de lo que suele pensarse. Pero de ellas hablaremos otro día; baste hoy con constatar que ese mundo que parece caerse es todo lo contrario: es vibrante y floreciente, lo que ocurre es que quienes crean, aquellos sin los cuales nada sería posible, (los artistas, pero también quienes los rodean y ayudan, incluida una parte no menor de técnicos) son los que están desapareciendo. El sector se ha convertido en fabricación de mercancía ‘low cost’ para el contenedor, y sus productores en ‘low cost’ ellos mismos.

El libro cultural más importante de este año es ‘The death of the artist’, de William Deresiewicz. No traza nuevos caminos formales, no promueve el nacimiento de una nueva corriente creativa, no señala sendas artísticas que deberían explorarse. Su punto de partida es mucho más inmediato: expone las condiciones de vida de la gran mayoría de la gente que se dedica a la práctica artística, en sus múltiples vertientes. Y llega a una conclusión que es muy de la cultura, siempre aficionada a términos grandilocuentes: la literatura ha muerto, la pintura ha muerto, el rock ha muerto, ese tipo de afirmación. Sólo que, en este caso, no se trata de llamar la atención, sino de constatar una realidad: el artista ha muerto.

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