La Beltraneja, la hija de reyes que pudo haber cambiado la historia de España
Los últimos años de reinado de Enrique IV corresponden a una época oscura para España. Su hija, que quizá no lo era, ha pasado a ser otra figura olvidada en la Historia
El último decanato de los veinte años que duró el reinado de Enrique IV de Castilla (entre 1454 y 1474) fue un caldo de bulos y maledicencias propaladas por los cronistas afines a los Reyes Católicos. De esta época se llegó a decir —y aún hoy se sostiene con reservas y contradicciones—, que fue una de las más calamitosas de la historia de España. Castilla era un lugar carente de una justicia digna de tal nombre, una especie de Far West, y la autoridad del rey, menoscabada entre chanzas y chascarrillos. Ejércitos privados deambulaban como Pedro por su casa por todo el territorio y la levantisca nobleza hacía horas extras en lo relativo a la divulgación de calumnias y difamaciones de todo tipo contra su rey, al que acusaban de cornudo, hechizado e impotente cuando en realidad la criatura era un alma de cántaro.
La mediocridad no reconoce nada superior, pero el talento detecta rápidamente al genio, que decía Fiodor Dostoievski. El rey castellano era un buen hombre con valores y principios, pero para la patulea aristocrática de mediocres que pululaban por el entorno palaciego era preferible el miasma y el vómito antes que la cooperación y arrimar el hombro para mejorar las condiciones de vida del "populacho". Para ellos, su rey era un blando.
Injustamente olvidada
Al parecer, decían aquellos orondos condes que un tal Beltrán de la Cueva le había hecho ojitos a la mujer del rey de tal manera que le había salido un bombo como quien no quiere la cosa, mientras al monarca en paralelo le crecían unas sospechosas protuberancias en el frontispicio.
La historia, adúltera y cabrona, mistificada y manipulada, y por definición hetaira al mejor postor, ha relegado a segundo plano a Juana la Beltraneja (1462-1530), en tanto que ha encumbrado a Isabel la Católica (1451-1504) a un sitial muy ornamentado, depurando aspectos que podrían devaluar la figura de esta gran reina que alcanzaría el trono de Castilla hacia 1474. ¿Qué intrigas arrebataron el trono a Juana la Beltraneja en favor de la famosa Isabel la Católica?
Decían aquellos condes que un tal Beltrán de la Cueva le había hecho ojitos a la mujer del rey de tal manera que le había salido un bombo
Juana estaba destinada a suceder en el trono de Castilla a su padre, Enrique IV. Todo, contenido y continente, operaban a su favor. Tras ella, no había nacido ningún varón en quien pudiera recaer el trono por su condición masculina. Pero el destino de la criatura tomó un rumbo asimétrico al que los designios de la lógica apuntaban.
Hacia el 5 de junio del año 1465 se celebró en la ciudad de Ávila la llamada famosa "Farsa de Ávila", en la cual, una imagen del rey en madera de roble sería arrojada al suelo tras ser despojada de toda su dignidad, espada, cetro y báculo. Terminada la ceremonia religiosa, los rebeldes subieron al improvisado escenario y tras leer una declaración con todos los agravios de los que acusaban a Enrique IV actuaron de aquella manera. Según esta 'troupe' de engolados perillanes, muy subidos en sus baronías, condesados y marquesados, y ya instalados en el paroxismo de la calumnia, el rey era homosexual, de carácter pacífico y según estos indecentes dirigidos por el conspicuo Conde de Villena, no era el verdadero padre de la princesa Juana, por lo que en consecuencia, le negaron el derecho a heredar el trono.
Mientras, la aristocracia, puesta en pie de guerra, clamaba contra el rey con palabras más que gruesas y directamente ofensivas para con su virilidad. Los nobles, en rebeldía, designaron como rey a su hermanastro Alfonso —un menor de edad y por lo tanto muy manipulable—, hijo de Juan II que a su vez era el padre de Enrique IV y de su segunda esposa, Isabel de Portugal.
Durante la "Farsa de Ávila" los rebeldes subieron a un escenario y leyeron una declaración con los agravios de los que acusaban a Enrique IV
Hacia 1468, Alfonso haría mutis por el foro tal vez como víctima de la virulenta peste que recorría Europa desbocada o quizás envenenado en medio del fragor de las luchas intestinas por el poder. En el Tratado de los Toros de Guisando, que establecería la paz, se reconocía a Isabel como heredera del reino, en detrimento de Juana. La cosa pintaba fea. Un año más tarde, Isabel se desposaría con su primo Fernando, a la sazón el heredero del reino de Aragón, en una clara estrategia para reforzar vínculos y sumar fuerzas.
Con objeto de consolidar su poder, Enrique IV trató en abril de 1469 de proponer el casamiento de su hermana Isabel con Alfonso V de Portugal, bajo condición de que si Isabel fuera renuente al matrimonio, el monarca portugués debería casarse con Juana. Pero aquel acuerdo no prosperaría por la complejidad de las derivadas y el horizonte de guerra que se adivinaba entre los dos reinos, algo que a la postre no se podría eludir.
