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El Tratado de Londres: así se fraguó la paz entre Inglaterra y España tras la guerra
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TRAS LA ARMADA INVENCIBLE

El Tratado de Londres: así se fraguó la paz entre Inglaterra y España tras la guerra

El conflicto abierto entre Isabel I de Inglaterra y Felipe II fue inevitable. Lo que vino después: una paz con la que nuestro país avergonzó a los ingleses

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"Es un mal de este mundo que los locos guíen a los ciegos"

(Shakespeare. 'El Rey Lear')

Isabel I de Inglaterra la tenía tomada con los católicos y, tal vez por su empeño y tesón en la persecución de los mismos que más parecía una aniquilación en toda regla, el "altísimo" en uno de esos momentos en los que no está dormitando, le había echado el mal de ojo y por ende, había castigado su proverbial soberbia y su testa coronada, dejándola más lisa que una bola de billar; esto es, con una calvicie antológica. Además, con tal de fastidiar al adusto emperador español, destinaba grandes cantidades de recursos de las arcas públicas y de las reales, al apoyo de las fuerzas protestantes en el continente.

Como es sabido, si no te mueves, acabas siendo pasto de la trituradora de tu propia incompetencia. Por ello, Felipe II cogió su fusil. Aunque ya los castellanos habían dado buena cuenta en los siglos XIV y XV aplicando severos correctivos a los estirados anglosajones, la guerra anglo-española iniciada en 1585 fue el detonante de las hostilidades y el principio de un enfrentamiento más formal en toda regla y de larga duración.

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Según la historia más rigurosa, durante la época de las invasiones castellanas al sur de Inglaterra, los ingleses habían sufrido severas derrotas a manos del almirante al servicio de Castilla -Bocanegra-, de Pero Niño, el terror de los mares y de innumerables comisionados para hacer el corso contra aquellos piratas aficionados que en aquella época se entrenaban con diversa suerte para lo que en el futuro sería su mayor activo hasta el día de hoy, esto es, la piratería.

Malas relaciones

Cada vez que cualquier buque de Castilla -antes del conflicto con Flandes-, cruzaba el Canal de la Mancha; tenía que pagar el peaje para poder vender sus afamadas lanas -La Mesta-, grano y otras zarandajas para llevarlas a la Liga Hanseática o a los neerlandeses.

Entre Isabel y Felipe existía un odio visceral por múltiples motivos, pero en esencia, el apoyo inglés a los protestantes de los Países Bajos -en aquel tiempo bajo la soberanía de la Corona española- y el flujo de tropas mercenarias y fondos para financiar a los que discrepaban con el incomprensible galimatías religioso imperante en Roma, aderezado este con una corrupción obscena que la historiografía más ecléctica y rigurosa ha demostrado por activa y por pasiva como escandalosa, colmaron la paciencia del llamado "rey prudente".

En adición, también y de paso, nos estaban tocando las partes pudendas en Portugal -en ese momento integrada en el conglomerado hispánico- con una argumentación mal sostenida cuyo único objetivo era crear frentes de diversión para eludir un enfrentamiento mayor y alejarnos de cualquier intención de invasión de la isla.

Por otro lado, nosotros no estábamos cruzados de brazos y habíamos visitado su patio trasero -Irlanda-, unas cuantas veces, y eso, sin contar las innumerables razias castellanas. Felipe II planeaba una operación de envergadura, pues los espías de la reina, le pasaban a esta, información de una creciente construcción de galeones y fragatas con un sospechoso crescendo inusual. Por ello, por la suma de las cosas y de la ambición desmedida de los isleños que ya habían padecido una fuerte hambruna seguida de una peste para rematar la coda de la partitura en años anteriores, entraron en el negocio de la guerra como única salida ante una tierra que literalmente no daba para comer.

Un gran plan

La guerra comenzaría oficialmente en octubre de 1585 cuando el pirado de Francis Drake saqueó Vigo, Cabo Verde e intentó repetir sus hazañas en la isla canaria de La Palma, donde se estrelló contra la resistencia de las milicias locales y una guarnición decidida. Luego se dio una vuelta por el Caribe y capturó la desguarnecida Cartagena de Indias y San Agustín (la ciudad más antigua de EEUU). Felipe II, hasta la coronilla de las fechorías de Drake y sus compinches, comenzaría a urdir algo grande.

De sobra es harto sabido que durante la operación 1588 por la Felicísima Armada, los ingleses no hundieron ningún galeón, aunque bien es cierto que como una plaga de mosquitos ante la previsión de invasión y a la altura del Canal de la Mancha, se batieron a muerte causando serios destrozos en algunas de las embarcaciones que a duras penas salieron del envite. A la postre, Medina Sidonia, un soldado de mente cuadriculada, bragado en batallas terrestres y en ese momento muy enfermo, un soldado que si hubiera procedido rodeado de una cadena de mando elástica como la de la Wermacht en la II Guerra Mundial y un oído más sensible a los razonamientos de sus subordinados, pudo haber arrasado a la entera flota inglesa en Plymouth, de haber hecho caso a Oquendo y Rekalde, dos marinos vascos que lo tenían más claro que el agua de manantial. Ocurrió que en pleno ascenso de la pleamar pudieron haber arrasado a la flota inglesa abarloada borda contra borda mientras los ingleses se emborrachaban y jugaban a las cartas. Pero no pudo ser…

Tras la muerte del rey Jacobo I, su hijo Carlos la armó de nuevo contraviniendo lo pactado, conduciendo a los ingleses a un auténtico desastre

Sidonia no alcanzó a contactar con los ejércitos de la Corona española sitos en Flandes para poder trasladarlos en el planificado proceso de invasión, viéndose abocado a rodear las Islas Británicas. La destructiva ciclogénesis registrada en la memoria de los más avezados marinos que sobrevivieron a aquella desmesura, añadida a la defectuosa cartografía portada por los pilotos españoles, condenaron a aquella expedición fantasmagórica a convertirse probablemente una de las derrotas más duras de nuestra historia en las que la naturaleza desatada fue la verdadera protagonista.

