El ocaso del emperador: el retiro del hombre más poderoso del mundo
Desde sus comilonas hasta su sorprendente defunción. Esto es lo que no se conoce del reinado de Carlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico
Cuacos de Yuste es una pequeña población de no más de un millar de habitantes inserta en la zona de La Vera, en la provincia de Cáceres. Cuando la primavera hace su aparición en estos pagos, la tierra cobra vida en todo su esplendor, y mientras, los cerezos en flor maridan con la herencia del primer tabaco llegado de allende los mares hace ya más de cinco siglos, al tiempo que nos recuerdan a una Extremadura virgen de muchas contaminaciones y vigorosa a la vez, donde la vida todavía no ha sido arrancada de la naturaleza, ni el olvido secular de las administraciones ha podido con un pueblo de una resistencia inusual.
Cerca de Cuacos de Yuste está el famoso cementerio alemán, un elegante y armonioso lugar donde la tierra del silencio y la paz definitiva se ven abrazadas por cipreses y olivos a la par, y donde milimétricamente, en un camposanto militar, yacen alineados impecablemente casi todos los soldados alemanes que por razones varias hollaron un día nuestra tierra o fueron arrojados por el mar a nuestras costas en busca de un mejor y digno entierro.
Los galenos, desesperados, arrojaron la toalla al ver que tan ilustre paciente les hacía cortes de manga en serie, por lo que optaron por los paliativos
Hacia 1556, el todopoderoso Carlos I de España, vencido por una edad prematura, con las espaldas sobrecargadas, llegaba muy envejecido al monasterio de los Jerónimos en busca de paz y silencio para afrontar aquello que intuía que se acercaba a hurtadillas. Tenía entonces 55 años y no sabía que en el estanque diseñado por uno de sus arquitectos favoritos, un mosquito okupa y ligeramente cabroncete, le iba a hacer una pupita importante.
Un hombre tranquilo
El emperador de Alemania y rey de España, extraordinariamente envejecido por la gestión de aquel vasto imperio y una sucesión de interminables guerras en sus vastos dominios, padecía de gota. La gota, en aquel entonces, era una enfermedad de los poderosos producida por la ingesta de carnes rojas ingeridas en exceso. Ello generaba unos niveles de ácido úrico que derivaban en unos trastornos más que serios en el metabolismo. El rey-emperador era muy aficionado al ciervo y al gamo y esa afición gastronómica, delicatessen en la alta cocina germánica y aquí, en la piel de toro plato para exquisitos, sufrió un crescendo espectacular durante su estancia en Extremadura con el agravante del de un nuevo descubrimiento, fatal para su acusada dolencia, tal que era el jamoncito de bellota rico, rico. Los galenos, desesperados, arrojaron la toalla al ver que tan ilustre paciente les hacía cortes de manga en serie por lo que optaron por los paliativos, que no eran otra cosa que enchufarle los analgésicos de siempre: soluciones herbales en general asociadas a derivados del sauce y opiáceos provenientes de los mercados genoveses y venecianos.
Así las cosas, este amante de magra oratoria y discurso breve viviría cerca de tres años rodeado de un silencio acogedor, espiritual e introspectivo. Ya agotado desde que cruzara la Sierra de Gredos, ora en angarillas ora en palanquín, en lo que el barruntaba su último viaje, el probablemente hombre más poderoso de la tierra en aquel entonces dejaría en manos de su hijo Felipe II y de su hermano Fernando, el Archiduque de Austria, las cosas de la gobernanza.
Mimetizado con la avasalladora tranquilidad del monasterio, cuarenta adustos monjes celebraban misas redentoras por el alma que iba a entrar en capilla, aderezando con las letanías de sus monocordes canticos una especie de mantras redentores que en la sugestión del “futuro interfecto” causaban hipnóticas y salvíficas soluciones; esto es, que todo hacía suponer que iba a entrar con los buenos oficios de los religiosos por la puerta grande cuando dejara esta existencia no apta para cardiacos.
