El triste final de Cisneros, un dirigente muy leal
Maltratado injustamente por el príncipe Carlos en sus últimos años, el cardenal fue un gran estadista, regente en la sombra y siempre fiel a los Reyes Católicos y a España
"El hombre es deudor de su trabajo, no de sus resultados".
-Tolstoi.
Cisneros, más conocido como el cardenal y regente provisional que dirigió la protonación que sería España durante el paréntesis entre la muerte del rey Fernando el Católico y el advenimiento del hijo de la mal llamada Juana la Loca (una mujer que sencillamente padecía de una melancolía propia de una viuda reciente, melancolía que pudo devenir en una depresión severa, sin entrar en el terreno de las patologías mentales extremas como se ha llegado a insinuar) fue probablemente un gran estadista en la sombra y fiel a aquella incipiente España y a sus delicadas circunstancias en aquel tránsito entre un siglo y otro.
Con fuertes "goteras" propias de la edad y cefaleas tensionales ocasionadas por las disputas entre los alterados nobles que se olían la tostada de la invasión por parte de la administración flamenca o tal vez por las pruebas de estrés a las que estaba sometido el país, con 81 años, en el invierno de su vida, se arriesgó a ir al encuentro del futuro emperador Carlos I de España poniendo en juego su enjuto y ajado cuerpo y exponiéndolo a una expeditiva partida del mundo de los vivos. Con su proverbial entusiasmo y dotes para generar y repartir energía a sus subordinados partió al encuentro del hijo de Juana en defensa del cual se había encarado duramente con la levantisca nobleza castellana que no veía con buenos ojos a aquel advenedizo, que, como se demostró más tarde, saquearía las arcas del reino para generar dádivas, regalías y decantar voluntades políticas sujetas a la caprichosa tentación de la icónica mano egipcia.
Fue un gran estadista y siempre fiel a esa España que no pasaba por su mejor momento en los tiempos que le tocó vivir, a caballo entre dos siglos
Con la carpetovetónica nobleza castellana elucubrando nuevas pifias, Cisneros apuró a Carlos a viajar cuanto antes a Castilla. Hasta pasado un año del fallecimiento de su abuelo no lo hizo. Los malos consejeros de la corte flamenco-carolina le obligarían a entrar en España como uno de los cantores de Viena en un concierto de heavy metal, esto es, desafinando.
Desgraciadamente, el joven monarca no supo valorar el noble y costoso gesto del anciano, de tal modo que retrasaría deliberadamente la reunión protocolaria abandonando a aquel hombre a su suerte sin concederle su último deseo; pues nobleza obliga, bien podría haber sido él el que mostrara magnanimidad y presentarse ante aquel envejecido hombre de estado.
Cardenal, inquisidor y regente en la sombra
Francisco Jiménez de Cisneros, que además de cardenal y político era inquisidor en sus ratos libres, sostuvo el Reino de Castilla con una eficacia incuestionable en uno de los peores momentos de la historia de este grande y longevo reino. Era el año de 1506 cuando acaecida la muerte de Felipe el Hermoso, Juana de Castilla cayó en un estado de trance que básicamente sin recurrir a la terminología médica, no era otra cosa que una melancolía que la había inhabilitado rotundamente para los asuntos de gobierno. La hija de los Reyes Católicos se echó con el cadáver de su marido literalmente al monte y a recorrer sin rumbo los caminos castellanos en un momento en que la terrible peste negra estaba cerca de concluir tras siglo y medio a pleno rendimiento en el que dejaría reducida la población europea del momento, a las dos terceras partes. Como consecuencia de ello, el reino entraría en un periodo de caos y desgobierno que de no ser por la destreza de Cisneros habría caído en el vacío sin remisión.
Supo encauzar el reino de Castilla cuando Juana la Loca se sumió en una depresión que, en aquella época, no tenía terminología médica
Cisneros, fiel consejero en tiempos de Isabel La Católica –era su confesor–, intentó encauzar aquel despropósito y domarlo. La peste aniquiladora que había recorrido Europa de norte a sur y de este a oeste, recorría la meseta castellana desbocada y la anarquía que se había creado tras tan dura penalización, permitía campar a la nobleza que ya planeaba la mejor forma de aprovecharse de aquel Armagedón. Partidarios de los Condes de Fuensalida y Cifuentes se enfrentaban ya abiertamente en las calles de la antiquísima Toledo. En Andalucía, el Duque de Medina-Sidonia trató de apoderarse de Gibraltar para sentar allá sus reales y así, suma y sigue. Las turbulencias previas a la entronización de aquella dupla de reyes fundacionales de este gran país, arraigaban sin que las circunstancias se lo impidieran.