El destino es una peonza
Para mayo de 1475, el rey portugués penetraría profundamente en Castilla con un ejército profesional y bien entrenado que rondaba los 7.000 efectivos. Él estaba seguro de su victoria pero no contaba con que los futuros Reyes Católicos ya estaban en fase de aproximación. Alfonso V se casaría con Juana y se autoproclamó rey de Castilla. Pero Isabel y Fernando, que ya habían enviado espías a Lisboa, Coímbra y Oporto para ver cómo respiraban los transfronterizos, habían hecho un seguimiento impecable de los desarrollos e intenciones del monarca portugués. En la Batalla de Toro, hicieron patente su superioridad militar un día uno de marzo derrotando de forma inapelable al rey de Portugal.
En el 'Tratado de los Toros de Guisando' se estableció a Isabel de Castilla como reina, en detrimento de la Beltraneja
Juana de Castilla, la heredera legal, tuvo que recoger velas y renunciar a su título real, desapareciendo de la vida pública, hasta que olvidada por la historia y el etéreo derecho que confiere la justicia a quien cree en ella, se mudaría de barrio un 28 de julio de 1530. La hiperbólica geometría de la perfidia política y los trampantojos del maquiavelismo inherente a ella, habían triunfado.
La hipótesis de la homosexualidad de Enrique IV ha sobrevolado las crónicas con frecuencia insistente. Como Príncipe de Castilla casaría con la Infanta Blanca, hija de Blanca I de Navarra, aunque tras el enlace —con luz y taquígrafos—, no se materializaría el esperado retoño. Las crónicas de la época no reparan en el fiasco ocurrido en la noche de bodas aludiendo a la misma como un gatillazo monumental.
Los heraldos y notarios que aguardaban con celo al otro lado del baldaquino nupcial en espera de las rituales sábanas manchadas como prueba del desfloramiento de la angelical criatura se quedarían de una pieza y compuestos.
Los problemas de impotencia de Enrique IV conducirían a que finalmente se declarase nulo el matrimonio a causa de "un maleficio"
Durante el periodo mínimo exigido por la Iglesia para consumar el matrimonio (tres años, tiene miga la cosa), una primavera del año del señor de 1453, un purpurado declararía nulo el matrimonio a causa de un maleficio del que había sido objeto el castellano. Tras aligerarle el bolsillo (y las arcas de paso) para reclamar la intervención del altísimo, la Iglesia dio el caso como perdido. El futuro rey se vería abocado a apelar a los brebajes y pócimas vigorizantes con resultados más que previsibles.
Algo olía a chamusquina en aquel teatro del despropósito, un tufillo de intereses políticos rondaba aquella historia. Enrique evitaba a la princesa navarra mientras al parecer se carteaba con Juana, hija de los Reyes de Portugal. Todo muy raro. La historieta del maleficio transitorio permitía justificar el porqué de la impotencia "provisional" pero no se proyectaba sobre las relaciones futuras. Las dádivas a la Santa Madre Iglesia habían operado milagros. Para darle más intriga al tema, la petición de nulidad iría acompañada de los testimonios de varias criaturas de vida alegre de Segovia, que manifestaron haber mantenido satisfactorias relaciones en el plano horizontal.
Tanto el ilustre doctor Don Gregorio Marañón como el urólogo Don Emilio Maganto Pavón, destacan que a causa de fundadas probabilidades asociadas al conocimiento relativo a los quehaceres de su especializado gremio y sin entrar en complejos diagnósticos patológicos, ambos y por diferentes caminos, coincidían casi matemáticamente en que a Enrique le costaba tener erecciones por razones anatómicas. Asimismo en las crónicas del médico alemán Hieronymus Münzer, se describe el uso de la probablemente primera fecundación in vitro conocida o registrada en la historia que permitiría superar los contratiempos fisiológicos de Enrique IV. Unos médicos judíos fabricarían ex profeso una cánula de oro que introducida en la vulva de la reina podría haber llegado a operar y superar el propósito de lo terrenalmente inaccesible.
El diagnóstico dado por ambos galenos venía a decir que el paciente padecía algo así como una "displasia eunocoide con reacción acromegálica". En términos coloquiales: para mear y no echar gota.
El último decanato de los veinte años que duró el reinado de Enrique IV de Castilla (entre 1454 y 1474) fue un caldo de bulos y maledicencias propaladas por los cronistas afines a los Reyes Católicos. De esta época se llegó a decir —y aún hoy se sostiene con reservas y contradicciones—, que fue una de las más calamitosas de la historia de España. Castilla era un lugar carente de una justicia digna de tal nombre, una especie de Far West, y la autoridad del rey, menoscabada entre chanzas y chascarrillos. Ejércitos privados deambulaban como Pedro por su casa por todo el territorio y la levantisca nobleza hacía horas extras en lo relativo a la divulgación de calumnias y difamaciones de todo tipo contra su rey, al que acusaban de cornudo, hechizado e impotente cuando en realidad la criatura era un alma de cántaro.
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