A todo esto, el indócil rey de reyes, atendido por medio centenar de miembros de su recortado sequito, seguía haciendo de las suyas. Abonado al salmón ahumado en cantidades industriales, a los toneles de cerveza sajona, a las salchichas picantes de Tubinga y Landshut conservadas en sal gorda, su situación de decadencia solo empeoró sensiblemente su ya delicado estado de salud. Sus médicos personales no pasaban de ser meros espectadores que veían cómo día a día aquella antigua testa coronada caminaba con pasos agigantados hacia un final apoteósico.
Se abandonó al salmón ahumado en cantidades industriales, a los toneles de cerveza sajona y a las salchichas picantes de Tubinga y Landshut
Pero no, no fueron los excesos los que llevarían al que fue regio monarca al más allá desde aquel paraíso humano rodeado de olivos y alcornoques, de encinas y retamas negras, de grullas y águilas imperiales, no.
El año de 1558 llegaría con todo su esplendor a esa zona de Extremadura, donde la naturaleza es incontestable. La Sierra de Gredos al noroeste del monasterio con su imponente presencia albergaba a la madre de todas las sombras agazapada para cobrar su tétrico tributo.
Emperador de los hombres y de las cosas
El ingeniero civil de la corte, Janello Torriani, célebre por su desparpajo, creador de obras de espectacular belleza tales como el más famoso reloj de la época, el llamado Cristalino o el famoso Tornillo de Juanelo, a instancias del voluntariamente abdicado emperador, le construyó una alberca próxima al monasterio, cosa fina. En el perímetro circundante plantas aromáticas, unas autóctonas, otras foráneas, como el tomillo, el romero, el espliego y la lavanda hacían las delicias de cualquier sensibilidad abierta a la mera contemplación. En ella, el que fue emperador de los hombres y de las cosas se solía bañar plácidamente por las tardes a una hora deliciosa para la vista pero implacable para los que creen que la vida es una monótona sucesión de acontecimientos sin relevancia.
Al parecer, un día cruzado allá hacia finales del verano de 1558, una hembra de cascos alterados de la especie Anopheles –la que transmite el paludismo–, vio en el orondo cuerpo del ensimismado ex monarca un apetitoso entrante para su selecto paladar. Dicho y hecho. Un aterrizaje de manual suave e imperceptible en algún lugar discreto del cuerpo del sujeto real daría a la postre al traste con el hijo de la mal llamada Juana la Loca, una mujer melancólica rodeada de un patriarcado feroz.
Contra la voluntad paterna, su hijo Felipe II trasladaría sus restos a El Escorial, una vez finalizada la obra de Juan Bautista de Toledo
Poco después, cuando asomaba septiembre, el enjuto y brillante caballero que pintó Tiziano en pose ecuestre tras la increíble victoria de Mulhberg expiraba mirando la luz misteriosa de un claroscuro asomando por uno de los ventanales del monasterio de Yuste. Este grande de España por derecho propio dejaría alto su pabellón, encarnado en dos de sus hijos reconocidos. Felipe II, heredero dinástico, y Don Juan de Austria (el vencedor de Lepanto), hijo natural engendrado en otras lides, que con el tiempo alimentarían una saga de gigantes.
Contra la voluntad paterna, su hijo Felipe II trasladaría sus restos a El Escorial, una vez finalizada aquella monumental obra arquitectónica firmada por Juan Bautista de Toledo, Juan de Herrera y una pléyade de arquitectos inolvidables. Cosas de la vida, el finado emperador quería que sus restos fueran pisados por los monjes para así expiar mejor sus pecados. No debía ir sobrado de ellos, pues en sus últimos años la humildad ante el poderoso influjo de la caída del telón, lo volvió mas desapegado.
Cuacos de Yuste es una pequeña población de no más de un millar de habitantes inserta en la zona de La Vera, en la provincia de Cáceres. Cuando la primavera hace su aparición en estos pagos, la tierra cobra vida en todo su esplendor, y mientras, los cerezos en flor maridan con la herencia del primer tabaco llegado de allende los mares hace ya más de cinco siglos, al tiempo que nos recuerdan a una Extremadura virgen de muchas contaminaciones y vigorosa a la vez, donde la vida todavía no ha sido arrancada de la naturaleza, ni el olvido secular de las administraciones ha podido con un pueblo de una resistencia inusual.
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