En su idea de arreglar aquella componenda, Cisneros pediría orden a los levantiscos, pero a la postre, la autoridad última estaba en manos de Juana y esta no quería ver ni en pintura al cardenal, por lo que este no podía actuar sin su autorización. Fue entonces cuando el atribulado tonsurado escribiría a Fernando El Católico conminándole a que regresara de las tierras de Nápoles en las que Aragón tenia barra libre, y que en buena parte eran reinos suyos por derecho de conquista.
Las reencarnaciones políticas
Fenecida la enorme reina que fue Isabel de Castilla, la nobleza local se había decantado por el picaflor de Felipe el Hermoso que ciertamente era un sujeto apolíneo pero escaso de entendederas para el que la vida se dividía una dicotomía muy sencilla: faldas o sábanas, un hedonista de manual fiel seguidor de Dionisos que integraba la clásica dicotomía literaria. Todo hay que decirlo, los castellanos no veían con buenos ojos al viudo de Isabel al que despectivamente llamaban “el catalán”. A pesar de que era un aragonés de la dinastía castellana de los Trastámara, de sus antecedentes como gran gestor de ambos reinos al alimón con su consorte y de sus credenciales e iniciativas que daban para rellenar un currículum cum laude, la nobleza díscola de la meseta veía peligrar sus prebendas con el ilustre y autoritario viudo. Incluso el propio Cisneros había dado la espalda a Fernando, al cual solo apoyaría el Gran Duque de Alba, su primo, amigo y confidente. El caos se estaba imponiendo y Cisneros, en un acto que le honra a pesar de sus diferencias con Fernando, había inclinado la testuz para traer el orden ante las reiteradas negativas de la hija, Juana, que estaba a por uvas.
En el verano de 1507, la inactividad política y la parálisis que embargaba al reino de Castilla cesó como por arte de ensalmo. Como si del mismísimo demonio se tratara, Fernando El Católico, acompañado de una selecta y mal encarada hueste, apareció en lontananza por las tierras de Aragón ordenando en un abrir y cerrar de ojos la reclusión de su hija en Tordesillas. Esta, que era una mujer de carácter y armas tomar, de mala gana desmontó aquel tinglado de la caravana fúnebre y afrontó el subsiguiente encierro en el intramuros del castillo. El rumor de la llegada de Fernando y su potente contingente de selectas tropas actuaría con la misma eficacia de una sobredosis de Lexatin, calmando a la montaraz nobleza ipso facto.
Todo un reto
Fernando, que era un estajanovista a pleno rendimiento, gobernaría Castilla hasta su muerte, periodo en el que se anexionaría el Reino de Navarra devolviendo serenidad y orden a la atribulada población y generando una confianza y estabilidad económica sin precedentes. Cuando falleció el 23 de enero de 1516, se cuenta que sometido a la fuerte demanda horizontal de su exigente, apasionada y joven esposa Germana de Foix que lo tenía todo el día a base de zumos de cantárida y otras pócimas afrodisiacas de nombres impronunciables; el desmejorado y viejo rey dejaría escrito que su nieto, el flamenco Carlos, debía heredar los vastos reinos hispánicos ante la más que evidente incapacidad de su hija Juana (algunos historiadores proponen que fue un acto de machismo flagrante hacia la reina y que su enfermedad no era tal), por lo que el Cardenal Cisneros debería de ejercer como regente de facto de Castilla, mientras el arzobispo de Zaragoza, hijo natural del rey católico, hacía lo propio en la Corona de Aragón.
Gobernar Castilla fue un reto aceptable para el experimentado cardenal. Esta figura central de la historia de la naciente España había sido producto de un estrato social sin posibles e hijo de unos hidalgos pobres, pero si algo tenía, era un instinto político incuestionable y asombroso. En su corta regencia, pudo entregar al flamenco Carlos V aquella espectacular monarquía alzada por los Reyes Católicos intacta y saneada. Frenó a la revolucionada nobleza al tiempo que defendía Navarra de un intento de invasión francesa. Asimismo, abortaría bajo su mandato los intentos franceses de apropiarse de Nápoles y Sicilia, expectativas que costarían a Francia más de un siglo de humillantes derrotas consecutivas.