De las embarcaciones enviadas a rubricar la más ambiciosa operación naval vista jamás hasta ese entonces, desaparecieron tragadas por una mar arbolada y vientos que se calculan de categoría huracanada, perdiéndose treinta y cinco de ellas de las ciento treinta iniciales que componían dicha flota. A veces la muerte tiene un toque de bondad porque es rápida y expeditiva. Se calculan en más de 6.000 los ahogados más allá de las pérdidas materiales. Proliferaban los ataques ingleses en el desprevenido Caribe español, los sendos saqueos de Cádiz, y el fallido asalto a la isla por parte de Medina Sidonia, que serían contrarrestados por el tremendo fracaso de la llamada Contraarmada inglesa, que acabó en un desastre sin paliativos, siendo las pérdidas de la flota angloholandesa cercanas al 75% de la totalidad de los marinos y soldados embarcados. Cerca de 5.000 de ellos, de los iniciales 18.000 hombres retornarían a Inglaterra en condiciones más que lamentables, muriendo por el camino otro millar. Para los ingleses tuvo que ser una hecatombe en toda regla.

Salida honorable

En la siguiente década, otro marino llamado Pedro de Zubiaur dispersó, capturó y hundió cerca de las costas francesas a un convoy inglés de algo más de 40 buques. Más tarde, en los manglares de la actual Panamá perteneciente al virreinato de Nueva Granada en su momento, o lo que es lo mismo, de la actual Colombia, Francis Drake y John Hawkins -ambos sires-, se estrellaron en un Caribe que había dejado de ser un trampantojo del que habían emergido fortalezas de un diseño impecable. Sus lucrativos negocios de levantamiento de lo ajeno se habían convertido en una auténtica pesadilla. Los asentamientos españoles ya apercibidos derrotaron en varias ocasiones ocasionando pérdidas materiales y de prestigio a aquellos forajidos tratados como caballeros en Inglaterra.

La idea primordial de arrebatar a España el control de sus rutas comerciales entre Europa y América se había esfumado. Hawkins y Drake morirían reventados por unas fiebres de pesadilla. El que siembra vientos, cosecha tempestades.

entre Isabel y Felipe existía un odio visceral por múltiples motivos, pero en esencia, por apoyo inglés a los protestantes de los Países Bajos

En ese momento del tiempo, Inglaterra estaba literalmente en bancarrota ante el déficit de expectativas y la realidad cotidiana, ya que la tesorería inglesa era un cúmulo de telarañas que campaban a sus anchas. Sus dos mejores hombres de mar se habían ido al infierno. Felipe II moriría en 1598 e Isabel Tudor un lustro después. Los nuevos soberanos, Jacobo Estuardo, Rey de Escocia, y Felipe III eran más cabales y menos viscerales que sus progenitores. Jacobo I argumentó que él, como rey de Escocia, no estaba involucrado en la guerra contra España, lo que le permitía una salida honorable en un callejón sin salida.

Las negociaciones se llevaron a cabo en Somerset House y desembocaron en el Tratado de Londres del 28 de agosto de 1604, donde los españoles se presentaron con dos delegaciones. Una, la concerniente al rey de España, encabezada por Juan Fernández de Velasco y Tovar, y la otra, por los archiduques Alberto e Isabel, a la sazón gobernadores de los Países Bajos Españoles. El avezado y curtido Robert Cecil, hijo del consejero de Isabel I que había vivido desde el principio el conflicto representaría a los insulares.

El tratado

Este obligaba a los ingleses a cesar en su apoyo a los rebeldes neerlandeses, y además, permitía a los barcos españoles refugiarse, abastecerse y ser reparados en puertos británicos. El artículo sexto obligaba a ambos países a renunciar a la manida piratería. El osado Walter Raleigh, así como quien no quiere la cosa hizo unos pinitos en una pobrísima expedición al Caribe y centro américa. Detenido a su vuelta a Londres, sería ejecutado por infringir el tratado a instancias del embajador de España. En el citado tratado, España olvidaba su pretensión de colocar a ningún rey católico en el trono inglés o a invadir el país. Felipe III accedería a facilitar el comercio de los anglosajones en algunos puertos españoles como parte del acuerdo.

placeholder 'La rendición de Breda', de Diego Velázquez.
'La rendición de Breda', de Diego Velázquez.

Muerto el rey Jacobo, su desairado hijo Carlos, enfadado por un conflicto de faldas con una peninsular, la armó de nuevo contraviniendo lo pactado. Aquella guerra contra España fue un auténtico desastre para los ingleses. En 1625 el ataque naval contra la muy fortificada ciudad de Cádiz, acabaría en una derrota contundente. Si a eso le añadimos la Rendición de Breda donde estaban acantonadas cerca de 4.000 soldados ingleses que cayeron prisioneros en aquella debacle, es de suponer que los súbditos estuvieran algo mosqueados con su monarca. Todo esto llevaría a Inglaterra a firmar una doliente paz en 1630, finalizando así su participación en la Guerra de los Treinta Años. La Monarquía y el Parlamento estaban a la greña por el enorme coste del conflicto y los escasos resultados. El mendaz coronado acabaría sus días metido en una guerra civil y con la cabeza en un cesto. España podía volver a echarse una siesta.

"Es un mal de este mundo que los locos guíen a los ciegos"

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