Siempre fiel a los Reyes Católicos, Cisneros tenía algo innegable: un instinto político asombroso
Su fidelidad hacia Isabel y Fernando y por extensión hacia la voluntad de este último proyectada en su nieto Carlos, estaba fuera de toda duda. Solo Guillermo de Croy, el consejero de cámara del belga y futuro emperador Carlos I, desdeñaría los esfuerzos y capacidad política del incombustible Cisneros que boicotearía hasta el último momento el encuentro de ambos cuando el cardenal ya estaba al borde de la muerte. Cuestión de estilo, 'manca finezza'.
Metido de hoz y coz en un pantano aritmético político, Cisneros trabajó con sutileza, denuedo y eficiencia desde las sombras para preparar a conciencia la llegada del heredero, en parte, neutralizando a las facciones castellanas más reacias, que defendían como mejor rey para Castilla al hijo pequeño de Juana, Fernando de Habsburgo, que como valor añadido, había nacido y crecido en España. El cardenal además se encargó de salvar las impedimentas legales para que el flamenco Carlos pudiera ser nombrado rey en vez de gobernador como correspondía mientras Juana estuviera viva. Acompañado de un fuerte contingente de la guardia real, convocaría en su residencia de Madrid a la alterada nobleza para notificarles la petición del futuro emperador. A los disconformes les hizo entender que no se trataba de una mera consulta, sino de la voluntad del rey. El caso es que este espadachín de la alta política, entre persuasión y diálogo, palo y zanahoria, encontró una solución de compromiso para que madre e hijo conservaran ambos el título.
Al cardenal Cisneros le vendría que ni pintado aquella frase de Italo Calvino, que rezaba así:
"El arte de escribir historias está en saber sacar de lo poco que se ha comprendido de la vida todo lo demás; pero acabada la página se reanuda la vida y uno se da cuenta de que lo que sabía es muy poco".
Un grande entre mequetrefes
Carlos I o V que da más, apenas sabía decir "hola, adiós y gracias" en castellano, y hasta eso le causaba hernia de hiato. El todopoderoso y omnipresente Guillermo de Croy, Señor de Chièvres, ostentaba el puesto de primer chambelán por lo que se ganaría sin apenas esforzarse la confianza del barbilampiño futuro emperador como figura paternal incuestionable. Ningún otro consejero o cortesano ejercería tanta influencia sobre el futuro emperador durante su glorioso devenir vital. El Señor de Chièvres completaría la formación política de su prohijado sin que nadie le disputara esta parcela de hegemonía paterno–política.
Un ventoso día 17 de septiembre de 1517, recién desembarcado en Tazones, en Asturias (otros historiadores dicen que fue en la cercana Villaviciosa) y tras ir a uña de caballo huyendo de la tormenta que se avecinaba desde Galicia, Carlos V y el Señor de Chièvres no mostrarían muchas prisas por conocer a Cisneros. Una deliberada y estudiada lenta marcha hacia Valladolid denotaba una argucia malévola por parte del maquiavélico Chièvres para evitar un parte que habría puesto al futuro emperador en posesión de demasiada información. Información que quizás chocase con los criterios de manipulación que quería evitar a toda costa este engolado aristócrata. Alonso de Santa Cruz, a la sazón cronista de aquella corte itinerante, afirma que el entorno carolino estaba al tanto de que el cardenal tenía un pie en el otro lado.
Cisneros, que había partido con entusiasmo hacia el encuentro del hijo de Juana, a la altura de Roa, apenas a 60 kilómetros de Valladolid, cruzaría la puerta hacia la eternidad, pasando a mejor vida a principios de noviembre carcomido por la inútil espera.
La conducta de Chièvres no pasó desapercibida ni a la aristocracia local ni al vulgo. El cardenal ya finado y con malvas embrionarias irónicamente recibiría una carta póstuma en la que el joven Carlos (inspirado muy probablemente por el cínico asesor) daba por válidos sus servicios mientras le instaba a retirarse (cosa que ya había hecho de modo harto natural) a descansar a su arzobispado de Toledo. Juan Ginés, el cronista de Sepúlveda, recoge el sentir de los castellanos al ver el final de época y de su bien amado tonsurado en los siguientes términos.
Habiendo muerto, recibió una irónica carta por parte del joven Carlos que daba por válidos sus servicios y le instaba a retirarse
La muerte de un varón así resultó más preocupante a los castellanos, porque se le consideraba la única persona que con su autoridad y discreción podría guiar las acciones y decisiones de un rey muy joven aún, nacido y criado fuera de España y no educado en las costumbres de los españoles
El futuro emperador avaló y consintió las muestras de desprecio ignorando lo mucho que iba a echar en falta a este hombre de estado pues solo él podía evitarle las conspiraciones y diretes de la cabreada nobleza castellana. Carlos V sería recibido con bastantes recelos habida cuenta que su conocimiento de la lengua local era inane por no decir vergonzosamente ridículo, a sabiendas de que iba a gobernar el reino más poderoso de la época. El hecho de no ponerse las pilas en este especial capitulo tan vinculante emocionalmente para los castellanos le convertiría en un antipático de manual. Chièvres y su muro protector habían triunfado. Lo peor estaba por venir.
Los estallidos sociales
En la génesis del reinado de Carlos I de España y V de Alemania, el principal ministro flamenco entendía la incorporación de nuestro país y la vasta miríada de territorios como una mera cuestión económica, había sacado la calculadora y se había puesto a sumar hasta que de tanto añadir reinos y “cash” casi se le salen los ojos de las cuencas. El caso es que se le fue la olla al verse cual nuevo Soros o Tío Gilito y se dedicó a repartir cargos y prebendas entre los nobles flamencos que le acompañaban entre los cuales por cierto, ni Dios hablaba castellano. Para resumir, es como si te atracan unos "guiris" al grito de "¡Banzai!" y te despojan de los ahorros de toda la vida. No hay que olvidar que nuestro bienamado emperador había ganado su corona en una disputada puja contra varios pretendientes que casi estallan la banca en aquella casa de apuestas. Adriano de Utrecht se llevó en suerte el arzobispado de Tortosa, que era una autentica fábrica de billetes por la enorme capacidad de recaudación que conllevaba; el sobrinito de Chièvres, un estirado fideo barbilampiño con sus recién estrenados 20 añitos, se metió entre pecho y espalda la diócesis del arzobispado de Toledo lo cual suponía una recaudación de pasta gansa pues era la que más facturaba de todo el país, precisamente el puesto que había dejado aquel prohombre llamado Cisneros. El caso es que la gente estaba un poco mosqueada con aquel atropello.
Las muertes del rey Católico y de Cisneros generaron en la mastodóntica institución que era la Iglesia española el síndrome de la “memoria de perro”, algo que no se olvidaría fácilmente. En esa memoria de todos estaba todavía coleando la ofensa a Cisneros, las terribles secuelas acaecidas tras el alzamiento de los únicos que dieron la cara ante aquellos atropellos, los Comuneros, un estallido social (1520-1521) más que justificado ante la magnitud de aquel expolio, y la indigestión de una gobernanza dirigida por “extranjeros”. Mientras, los encendidos y agraviados curas lanzaban soflamas y arengas desde los púlpitos extendiendo la rebelión mientras alimentaban con invectivas de toda laya la mala imagen –por otro lado merecida– contra el mal gobierno del rey, aunque en el fondo, probablemente –y esto entra en el terreno de lo especulativo–, lo que veían era peligrar sus jugosos ingresos y privilegiado estatus al verlo pasar a manos de los foráneos. Carlos V había entrado como un despistado elefante en la sección de perfumería del Corte Ingles.
En memoria de todos seguían la muerte de Cisneros, los Comuneros o la indigestión de una gobernanza dirigida por "los extranjeros"
Este hombre austero y monacal, religioso hasta la médula, pondría especial énfasis en que los encomenderos no abusaran de los nativos en el “Nuevo Mundo“. Su herencia siempre fue y será la de un hombre de estado, algo que se echa de menos en la actualidad por estos pagos tan frentistas. Tomaría las riendas de la Corona de Castilla en sendas ocasiones, una por la incapacidad técnica y psicológica de la reina Juana entre 1506 y 1507, presidiendo el Consejo de Regencia tras la muerte del redomado y fugaz perillán que era el asaltacamas llamado Felipe el Hermoso hasta que desembarcó Fernando el Católico a la sazón en Italia. Allá por el año del Señor de 1516 volvería a asumir el gobierno tras el fallecimiento por agotamiento del rey Fernando y en espera de la entronización de Carlos I de España.
Cisneros sería muchas cosas, y quizás su único baldón fue el de ser un severo inquisidor digno nieto sucesor del malvado Torquemada. Su obra magna, 'La Biblia Políglota' traducida al hebreo, arameo y griego clásico junto con el latín de la Vulgata, ha pasado a la historia como una obra de orfebrería literaria clásica. Luchó a cara de perro contra la maloliente simonía (compraventa de cargos eclesiásticos y prebendas espirituales) pero de lo que no cabe duda es de que su visión de estadista a lo largo de la historia de nuestro país dejó una huella profunda y una receta a aplicar. Lamentablemente, hoy por hoy no se ven políticos de aquella talla en la costa.
"El hombre es deudor de su trabajo, no de sus resultados".
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